«Prefiero a Rossini», se dijo mientras el oboísta se levantaba a dar el la que serviría a los músicos para afinar sus instrumentos. El escenario volvía a estar lleno; lo ocupaban de nuevo muchos músicos. Michael trató de contarlos. Había unos treinta violines, veinte violas y ocho chelos. En los asientos elevados de la derecha del escenario, tras los seis contrabajos, contó seis trombones, y a la izquierda, cerca de los segundos violines, los timbales, los platillos y el bombo, aleteaban las manos de un par de arpistas. Detrás de los chelos se apiñaban en varias filas los diversos instrumentos de madera de la sección de viento y, tras ellos, las trompetas. Sobre el podio del director colgaban los micrófonos de la radio, que estaba retransmitiendo en directo el concierto, y en ese momento entraban en escena los deslumbrantes focos de la televisión y dos cámaras que correteaban de aquí para allá colocando cables, probando ángulos de enfoque, pidiendo a un oboísta que se acercase al clarinetista. La segunda parte del concierto se iba a televisar. Una oleada de agitación recorrió el patio de butacas cuando los focos alumbraron las primeras filas, deslumbrando a sus ocupantes. Michael bajó la cabeza cuando la luz le dio en la cara y desechó la idea de que, de no haber querido acompañar a Nita, podría haberse quedado en casa a ver el concierto desde su sillón. Se recordó entonces que era un placer singular percibir con sus ojos y oídos lo que era imposible de retransmitir, la música hecha aquí y ahora.
Gabriel van Gelden, en su calidad de concertino, volvió a ponerse en pie, dando la espalda al público, y deslizó el arco sobre las cuerdas de su instrumento. Comprobó la afinación de las violas, de los chelos y, por último, la de los violines. En su asiento elevado, el primer clarinetista repetía una y otra vez el tema principal y recurrente -la idea fija- de la sinfonía. En el escenario estalló una cacofonía de sonidos que inundó toda la sala. Gabriel van Gelden tenía la cabeza vuelta hacia la entrada lateral.
Theo van Gelden hizo un sucinto saludo y el anciano de delante de Michael quedó en silencio y volvió a coger en la suya la mano de largas uñas de la joven que lo acompañaba. Michael advirtió que, una vez más, las oscuras cejas de Nita se arqueaban mientras su mirada se dirigía a la butaca vacía que él tenía al lado. Su padre seguía sin llegar; por lo visto, se iba a perder el concierto, pensó Michael a la vez que la música volvía a sonar. ¿Cómo podía haber olvidado la dulce entrada de los instrumentos de madera de la sección de viento y la incorporación gradual de los de cuerda? Las toses del público casi llegaban a sofocar las parejas de flautas, oboes y clarinetes. Y las toses persistieron en tanto que la música continuó en pianissimo. Michael recordó los brazos suaves, morenos y bien torneados de Becky Pomeranz, y el día en que le puso el disco de la Fantástica, y el tono seductor con que le explicó que el protagonista se imagina asesinando a su amada y su subsiguiente subida al patíbulo, mientras las campanas tañen a lo lejos. Se acordaba perfectamente de que Becky le había explicado que las notas graves sostenidas de los trombones sugieren el espanto de la ejecución, y que la idea fija, el tema de la amada, sólo vuelve a oírse, a lo lejos, cuando la cabeza rueda por el suelo. Y entonces aparecen las brujas, y entre ellas la amada, tan horrenda como ellas, tan peligrosa como ellas. Su tema, que antes fuera tan dulce y angelical, suena ahora en una versión grotesca, tocado en tonos agudos por el flautín y el clarinete.
De pronto, el tema de la amada resonó en la sala por primera vez. Y despertó en Michael una poderosa sensación de júbilo por el reencuentro con lo conocido y de hondo pesar por el paso del tiempo. Por lo que fue y había dejado de ser. Los ojos castaños de Becky Pomeranz, en los que chispeaban la inteligencia y la seducción; la franca inocencia con que él la deseaba y el miedo que su propia pasión le inspiraba.
La música cautivó de nuevo al público. Michael echó una disimulada mirada de reojo al crítico musical y lo vio pluma en ristre sobre el programa, como en espera de evaluar la entrada de los instrumentos de cuerda. Pero cuando las cuerdas sonaron, en lugar de anotar algo, el crítico dejó el brazo en reposo. Durante el primer movimiento todo fue quietud en torno a Michael. El aire estaba como en suspenso en la sala. Las toses se acallaron. La joven morena de la fila delantera se enderezó y, en los pasajes más suaves, a Michael le parecía oír la pesada respiración del anciano. Theo van Gelden alzaba y bajaba las manos y la orquesta tocaba como hechizada. Los sonidos se perseguían entre sí, y al oír las frases dilatándose en largos crescendos, Michael se dejó arrastrar y las siguió con la fútil esperanza de que lo llevaran a alguna parte.
Al final estalló una clamorosa y rítmica ovación, que reclamó una y otra vez la salida a escena de Theo van Gelden. El director indicó a los músicos que se pusieran en pie y recibió un ramo de flores de una niña a la que besó en las mejillas. Cuando al fin el público se convenció de que no habría bises, y en el momento en que la joven de delante le comentaba sorprendida al anciano: «¡Pues me ha gustado mucho!», las luces se encendieron y los espectadores comenzaron a salir lentamente, muchos de ellos sonrientes. Nita se acercó al borde del escenario y llamó por gestos a Michael. Él se dirigió hacia ella. Nita lo miraba desde arriba, la cabeza inclinada, las rodillas ligeramente dobladas. Michael empezó a decirle que su interpretación del solo de Rossini había sido maravillosa, pero ella lo interrumpió:
– Mi padre no ha venido. No lo entiendo, no contesta al teléfono. Le he llamado en el descanso. Y Theo también ha tratado de hablar con él.
Tras repetir varias veces que su padre no había venido, Nita añadió a toda prisa que tenían que ir a casa de su padre para ver si le había pasado algo.
– Pero antes -dijo con desánimo- hay una recepción, y debemos asistir los tres. Después, por fin…
Nita le preguntó titubeando si quería acompañarla a la recepción, y Michael se apresuró a responder que consideraba más oportuno regresar directamente a casa para ver a los niños, respuesta que hizo que se relajara un poco el gesto de Nita. Pero enseguida volvió a crisparse mientras repetía:
– No lo entiendo. Siempre es muy puntual. No sé qué pensar. Hasta hemos llamado al dentista. Pero no hay nadie en la consulta ni en su casa. Salta el contestador. Él también debería haber venido; le encanta la música, está abonado a la temporada.
Con ánimo de decir algo tranquilizador, Michael especuló sobre la posibilidad de que el padre no se encontrara bien tras la visita al dentista. Pero Nita insistió una vez más en que no contestaba al teléfono. Luego añadió:
– Gabriel está histérico. Vamos a tener que obligarlo a quedarse, porque si se marcha empezarán las murmuraciones. Todo el mundo tendría algo que opinar sobre los motivos de su ausencia en la recepción. Lo mejor será que te vayas; en fin, si te parece bien, lo que tú quieras…
Michael asintió, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y salió a paso rápido al aire fresco y en dirección a su coche, prácticamente el último que quedaba en el aparcamiento.
Hablar con la niñera y pagarle, arropar a Ido, que había tirado al suelo su manta, dar el biberón a la nena, que se despertó en cuanto la niñera hubo cerrado la puerta tras de sí, todos estos actos simples y rutinarios no tardaron en disipar las emociones despertadas por el concierto. Sin ganas de devolver a la niña a su cuna, Michael la dejó recostada contra su pecho largo rato. Aspiraba su delicado aroma y le acariciaba suavemente la mejilla con un dedo. En momentos como aquél se sentía inmerso en un mar de afecto y compasión, sentimientos que creía perdidos desde hacía largo tiempo. No había lucha ninguna, tan sólo la necesidad que la nena sentía de él, y contra eso no era necesario defenderse. Al mirarla, no te costaba creer que en la vida de la nena todo era aún posible. Al cabo la tendió en la cunita y él mismo, agotado como estaba, se quedó dormido en el pequeño sofá del cuarto de estar de Nita, que le quedaba muy corto. Pero, con la tranquilidad de saber a los niños dormidos en la habitación contigua, tuvo un sueño profundo y reparador. Un sueño del que le sacó el timbre del teléfono.