– ¿Qué edad tiene? Tengo biberones y leche en polvo -dijo ella, encaminándose a la habitación contigua.
Michael aguardó a que regresara y luego la observó mientras ponía un biberón y una lata de leche en polvo sobre la mesa redonda del rincón del comedor y quedaba a la espera de una respuesta.
– Cinco semanas -dijo Michael, dejándose llevar por una intuición que le decía que sonaría mejor un número impar.
– Una niña realmente pequeña -dijo la mujer alarmada-. Cómo han podido dejarla así, sin…
– Ha ocurrido una desgracia en la familia -se apresuró a replicar Michael, parpadeando. Esa mentira, pensó, podría acarrear una auténtica desgracia. Como aquella vez en que había mentido diciendo que Yuval estaba enfermo y al niño se le había declarado la varicela esa misma noche-. No tengo a nadie a quien recurrir, todos están de viaje… fuera de la ciudad… y la nena está ahí abajo llorando de hambre.
La mujer hizo una nueva incursión en la habitación contigua y regresó con una gran bolsa de pañales desechables y un chupete envuelto en plástico. Se detuvo a reflexionar un instante. Luego se marchó una vez más y volvió enseguida con un montón de ropita de niño, un pañal de tela y una caja redonda de plástico de donde asomaba una toallita de papel perfumado. Juntó todas estas cosas y se quedó observándolas, la mejilla apoyada en un dedo. Miró dubitativa a Michael.
– Mi hijo acaba de quedarse dormido, ¿por qué no lo acompaño? Puedo echarle una mano con el primer biberón.
– No, no, no -replicó Michael con alarma. Imaginaba la cara que pondría al ver la caja de cartón. Entonces lo comprendería todo. Sabía que no podía confesar que había encontrado a la nena. Se la arrebatarían inmediatamente-. No quiero causarle más molestias. No quiero que deje solo a su niño por mi culpa.
– No es ninguna molestia -dijo ella con dulzura, y comenzó a meter en un bolsón de plástico los objetos que había reunido-. Ido acaba de dormirse. No se despertará hasta dentro de un buen rato. Para mí no sería ninguna molestia bajar un momento.
Michael echó una ojeada al corralito, posó la mano en el brazo de la mujer y dijo:
– Volveré a buscarla si tengo algún problema.
Ella lo miró titubeante, pero lo ayudó a agarrar el asa de la bolsa de pañales.
– ¿Dónde están sus padres? ¡Mira que dejar así a un bebé de cinco semanas!
– Su madre está… en el hospital. Ha sufrido complicaciones posparto, y su padre… -contempló desesperadamente la pared y dijo-: Él… No tiene padre. Es madre soltera.
Una expresión comprensiva y afligida se pintó en el rostro de la mujer.
– No se preocupe -dijo. Sus gruesos labios, normalmente fruncidos en un gesto mohíno, se abrieron en una sonrisa generosa-. Nos las arreglaremos para cuidarla durante las fiestas. Le sugiero que me deje echarle una mano. Ido está a punto de cumplir los cinco meses. Lo tengo todo muy reciente -de pronto, con gesto alarmado, añadió-: La ha dejado sola, debe de estar desgañitándose. ¿Por qué no la recoge y la trae aquí?
– No, no -exclamó Michael.
El semblante de la mujer estaba radiante, la sonrisa cambiaba por completo su expresión. Toda traza de inquietud había desaparecido y sus ojos claros, muy abiertos, eran como cristalinos estanques sin fondo. Sin saber por qué, Michael sabía que poner a aquella mujer en contacto con la niña significaría perderla. No comprendía de dónde emanaba tal certeza. Sencillamente, se dejaba arrastrar por una sensación de desaliento como nunca antes la había sentido. Renunció a todo intento de pensar racionalmente.
– Necesitamos agua hervida templada -la oyó decirle mientras se alejaba escaleras abajo. Michael llevaba las bolsas de ropa y pañales en las manos y el biberón y el resto de las cosas bajo el brazo-. Para preparar la leche en polvo hay que… -no oyó lo demás, sólo los alaridos que procedían del otro lado de su puerta.
Una vez en casa, dejó los bultos a la puerta del dormitorio, cogió a la niña y la oprimió contra su pecho. Tanto la manta amarilla como la toalla rosa en que iba envuelta estaban mojadas. Una cálida humedad le empapó la camisa. Apretó la mejilla contra la carita de la niña. Tenía los carrillos en llamas. Su primera reacción fue echar la cabeza atrás convulsivamente. Su cuerpecito forcejeó, pero luego el llanto se aplacó y los músculos de su cara se relajaron.
Durante unos segundos el mundo fue algo pleno y sereno, donde no faltaba nada. Michael oyó el apagado sonido de una música que parecía llegar de muy lejos. La nena se revolvió, estiró los brazos y lanzó un potente alarido de frustración. Michael tardó un instante en comprender que era una vez más el chelo, que la vecina de arriba se había sentado junto a su bebé dormido a tocar una melodía melancólica. No sabía qué era aquella música dulce y sentida. Se inclinó para coger la bolsa del biberón y la leche en polvo. ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo allí la mujer?, se preguntaba, ¿y por qué nunca se habría fijado en ella en la escalera? Recordó la belleza de sus ojos y de su sonrisa. Si no fuera tan desaliñada podría ser muy atractiva.
Echó una ojeada a las instrucciones para preparar la leche maternizada y se sentó para acomodar en su regazo a la niña. Continuó murmurando al oído de la nena mientras abría la lata con su navaja multiusos y olfateaba el polvo amarillento. ¿Cuánta agua habría que añadir para una nenita? El hecho de que fuera una niña parecía complicar la situación, como si fuera a necesitar más protección y atenciones de las que él era capaz de darle. Michael midió la cantidad de leche indicada, echó un poquito más en el biberón para quedarse tranquilo e hizo una mueca al volver a olería. Era incomprensible que aquello pudiera gustarle a la niña. Palpó el hervidor eléctrico y vertió un poco de agua en un vaso. Como no podía dejar a la nena, que sólo cesaba de llorar cuando él le susurraba al oído lo que iba haciendo, no logró echarse una gotita de agua en la muñeca. Era un gesto que había quedado grabado en su cuerpo desde los tiempos en que Yuval tomaba biberón. Se limitó a meter un dedo en el vaso.
– El dedo no es tan sensible -susurró junto a la orejita rosada. Esta vez la niña berreó a pesar de que le hablara, y sus gritos aceleraron los movimientos de Michael-. Son cosas que no se olvidan -la tranquilizó a la vez que la estrechaba contra su cuerpo-. Es como nadar o montar en bicicleta -explicó.
Vertió el agua del hervidor en el biberón, le enroscó la tetilla con una sola mano y lo agitó bien sujetándolo contra la muñeca izquierda. Para ello, hubo de relajar la presión con que aferraba a la niña, quien chilló con todas sus fuerzas y se retorció sobre su brazo. Unas gotas del líquido blanquecino cayeron sobre la piel de Michael. La temperatura era correcta. Tomó asiento, dejó a la niña en su regazo y le introdujo la tetilla en la boca.
En el profundo silencio que se impuso volvió a oírse la música de chelo del piso de arriba, cargada de sentimiento, vibrante de dulce nostalgia. A Michael le encantaba el sonido del violonchelo. Qué afortunada era la vecina de arriba por ser capaz de tocar así el más hermoso de los instrumentos musicales.
La nena succionó con avidez, se detuvo, sus ojos se cerraron. Por lo visto, estaba exhausta y había desistido. Tal vez el exceso de hambre le impedía comer. Pero Michael no desistió. Humedeció los labios de la niña con el líquido, que salía del biberón con dificultad; lo agitó. De pronto comprendió que el orificio debía de ser demasiado pequeño. Como si quisiera ratificar su sospecha, la rosada boca, redonda y perfecta, se abrió de par en par a la vez que la niña agitaba frenéticamente la cabeza buscando el biberón, y un nuevo alarido rasgó el aire, tapando cualquier otro sonido. Michael no tardó en sobreponerse al sobresalto. Recordó enseguida que en tiempos calentaba un alfiler en el fogón y lo usaba para agrandar el orificio de la tetilla del biberón cuando era demasiado pequeño. Incluso recordaba el olor de la goma chamuscada, y cómo a veces se derretía y el orificio se volvía demasiado grande. Entonces la leche fluía a chorretones y desbordaba la boca de Yuval.