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Por un instante Michael pensó en telefonear a alguien, a cualquiera, antes de perecer ahogado en un charco de desolación. Asió el cable, pero se abstuvo de conectarlo.

Balilty podría presentarse intempestivamente aunque el teléfono estuviera desconectado, pero nadie más osaría hacerlo. Si lo conectaba y llamaba a Emanuel Shorer, todo terminaría en otra invitación a una cena festiva en familia. Y, en todo caso, no podrían mantener una conversación interesante por teléfono. La llamada sólo serviría para dar más fundamento a la argumentación de Shorer de que Michael no debía continuar viviendo solo.

– ¿Entonces qué sugieres que haga? -había preguntado Michael con agresividad durante su último encuentro, justo antes de reincorporarse tras su permiso de estudios-. ¿Quieres mandarme a hacer una terapia? -preguntó sarcásticamente una vez que Shorer hubo concluido de enumerar los síntomas de lo que él denominaba «deformación generada por la continua soledad».

– No sería mala idea -repuso Shorer con gesto de no-me-achantas-. Yo no creo en los psicólogos, pero aparte de que es tirar el dinero, no pueden hacer ningún daño. ¿Por qué no? -sin esperar a que le respondiera, prosiguió-: Por mí, hasta te diría que fueras a una pitonisa. Lo importante es verte asentado. ¡Un hombre de tu edad! Casi has llegado a los cincuenta.

– Tengo cuarenta y siete -puntualizó Michael.

– Da lo mismo. El caso es que todavía estás tratando de encontrarte a ti mismo. Relacionándote con todo tipo de… Vamos a dejarlo, eso no tiene importancia.

– ¿Cómo que no tiene importancia? -protestó Michael-. Es muy importante. ¿Con todo tipo de qué, exactamente?

– Todo tipo de casos perdidos, mujeres casadas, solteras… en fin, esa clase de mujeres con las que no se puede lograr nada, incluso Avigail… ¡Un hombre necesita una familia! -dictaminó.

– ¿Por qué, si se puede saber? -replicó Michael, simplemente por decir algo.

– ¿Cómo que por qué? -dijo Shorer escandalizado-. Un hombre necesita… ¿qué te voy a explicar? De momento nadie ha encontrado una solución mejor… un hombre necesita hijos, un hombre necesita un marco en el que encajar. Es propio de la naturaleza humana.

– Yo tengo un chaval.

– Ya no es un chaval. Es un chicarrón que vagabundea por el mundo y ha ido a buscarse a sí mismo a Suramérica. No es ningún niño.

– Ya ha llegado a Ciudad de México.

– ¿De verdad? ¡Gracias a Dios! -exclamó Shorer con evidente alivio-. Un sitio civilizado, al fin -de pronto se le vio enfadado-: Ya sabes a qué me refiero. No me obligues a darte un sermón sobre las virtudes de la vida familiar. Un hombre necesita alguien con quien hablar cuando vuelve a casa. Algo más que cuatro paredes. Algo más que líos de faldas. Por lo que más quieras, si han pasado más de veinte años desde que te divorciaste. Y diez años desde que estuviste embarcado en una relación seria, si no contamos a Avigail. ¿Hasta cuándo piensas esperar? Yo pensaba que mientras estuvieras estudiando, esos dos años en la universidad te servirían para conocer gente…

Michael guardaba silencio. Nunca le había hablado a Shorer de Maya y hasta el día de hoy desconocía lo que Shorer sabía de ella.

– No pretendo decir que tengas mal aspecto -agregó Shorer, cauteloso-. No es que te hayas quedado calvo ni hayas engordado. Y nadie puede negarte tus grandes éxitos con las mujeres. Todas las mujeres de la casa me comentan que en cuanto te ven quieren… -esbozó un gesto vago.

– Sí, ¿qué es lo que quieren? -se burló Michael. Una vez más tuvo la impresión de que no era la simple preocupación por su bienestar la que mantenía a sus amigos en vela por las noches, sino también la envidia pura y dura.

– ¿Cómo voy a saberlo yo? ¡Quieren algo! Es un hecho. Incluso la nueva mecanógrafa. Puede tener unos veinticinco, pero parece una adolescente, es guapa, ¿eh?

Y giró los ojos en las órbitas. En aquel momento, Shorer le recordó a Balilty. Michael se preguntó qué tendría aquel tema para hacerles hablar en el mismo tono. ¿Por qué la voz de Shorer adquiría de pronto un tonillo de alcahuete? ¿Tendría algo que ver con la sensación de que sus vidas tocaban a su fin, en tanto que Michael aún tenía incalculables posibilidades a su alcance? O, al menos, eso se figurarían ellos. Si pudiera hablar con franqueza, les contaría un par de cosas sobre sus inquietudes, sobre su desesperación.

– Ya me habías preguntado si me gustaba.

– Porque ella se interesó por ti -se disculpó Shorer-. Es por ese aspecto que tienes, alto, cortés, tranquilo, con esa tristeza y esos ojos tuyos. Y cuando se enteran de que encima eres un intelectual… preguntan… les entra inmediatamente el deseo de… de lograr que no estés triste.

– ¿Y dónde está el problema? ¿Qué es lo que te preocupa?

– ¡Estoy hablando de ti, no de ellas! ¡Así, de pronto, el señorito no entiende lo que se le dice!

– ¿Qué preguntó la mecanógrafa?

– ¡Qué preguntó! Todas preguntan lo mismo, que si estás casado, que si estás con alguien, ¿por qué no? Ese tipo de cosas.

– Y tú, ¿qué les contestas?

– ¿Yo? ¡No vienen a mí a preguntármelo! ¿Crees tú que se atreverían? Se lo preguntan a Tzilla. Y ella siempre procura echarte una mano. Pero como si nada. Has tomado de modelo a tu tío. Un mal modelo. Jacques era una mariposa. Rebosante de alegría de vivir. Pero tú te tomas las cosas a pecho. Y como era una mariposa, tuvo que morir joven. Las estadísticas demuestran que los hombres que viven solos mueren antes.

– ¡Ah, las estadísticas! -Michael abrió los brazos-. Si las estadísticas están en contra de mí, ¿qué puedo decir? ¿Quién soy yo para rebatir las estadísticas?

Shorer soltó un bufido.

– No me vengas ahora con tus teorías sobre los estudios estadísticos.

Michael bajó la vista y trató de no sonreír, pues el hecho de que Shorer abordara ese tema una y otra vez le llegaba al corazón. Por otro lado, quizá satisfacía su necesidad de una figura paterna, papel que Shorer venía desempeñando desde que lo reclutó para la policía y agilizó sus ascensos. Así lo demostraba el que lo hubiera ayudado a conseguir un año más de permiso no remunerado para proseguir sus estudios, o que de vez en cuando le echara regañinas por lo que él llamaba sus procedimientos irregulares.

– Si al menos me dieras la impresión de estar contento y feliz -refunfuñó Shorer-. Pero es evidente que no lo estás.

– ¿Y el matrimonio me haría feliz? ¿Es la panacea?

– Por lo que a mí respecta, no hace falta que te cases. Vive con alguien. Llega a algún acuerdo, siempre que sea algo estable. Algo más que una de esas chicas con las que se ve desde el principio que no se va a llegar a ninguna parte.

– ¿Cómo se puede saber algo así por anticipado? -protestó Michael-. La casualidad también juega su papel.

– ¿En serio? ¿La casualidad? ¿Ahora crees en la casualidad? ¡Dentro de poco te vas a poner a hablar del destino! Discúlpame, pero esto no es serio. Te estás contradiciendo. Tengo un millar de testigos que te han oído decir mil veces que la casualidad no existe.

– Tú ganas, quizá debería pedir asesoramiento a un especialista -dijo Michael con una sonrisa desmayada.

– Yo no creo que la gente vaya a cambiar por ir al psicólogo -afirmó Shorer, a quien le había pasado inadvertido el sarcasmo de Michael-, sólo, quizá, si se apoyan en una decisión interna. De no ser así, es como tratar de dejar de fumar por medios externos, sin el verdadero deseo de conseguirlo. No comprendo cómo un matrimonio fracasado hace veinte años puede traumatizar a alguien para el resto de su vida. El pasado, pasado está. Nira, su madre, su padre y todo lo demás eran polacos, sí, pero estoy convencido de que no eran monstruos.

– Dime una cosa -replicó Michael, con la irritación que lo embargaba siempre que Shorer comenzaba a hablar de su ex mujer, como si con ello estuviera revelando a sabiendas un borrón en su pasado, como si pretendiera restregarle una y otra vez el error fatal que había cometido alocadamente en su juventud-. ¿Tú crees que yo no quiero encontrar a alguien, amar a una mujer que me inspire el deseo de vivir con ella?