Le ofreció la lupa a Michael y éste la sujetó con buen pulso para mirar por ella. Izzy Mashiah hojeó reverentemente el segundo fajo de pliegos, y luego el tercero y el cuarto.
– Es un réquiem -dijo de pronto-. El cuerpo central de un réquiem, ya que falta el principio -continuó para sí-. Y también el final. Pero la parte central ¡cómo es! -se puso en pie y echó a caminar por el despacho-. ¡Ojalá Gabi pudiera verlo! -dijo con la voz ahogada-. Es el hombre que necesitarían. En justicia, tendría que haberlo visto y haberlo escuchado. ¡Le habría vuelto loco!
– Puede que lo viera -dijo Michael calmosamente.
Izzy se quedó mirándolo de hito en hito.
– ¿Cree que de haber visto algo así no me lo habría dicho? -preguntó. Y prosiguió con furia-: ¡No comprende nada! Es imposible que no me lo hubiera dicho. Me lo contaba todo, ¡sobre todo lo referente a la música! Aun cuando fuera falso, ¡qué calidad en la falsificación! ¡Una música como ésta! ¡No le habría dejado pegar ojo por la noche!
– ¿Y dormía bien últimamente? -preguntó Balilty.
Izzy se encogió y quedó petrificado. Por su rostro pasaron la confusión, el terror, una súbita iluminación y de nuevo el terror.
– ¿Es esto lo que estaba en Delft? -le preguntó a Michael en un susurro-. ¿Era esto? -exigió saber en tono amenazador, y agarró a Michael por la manga de la camisa-. ¿Es lo que se traía entre manos con el anticuario holandés?
– Eso creemos -repuso Michael.
Izzy Mashiah soltó el brazo de Michael, contempló el manuscrito, tomó asiento y se quedó mirando al frente con gesto ausente y el rostro demudado.
– No me contó nada de esto -musitó-. Nada, ni una alusión indirecta. ¿Cómo es posible?
– ¿Cómo podemos saber quién es el compositor?
Izzy Mashiah apartó la partitura de Los troyanos, apoyó el brazo en la mesa y recostó sobre él la cabeza.
– Voy a desmayarme -les advirtió, y empezó a respirar aceleradamente, emitiendo pitidos.
Michael le hizo ponerse en pie y lo arrastró hasta la ventana. La abrió. La lluvia les mojó la cara.
– Necesito mi medicina -dijo Izzy Mashiah. La frente se le iba perlando de sudor.
– ¿Qué medicina? -vociferó Balilty.
– Un inhalador. Tengo asma.
– ¿No lo lleva encima? -preguntó Michael.
– En el bolsillo -repuso Izzy con un hilo de voz-. En el bolsillo de mi chaqueta.
– ¿Dónde está su chaqueta? -quiso saber Balilty.
– Fuera, creo.
Balilty abrió la puerta.
– En la silla no hay ninguna chaqueta -anunció desde el pasillo-. ¿Dónde puede estar?
– Tal vez en el despacho -dijo Izzy, la barbilla temblona-. En el despacho de Zissowitz.
– ¿Quién es Zissowitz? -preguntó Balilty.
– El representante de la orquesta -respondió Michael.
Y Balilty se precipitó pasillo adelante hacia el despacho del representante y regresó con una chaqueta clara. Revolvió los bolsillos y extrajo una cajita.
– ¿Es esto? -preguntó, y al ver el gesto de asentimiento de Izzy, sacó un pequeño inhalador.
Izzy aspiró el medicamento. Michael recordó entonces las advertencias de Ruth Mashiah sobre el asma de Izzy. El recuerdo de la directora de Bienestar Infantil trajo consigo la imagen de un rostro minúsculo y el sonido de unos pasos correteantes que quizá habría llegado a oír algún día. Y una punzada de dolor en el corazón. «Se ha ido», se dijo con firmeza. «Se fue. Se acabó. Punto final. Si hasta han encontrado a la madre. Ya no tiene sentido ni pensar en ello.» Y volvió a embeberse en el manuscrito.
Izzy Mashiah fue recobrando poco a poco el ritmo respiratorio normal. Guardó el inhalador en la caja sin mirar a los policías. Y continuó evitando mirarlos mientras volvía a ocupar su lugar en la mesa y se colocaba el manuscrito delante. Emitiendo un pitido con cada inspiración, continuó revisando meticulosamente el segundo conjunto de pliegos.
– Falta el Introito, esto es el Dies Irae -dijo lánguidamente-, y si es auténtico, es de Vivaldi. Parece obra suya, desde luego.
– ¿Qué es lo que ha dicho? -le espetó Balilty, y Michael se quedó callado para no crear conflictos.
– Dies Irae… Significa día de ira, el día del Juicio Final. Es una de las partes establecidas de las misas de réquiem -explicó Izzy Mashiah, la voz trémula y remota-. Siempre es la sección más turbulenta. En los réquiems de Mozart y de Verdi se advierte muy bien. Pero es en el periodo barroco cuando el Dies Irae resulta más turbulento. Les gustaba resaltar el dramatismo. Y el mayor creador de tempestades musicales de esa época, de lo que los italianos denominaban temporale, fue Antonio Vivaldi. Cualquiera que haya escuchado el concierto La tempesta di mare reconocerá la mano de Vivaldi en este Dies Irae.
– ¿Le basta ver las notas para saber cómo suena? ¿No necesita tocarlo? -preguntó Balilty con desconfianza.
Izzy Mashiah lo miró asombrado. Tardó un momento en comprender la pregunta.
– Sé leer la partitura -dijo asiéndose la barbilla blanda y temblona-. No comprendo por qué no me lo dijo -murmuró-. Nunca le perdonaré -juró, y rompió a llorar.
Balilty infló los carrillos y expulsó el aire sonoramente. Miró a Michael con gesto irritado y giró los ojos hacia el techo como diciendo: «¿Y ahora qué hacemos?».
– Si no se siente apto para la tarea -dijo Michael paternalmente-, podemos traer a un experto. Tenemos algunos entre nosotros, y tampoco sería problema recurrir a alguien de fuera…
– No es necesario -Izzy Mashiah se rehizo. Se sonó, se enjugó las lágrimas y dejó de llorar-. Puedo ocuparme yo. Puedo examinar el manuscrito ahora mismo y darles un dictamen definitivo.
– ¿Está seguro? -preguntó Michael, sin prestar atención a la mirada admonitoria de Balilty-. No sería ninguna molestia que lo examinara alguien de la universidad o de nuestro laboratorio.
– En Israel no hay nadie que sepa más del Barroco que yo -repuso Izzy Mashiah, otra vez con la respiración silbante-. Ahora que Gabi se ha ido, ya no queda nadie. Y además, tengo derecho a verlo antes que cualquier desconocido… estoy convencido de que yo… ¡Cómo se les ha ocurrido la posibilidad de sacarlo de aquí! -exclamó horrorizado-. ¡Pero si está lloviendo!
Quedaron a la espera durante un rato mientras Izzy Mashiah se recostaba en la silla y usaba de nuevo el inhalador. Luego se puso a pasar páginas una vez más. De vez en cuando movía los labios como si rezara en silencio.
– Es un réquiem. Y falta todo el Kyrie, porque no tenemos las primeras páginas. Por lo visto, se ha perdido la primera parte entera. La segunda sección está aquí, y la tercera, y también la cuarta, aunque incompleta. La última no está. En total, contamos con tres secciones, la segunda, la tercera y parte de la cuarta, que comienza con el ofertorio y se interrumpe a medias. ¿Lo ven? -pasó las páginas con cuidado-. Cada fajo consta de ocho hojas escritas por ambas caras. Es decir, dieciséis páginas. Tenemos las treinta y dos páginas de las secciones segunda y tercera, y otras cuatro correspondientes al ofertorio. Falta la página del título y la firma del compositor. Algunos indicios señalan hacia Vivaldi. Se nota su sello estilístico, y también su ingenio.
Izzy volvió a sufrir un bajón.
– Es sencillamente inconcebible que no compartiera esto conmigo -masculló-. Tal vez tenía intención de contármelo a su regreso de Holanda -prosiguió, la vista fija en la partitura-. Si hubiera ido a recogerlo al aeropuerto, quizá me lo habría dicho. Pero no fui porque estaba muy dolido. Y así también le hice daño a él, y…
Empezó otra vez a pasar las páginas. Se enjugó el rostro y, sin quitarse las gafas, se frotó los ojos hasta que enrojecieron, y de pronto dijo:
– Veo que no lo completó todo, hay fragmentos en blanco -su dedo revoloteó sobre el manuscrito y fue a posarse en la mesa-. Eso tiene una explicación -continuó con evidente emoción-. Vivaldi tenía varios mecenas. Entre ellos, un cardenal cuyo nombre no recuerdo ahora. Hay referencias documentadas sobre una misa compuesta en 1722, posiblemente para Fernando de Médicis, el gran duque de Toscana. No sabemos qué clase de misa era, pero se supone que era de esas en las que se dejan secciones en blanco. Es decir, en las misas de réquiem, el compositor escribía una parte y dejaba que el sacerdote completara el resto con los cantos tradicionales… Y aquí está el Sanctus, esto constituye una prueba -prosiguió.