– Se la llevaron ayer -dijo Nita con voz hueca y apagada, como si le costara hablar-. Y tú también desapareciste.
El detective joven se puso en pie. Michael tuvo la súbita intuición de que al nuevo detective no le habían encargado que vigilara a Theo y a Nita, sino a él, para evitar que estuviera a solas con Nita. Sintió que lo inflamaba la cólera y, a la vez, un cierto bochorno. Rechinó los dientes, furioso contra el joven y contra los procedimientos que le causaban aquella humillación. A punto estaba de exigir que le dijera qué instrucciones había recibido, pero se paralizó al sentir que lo tenía demasiado cerca, escuchando todas sus palabras.
– Ha sido una conferencia asombrosa -le dijo a Nita por decir algo. Nita abrió y cerró la boca-. ¿No es así? ¿No ha sido asombrosa?
Nita se encogió de hombros.
– Para mí no. No ha sido nada nuevo -arrastraba las palabras con fatiga-. Ya lo había oído muchas veces.
– ¿Se lo habías oído a Theo? -preguntó Michael, como si así se recordase a sí mismo que eran hermanos-. ¿En casa?
– No sólo a Theo. Son temas de sus discusiones con Gabi -dijo Nita entrecortadamente-. Theo ha pulido sus argumentos en esas discusiones. En algunas cosas estaban de acuerdo. A mí me encantaba escucharles -bisbiseó, y enseguida se llevó la mano a la boca a la vez que miraba al joven detective parado junto a ellos.
Michael la miró fijamente, queriendo transmitirle con los ojos lo que no podía expresar de palabra. Quería decirle que estaba cumpliendo órdenes, que la decisión no había sido suya. Quería pedirle que confiara en él. Quería recordarle los momentos que habían compartido. E incluso hablarle de la nena y de sus esfuerzos por renunciar a ella, ya que, por muy cruel que le resultara, era lo mejor para la nena. También quería hablarle de esos otros momentos en que lo dominaba el convencimiento de que iba a luchar por la niña. Pero el detective no se apartó y por eso Michael se limitó a decir con voz muy queda: «Nita», y le apretó el brazo y la miró a los ojos. Tuvo la impresión de que una tristeza enorme y gris alumbraba aquellos ojos por un instante y de que Nita sabía muy bien cómo se sentía él, compartía esos sentimientos y lo comprendía todo. Entonces se atrevió a dirigirle una mirada interrogante, pidiéndole con los ojos que confirmara sus impresiones. Y ella hizo un gesto de asentimiento. Muy despacio, bajó la cabeza, la levantó y volvió a bajarla.
Los tres policías ocuparon una mesa aparte durante la comida. Fue entonces cuando Eli presentó formalmente a Michael y al sargento Ya'ir. Hablaron poco. Michael estaba de espaldas a una buganvilla roja que trepaba alrededor de la ventana, junto a un retrato de Lillian Bentwich colgado de la pared. En una mesa vecina se habían instalado Theo, Nita y un hombre alto de mejillas arreboladas y rubio cabello entrecano y ondulado, cuyas gafas de montura de asta destellaban ocultando sus ojos, pero cuyo inglés vacilante, voz profunda y risa estrepitosa se oían perfectamente. Tiempo atrás Michael había visto en la carátula de un viejo disco un retrato de aquel hombre, quien, al llegar al centro musical, había abrazado a Nita mientras le acariciaba el pelo, y había estrechado calurosamente la mano de Theo; Michael lo reconoció, era Johann Schenk.
Intimidados por la presencia de los jóvenes genios que los rodeaban, los policías apenas cruzaban una palabra. El sargento Ya'ir se aplicó a comer con entusiasmo, repitió del repollo hervido y aceptó de buena gana otra porción de pavo curado. Eli tenía aspecto cansado y parecía preocupado por los problemas de lo que él llamaba la división de autoridad en el equipo, sobre los que de tanto en tanto mascullaba algo para el cuello de su camisa; y así Michael quedó en libertad para tratar de escuchar la charla de Theo, Nita y el gran cantante Johann Schenk. La versión de Winterreise que Becky Pomeranz le había enviado veintitrés años atrás, con ocasión del nacimiento de Yuval, no estaba interpretada por Schenk. Pero años después, Michael se había comprado otra versión de esa obra en la que sí era Schenk el intérprete, y la voz cálida, conmovedora y en ocasiones pavorosa del cantante lo había cautivado, sobre todo en la última y desconsolada canción.
Transcurrieron algunos minutos antes de que Michael comprendiera que Johann Schenk hablaba del montaje de Don Giovanni en Salzburgo.
– ¡Al commendatore le aplastan la cabeza! -exclamó a voz en grito, y soltó una risotada-. ¡Y doña Elvira! ¡Hay que ver lo que le hace a Elvira! -sus grandes brazos esbozaron una pirueta en el aire para indicar cómo la cantante flotaba sobre la escena atada a un trapecio. Luego Schenk se inclinó sobre su sopa, la apuró y siguió hablando. Michael le oyó mencionar la ciudad de Dresde y a la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, y también algunos nombres. Luego le oyó decir a voz en grito que había exigido ver su ficha policial.
– ¿Por qué? -preguntó Theo en voz también muy alta-. ¿Para qué querías verla? ¿No te daba miedo lo que pudiera poner?
Johann Schenk golpeó el borde de la mesa con el tenedor, y, con el rostro encendido, dio una respuesta que resonó claramente en toda la sala, ya que en las demás mesas se hablaba en susurros. No podía seguir viviendo, exclamó, sin saber qué amigos le habían traicionado. Quería enterarse bien de lo que ponía en su ficha de la Stasi, declaró con voz tonante, los ojos fijos en la bandeja del postre donde una gelatina roja relucía en platitos de cristal. Theo se inclinó para susurrarle algo. Johann Schenk miró alarmado hacia la mesa que ocupaban los policías. Nita apartó su plato de postre. Apenas había probado bocado, pensó Michael mientras la veía alargar una mano trémula hacia la jarra de agua, y se preguntó enfadado cómo le había permitido acudir allí en esas condiciones.
– Se lo has permitido porque no podías hacer nada. Ella quería venir y el entierro no se celebrará hasta pasado mañana -dijo Eli. Entonces Michael comprendió que, sin darse cuenta, había hablado en voz alta. Miró a su alrededor con aprensión. Eli examinaba su rostro atentamente-. ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? -preguntó.
– Necesito quedarme a solas con ellos cuando Theo y Nita estén trabajando con el cantante -dijo Michael en un susurro apremiante-. Y tengo que hablar con este Johann Schenk -miró de reojo a Ya'ir, que permanecía en silencio.
– Por mí no hay problema -masculló Eli incómodo-. Pero será mejor que antes se lo consultes a Balilty, porque Shorer nos ha dicho, y sobre todo a él -dijo señalando a Ya'ir con la cabeza-, que siempre estemos con ellos de dos en dos -explicó en tono de disculpa, con creciente incomodidad. Se levantó torpemente, se dirigió al mostrador y regresó a la mesa con una jarra de agua. Tan violento se le veía, el torso girado hacia el piano del rincón para no mirar a Michael, que éste sintió lástima de él y también se quedó en silencio, observando una puerta lateral y el retrato de Lillian Bentwich.