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– ¿Por qué no nos ha contado antes todo esto? -preguntó Michael en un tono amable, paternal-. ¿Porque sentía miedo? ¿Le daba miedo que lo considerásemos sospechoso del asesinato? ¿Por eso no nos contó que estuvo a las puertas del lugar del crimen?

– No -musitó Izzy Mashiah-. No tiene nada que ver con eso. Me da igual que me consideren sospechoso. Me siento como si ya no tuviera nada que perder. No fue por miedo.

– ¿Por qué entonces? -insistió Michael.

Con la voz ahogada, desde detrás de las manos que volvían a taparle el rostro, Izzy Mashiah le espetó:

– Fue por vergüenza -lloraba a moco tendido-. Por vergüenza y nada más. Estaba avergonzadísimo -dijo; sollozó y se descubrió la cara, bañada en lágrimas.

Michael aguardó largo rato hasta que se acallaron los sollozos. Le sobró tiempo para formular mentalmente la siguiente pregunta, y, llegado el momento, la planteó en tono autoritario:

– ¿Podría identificar un antiguo manuscrito de una composición musical? ¿Del periodo barroco?

– ¿Identificar? ¿A qué se refiere? ¿A que diga quién es el autor? -preguntó Izzy Mashiah, confuso.

– Imaginemos que le enseño una partitura original de una obra de Vivaldi, ¿sabría identificarla como un manuscrito de aquel periodo?

– Claro que sí -repuso Izzy Mashiah con confianza-. Son cosas inconfundibles. En Salzburgo, por ejemplo, se exponen partituras originales de Mozart. He visto multitud de partituras de ese estilo en los museos, y también las he visto fotografiadas en los libros.

– ¿Podría identificarla entonces? -lo interrumpió Michael-. Sin necesidad de garantizar quién fue el autor.

– Podría decir si tiene aspecto de ser un manuscrito antiguo -repuso Izzy con cautela-. Pero circulan muchas falsificaciones. En realidad, haría falta que lo viera un experto. Pero yo podría decir si parece antiguo. Y usted mismo también podría, en realidad. No es difícil. Porque el papel era muy distinto del que se utiliza ahora.

– ¿Conoce la música de Vivaldi?

– Desde luego.

– ¿Todo lo que compuso?

– ¿Todo? -se echó a reír-. Decir «todo» es un poco exagerado. Compuso centenares de piezas. Pero conozco bien a Vivaldi. Como cualquier músico serio.

– En ese caso -dijo Michael-, acompáñeme.

Obedientemente, Izzy Mashiah se colgó la bolsa al hombro y recogió las llaves del coche y, sin preguntar cómo ni por qué, siguió a Michael.

Cuando llegaron al psiquiátrico, Michael le pidió que lo esperase en el coche. Tras una breve escaramuza con la enfermera («Ya tenemos aquí a un policía», argumentó la mujer. «Debemos pensar en el bienestar de los pacientes y no sólo en sus intereses»), y después de que Zippo saliera de la habitación y se apostara en el pasillo, a Michael le concedieron permiso para entrar a hablar con Herzl.

Una vez más se encontró junto a una persona fuertemente sedada, una persona que tenía los ojos cerrados y se negaba a colaborar. Tras varios intentos fallidos de hacerle reaccionar andándose por las ramas, Michael decidió cambiar de táctica e ir derecho al grano. Tocó el brazo flacucho de Herzl, que abrió los ojos. Antes de que le diera tiempo a retirar el brazo, Michael le preguntó:

– ¿Quién trajo a Israel la partitura?

Herzl abrió la desdentada boca, se manoseó los cuatro pelos que le crecían en la cabeza y a sus ojos asomó un destello de gran lucidez, de lucidez y pánico. Miró en derredor, se convenció de que no había nadie más en la habitación, se incorporó en la cama y miró a Michael. De pronto, pidió un cigarrillo. Michael se apresuró a ofrecerle uno, se inclinó para encendérselo, luego encendió otro para él, dio una calada y volvió a preguntar:

– ¿Quién trajo la partitura?

– Es usted policía, ¿verdad? -afirmó Herzl sin rodeos. Parecía en pleno dominio de sus facultades.

– Soy policía -ratificó Michael-. ¿Quién trajo la partitura?

– Usted ni siquiera reconocería esa música -masculló Herzl despectivo, con desconfianza.

– Explíqueme usted qué es -replicó Michael amablemente, y le ofreció un vaso de plástico para que echara la ceniza.

– Aquí no nos dejan fumar -se quejó Herzl y, sin la menor pausa, añadió-: Felix quería regalársela a Gabi. Decía que tenía que ser para él. Le serviría para alcanzar la reputación que se merecía.

– ¿La trajo él de Holanda?

Herzl meneó la cabeza.

– Felix no, fui yo. La traje yo. Él no podía ir, por Nita. Estaba a punto de dar a luz. Felix fue más adelante. Para revisar los documentos de autenticidad. Pero, al recibir la primera llamada, fui yo quien viajó allí. Me envió Felix. Siempre me enviaba a mí. Felix y yo -Herzl cruzó los dedos- éramos uña y carne. Yo lo comprendía. Pero luego cometió un error -cabeceó-. Un error muy grave.

Michael escuchó durante largo rato el tortuoso discurso, con sus digresiones, descripciones pormenorizadas, asociaciones y regresiones, hasta que al fin logró captar el meollo de la cuestión. («Le dije: "¿Por qué Gabi en vez de Theo? ¿Por qué no se lo cuentas a Theo? Él también tiene derecho". Se puso furioso. Se enfadó muchísimo porque le dije que si él se lo contaba a Gabi, yo se lo contaría a Theo antes. Y yo también me enfadé. Al final le retiré la palabra. Por eso cerramos la tienda. Y después… después murió», dijo casi con sorpresa.) Con un torrente de palabras en el que incluyó una descripción detallada de la ciudad de Delft y de su enorme iglesia, y del anticuario amigo de la infancia de Felix, Herzl se refirió a un viejo órgano de iglesia que el anticuario en cuestión había comprado para Felix, quien pretendía restaurarlo. Habló a continuación de cómo habían desmontado el órgano, de que tenía dos tableros superpuestos y del manuscrito.

– ¿Dentro del órgano? ¿La partitura estaba dentro del órgano? -preguntó Michael en tono neutro a la vez que aquietaba el temblor de su mano.

– El anticuario se dio cuenta rápidamente de que era asunto para un experto. Vio que los papeles, que estaban atados con una cuerda, eran antiguos. Pero no sabía qué eran. Sólo entendía de muebles -explicó Herzl-. Por eso llamó a Felix. Él no podía ir. Y no sabíamos que era algo tan, tan…

– ¿Cómo se llama el holandés?

– No le facilitaré nombres -declaró Herzl-. No es usted de la familia -explicó en tono amistoso-. Nada de nombres.

– ¿Estaba Nita al tanto de esto?

– A Nita no se lo contamos. ¿Para qué?

– Y usted mató a Gabi para que Theo pudiera quedarse con la partitura -con esa jugada, Michael aspiraba a sobresaltar a Herzl e impulsarlo a revelar más datos.

Herzl lo miró perplejo, como si Michael hubiera perdido la razón.

– ¿Yo? -exclamó atónito, y miró a Michael casi con lástima-. ¿Por qué iba a hacer algo así? Estoy en contra del asesinato. Nunca mataría a nadie.

– Pero salió del hospital el día en que murió Felix.

– Claro que sí -replicó Herzl orgullosamente al tiempo que estiraba el descarnado cuello-. Era el día del concierto. ¿Cómo me iba a perder el primer concierto de la temporada, sabiendo que iban a tocar los tres?

– ¿Estuvo en el concierto? -sobreponiéndose a la sorpresa, Michael preguntó-: ¿Cómo entró? ¿Había sacado una entrada?

Herzl hizo un ademán desdeñoso.

– No necesito ninguna entrada. Pasé por la puerta lateral, como siempre.

– ¿Por la entrada de los músicos?

– Subí las escaleras que están al fondo del pasillo trasero -dijo como si fuera obvio.

– ¿Lo vio alguien?

– ¿Quién? -preguntó Herzl con indiferencia.

– ¿Recuerda a la flautista?

– Interpretó a Vivaldi -rememoró Herzl-. El concierto La notte. Estuvo bien.

– ¿Sólo bien?

– He oído esa pieza unas cuantas veces en mi vida. No fue nada especial -dijo Herzl impaciente.

– ¿Recuerda cómo iba vestida?