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¿Era prudente confiarle su secreto a una mujer que se había criado entre algodones? Ésa era la pregunta que ahora preocupaba a Michael. Nita no era presuntuosa, se recordó, pero aun así prefirió darse más tiempo.

– ¿Y su madre?

– ¿Qué?

– ¿Qué instrumento tocaba?

– Ya se lo he dicho… el piano. Pero su carrera se truncó. Primero por la guerra y la necesidad de emigrar aquí, y después porque tenía que ocuparse de la tienda con mi padre. Lo hacían todo juntos -las comisuras de su boca se torcieron en un gesto burlón-. Dejó de tocar por culpa de la tienda. Es el típico ejemplo de mujer que tiene que sacrificar su carrera profesional. Claro que la guerra también tuvo su influencia. Si le preguntabas si era feliz, siempre decía que sí. Sólo tocaba en casa.

– ¿Ella también era irónica?

– No -Nita emitió una risita y tomó un sorbo de coñac-. Era una mujer inquieta. Siempre estaba preocupada por mí. No podía contarle mis problemas. Cuando estuve estudiando en Estados Unidos, se angustiaba más que yo por mis exámenes. Y cuando yo iba a dar un concierto, ella entraba en crisis nerviosa. Vivía con el perpetuo temor de que en Nueva York me asaltaran por la calle. Crecer en ese ambiente -dijo pensativa- es muy duro, ¿sabe? No te puedes permitir ser infeliz porque destrozarías a tu madre. Cuando eres la niña de los ojos de unos padres mayores, y todo el mundo te adora, ¿qué motivos puedes tener para sentirte desgraciada?

– Eso digo yo…

– Es que… siempre me ha costado mucho tomarme las cosas a la ligera. Supongo que hay personas que nacen así, con esa hipersensibilidad. Y no estoy fanfarroneando, es un hecho.

– Seguramente está relacionado con que sea artista.

Michael podría haber pospuesto el momento de la verdad, pero el suspense de no saber cómo iba a reaccionar Nita se le hacía ya excesivo. Y precisamente en el instante en que un agradable silencio envolvía la habitación, se oyó decir:

– Quería decirle de la niña…

– ¿Se refiere a Noa? -preguntó ella, mirando su vaso.

– Llamémosla Noa si queremos.

– ¿Cómo que si queremos? Es así como se llama, ¿o no?

– No está claro -repuso Michael con prudencia. Se le había desbocado el corazón y le faltaba el aliento.

Nita estiró las piernas, se enderezó en el sillón azul, dejó la copa en la mesita de cobre, frunció el ceño y, al cabo, dijo:

– No le comprendo.

Michael se lo explicó.

– ¡No me lo puedo creer!

Michael hizo un gesto de asentimiento.

– ¿En una caja de cartón? ¿En el refugio antiaéreo? ¿Quién dejaría a una niña, a una niña de pecho, en un refugio antiaéreo? ¿Está diciéndome la verdad? ¿Es ésta la verdadera historia?

Michael asintió.

– Pero si es preciosa… con su piel blanquita… y tan buena, y…

– ¿Y eso qué más da?

– ¿Quién querría abandonar a una niña así? ¿Sabe cuantísimas personas estarían dispuestas… estarían encantadas… se pelearían por ella?… ¿Quién puede haber querido abandonarla?

– Una persona desesperada.

– Podría haberla entregado en adopción -objetó Nita-, si no tenía otra posibilidad.

– Si quería ocultar la existencia de la niña, no tenía esa opción -replicó Michael.

Nita se quedó en silencio. Él encendió otro cigarrillo.

– ¿Qué piensa hacer ahora?

Transcurrió un buen rato sin que Michael respondiera. Nita quedó a la espera. Tenía la vista posada en él, con tensa y cautelosa expectación. Michael sabía lo que quería decir, pero no se atrevía a pronunciar tales palabras: Quiero que se quede conmigo. Le sonaban absurdas e irracionales aun cuando las decía para sí. Se daba asco a sí mismo. Tosió. Y, al fin, se limitó a decir:

– Hablaremos de eso mañana. Tengo que consultarlo con la almohada. Entretanto, la niña está aquí y tiene que permanecer en secreto.

– Yo no hablo con nadie -lo tranquilizó Nita.

– E incluso aunque hablara con alguien… -le previno él.

– Incluso si hablara con alguien, no diré ni una palabra -le prometió Nita.

2

Rossini, Vivaldi y la enfermera Nehama

Hermoso, solemne, sonaba el solo de chelo de la obertura de Guillermo Tell de Rossini, la primera pieza del programa de la noche, y la respuesta de los cinco chelos de la orquesta rezumaba melancolía. La primera nota era grave y tenebrosa. Y, a continuación, se derramaba como una cascada el lamento de los demás chelos. Michael ya conocía cada pausa, cada respiro, cada nota. Y cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas, cada movimiento del brazo enfundado en negro, le traían como en un eco las palabras pronunciadas por Nita aquella tarde, mientras contemplaba las colinas a través de las cristaleras del balcón. Con el chelo en una mano y el arco en la otra, había señalado el paisaje con un ademán.

– A veces… -comenzó, y su voz se quebró. Tragó saliva-. Me asaltan de pronto, sin previo aviso, anhelos, anhelos indefinidos… -se tocó el pecho con la punta del arco-. Y, luego -sus ojos relucían húmedos-, me pregunto por qué las cosas han salido así, en qué me habré equivocado. Y qué podría haber hecho de otra manera, si acaso; por qué la vida es así, y… Mi madre está muerta -sollozó.

Michael se sentó en un extremo del pequeño sofá, con la nena en brazos, mientras Ido golpeaba las barras del corralito con un bloque rojo de un juego de construcciones. Al escapársele éste de las manos, refunfuñó y, acto seguido, se agarró el pie y trató de meterse el pulgar en la boca. Nita le lanzó una mirada, reprimió un sollozo y dijo con voz ahogada:

– En realidad, lo que me gustaría sería volver a confiar -dijo y sonrió, o, más bien, estiró los labios. El hoyuelo no apareció en su cara-. Y luego me detesto. Sé que no me puedo permitir estar tan llena de anhelos y deseos, que debo canalizar todo mi ser hacia la música y que, como tú dices, soy afortunada. La mayoría de las personas no tienen mi talento. Pero no lo puedo evitar, soy adicta a esos banales deseos románticos que me consumen -la repulsión asomó a sus ojos. Los bajó-. Seguro que me desprecias -dijo abruptamente.

– Qué va -se apresuró a decir Michael, con voz queda para no despertar a la nena-. ¿Cómo iba a despreciarte? Me da mucha pena verte sufrir y batallar contra el dolor como si pudieras eludirlo. No puedes. Hagas lo que hagas, te hace daño. Es lo que les sucede a quienes se sumergen de cabeza en el amor. En la idea del amor. En la fantasía del amor, que nada tiene que ver con su objeto… hasta podría ser un espantapájaros, como dijiste tú ayer.

Nita lloraba en silencio. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano que sujetaba el arco, resolló y se secó la nariz. La punta, levantada hacia arriba, estaba roja, las pecas del caballete se habían difuminado.

– Nunca dejará de sorprenderme que haya personas, mujeres sobre todo, capaces de amar y añorar a alguien a quien no respetan -volvió a enjugarse los ojos-. Tenías razón -dijo ya serena- en lo que dijiste ayer. Echo de menos ser una niña pequeña, sentirme próxima a alguien, dependiente -de pronto se estremeció mirando a Michael-. ¿Por qué tienes la mirada tan triste?

Ahora, en el auditorio, Michael sonrió al recordar el tono asustado y culpable de la pregunta.

– ¿Te pongo triste? ¿Vas a darme por imposible?

– No, no te voy a dar por imposible. ¿Cómo podría dar por imposible a quien interpreta así el Doble concierto? Estaba pensando en mi hijo.

– ¿Por qué pensabas ahora en él? ¿Lo echas en falta?

Michael respondió con un débil «sí», Pero no era la añoranza la que lo inquietaba en ese momento, sino un vivido recuerdo que súbitamente le reconcomía por dentro. El recuerdo de Maya relampagueó en su memoria y se apagó. ¡Qué poco había pensado en ella durante el último año! Luego recordó esta escena con toda claridad: Yuval a los catorce años, sentado al borde de su estrecha cama, el rostro sepultado en las manos, y él asomándose por la puerta entornada. Asustado, le había preguntado a su hijo: «¿Qué te pasa?», y se había apresurado a sentarse a su lado; repitió la pregunta, lo rodeó con los brazos, escuchó horrorizado los sollozos de su hijo adolescente y la voz desentonada con que de pronto le habló. Atento a sus frases entrecortadas, dedujo que el meollo del asunto era que la novia de Yuval, Ronit, ya no quería seguir con él, e incluso se negaba a hablarle. No supo qué decirle. Se limitó a estrecharlo entre sus brazos en silencio. Nunca más lo había visto llorar.