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– Deja de preocuparte -le reconvino Nita-. Ya sabes que papá detesta estar entre bastidores. Irá directamente al patio de butacas. Todavía faltan quince minutos para que empiece el concierto.

Ahora, Gabriel van Gelden se mesaba la barbita redonda y lanzaba ojeadas desde el escenario a la butaca vacía, el único retazo rojo de una sala a rebosar. En un par de ocasiones volvió la cabeza hacia la entrada lateral, y también escudriñó con los ojos entornados las escaleras, donde se arracimaban personas sentadas y de pie. Cuando los violonchelos concluyeron el primer tema, Gabriel le hizo un gesto a Nita con la cabeza, y Michael creyó ver que las cejas oscuras de su amiga se enarcaban y su rostro palidecía mientras se inclinaba hacia delante en su puesto, en el centro del escenario, muy cerca del podio del director, entre los violines y las violas, y forzaba la vista en dirección al asiento vacío. Luego los violines comenzaron a sonar de nuevo, y poco a poco se incorporaron la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot para responderles. Entonces estalló una tormenta, era la espectacular segunda parte de la obertura. Reinaba el caos, y también una oscuridad cargada de suspense, como una premonición de la tragedia que se avecinaba. El rápido crescendo fue en aumento mientras se iban incorporando todos los instrumentos de la orquesta y Theo van Gelden agitaba los brazos y trataba de abrazar los ecos de la pavorosa tormenta, que continuó inflamándose hasta un punto en que casi remitió; luego cobró nueva fuerza al imponerse el sonido de la flauta.

Cuando se inició la tercera parte de la obertura con la conocida y hermosa melodía que entonaba la flauta, relevada luego por el corno inglés, los instrumentos de cuerda graves se fueron sumando al diálogo y Michael lo escuchaba todo como quien escucha un cuento. En un momento dado advirtió que tenía la boca abierta y, avergonzado, se apresuró a cerrarla. El triángulo y el oboe debatían con los instrumentos de cuerda sobre la misteriosa naturaleza del mundo, pero al propio tiempo describían el sol y los prados, los bosques y las arboledas. Luego la fanfarria de las trompetas anunció la llegada de los rebeldes. Los carillones y los instrumentos de cuerda retrataron la galopada de los caballos, y en la sala de conciertos surgió un mundo de revueltas, heroísmo y catástrofes. Pero incluso ahí se oían ecos del otro Rossini, ese Rossini mucho más alegre que hacía reír a Michael.

Mas, de pronto, la fanfarria de las trompetas se impuso al cuerno de caza y al canto de los pájaros. Era un tema muy trillado, siempre presente en el repertorio de la banda de la policía en ocasiones festivas y actos oficiales. Michael perdió la concentración, echó una ojeada a la sala. Vio una amplia sonrisa en el rostro del anciano sentado ante él, que tamborileaba con los dedos en el brazo de la butaca. La joven sentada junto al anciano reclinó la cabeza sobre su hombro. Su larguísima melena negra se derramó por detrás del asiento hasta rozar las rodillas del crítico de música. A Michael ya no le cabía duda de que ése era su oficio: no cesaba de cabecear ni de tomar notas. A espaldas de Michael, muy cerca de sus oídos, alguien desenvolvía caramelos lenta y persistentemente. El crujido de los envoltorios le estaba poniendo nervioso y al volver la cabeza para fulminar con la mirada a las dos señoras que tenía detrás, se encontró mirando un par de ojillos conocidos. Allá donde la barbilla de la mujer se juntaba con su generoso seno relumbraban unas cuentas verdes. Eran las mismas cuentas que adornaban el pecho de la enfermera que la Agencia de Bienestar Infantil había enviado a su casa hacía un par de días. La enfermera le dirigió una sonrisa de complicidad, se metió un caramelo amarillo en la boca, se inclinó y susurró algo al oído de su vecina de asiento.

Michael se volvió hacia delante y fijó la vista en el escenario. Pero no lograba desprenderse de la imagen de los lóbulos de la mujer que se alargaban hacia su inexistente cuello, arrastrados por el peso de los pendientes de cobre con piedras azules engastadas. La enfermera Nehama, enviada a evaluar su idoneidad como familia de adopción temporal para la niña, estaba ahora sentada justo detrás de él, viendo con sus propios ojos que no era la persona adecuada. Si él estaba allí, ¿con quién había dejado a la nena? A punto estuvo de volverse para decirle que había buscado a una canguro, para explicarle que se había visto obligado a asistir al concierto por Nita. En lugar de volverse, fijó la mirada en la espalda de Theo van Gelden, quien en ese momento golpeaba el podio con el pie. Luego Michael apoyó los codos en los brazos de la butaca y sepultó el rostro, que le ardía, entre las frías manos. Se llamó al orden, tenía que ser razonable, se forzó a aquietar la respiración. Se recordó que aquella enfermera, al igual que la directora y demás asistentes sociales de la Agencia de Bienestar Infantil, estaba convencida de que Nita y él vivían juntos y criaban a la niña entre ambos. Que no pondría ninguna objeción a que la hubiera acompañado al concierto siempre que no hubiesen dejado solos a los niños. Pero no logró serenarse. Se instó a concentrarse en la música. Justo en ese instante la obertura concluyó y el público aplaudió con entusiasmo. Michael oyó varios «¡Bravos!». El hombre de su derecha no se movió.

Michael se estremeció al pensar en los ojillos que sabía clavados en su espalda y también porque vio a Nita poniéndose en pie para observar la butaca de su izquierda, que seguía vacía. Advirtió que Gabriel van Gelden, que se había levantado a estrechar la mano al director, giraba la cabeza en dirección a la puerta lateral de la sala. Y que también Theo van Gelden, que hacía una aparatosa reverencia y señalaba a la solista del chelo -momento en que Nita se inclinó a su vez torpemente-, se quedaba pasmado un instante al mirar fugazmente la fila donde estaba sentado Michael. Luego Theo giró la cabeza a derecha e izquierda para echar un vistazo a las puertas laterales a la vez que se enjugaba la frente con un pañuelo, típico gesto de director de orquesta. A continuación volvió a señalar la orquesta. El público aplaudía rítmicamente. Michael se estiró los puños blancos para que sobresalieran de las mangas grises de su chaqueta, luego se sonrió del esmero que aún ponía en vestirse y afeitarse para ir a un concierto. Eso no había cambiado desde los primeros conciertos a que asistiera treinta años atrás. (¿Treinta?, recapacitó impresionado. ¿Ya habían pasado treinta años? ¿Qué había sucedido en el transcurso de esos años? ¿Adonde habían ido a parar?) Fue en la época en que Becky Pomeranz, la madre de su íntimo amigo del colegio Uzi Rimon, lo llevó a una temporada de conciertos y tejió hábilmente la educación musical de Michael con la pasión sexual que ambos vivían. Resultaba curioso que la relación de Michael con la música, las emociones que le inspiraba, las composiciones que conmovían su espíritu estuvieran asociadas con mujeres por las que se sentía atraído. Becky Pomeranz le había transmitido su entusiasmo y era la responsable de que el corazón le palpitara violentamente ya desde por la mañana los días en que le aguardaba un concierto vespertino. Por Becky Pomeranz se había embarcado en el ritual de afeitarse y vestirse… en aquellos tiempos se ponía una camisa blanca de manga larga y un jersey azul marino con cuadros azul pálido tejido por su madre. La aventura con Becky Pomeranz sólo duró un invierno y una primavera, hasta el día en que Uzi abrió la puerta y los descubrió. A Becky Pomeranz se debía que aún se le entrecortara el aliento antes de entrar en una sala de conciertos. Todavía hoy la oía susurrarle al oído: «No te olvides de este momento, recuerda que has estado aquí esta noche, que has oído al mismísimo Oistrakh interpretando en directo a Sibelius». Su aliento era tan dulce… pero ya no estaba viva.