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– ¡El niño se está ahogando! -gritaba Nira, y Michael se apresuraba a ponerlo boca abajo.

Yuval era un bebé glotón. Esta niña, que aún no tenía nombre, o que tal vez tenía un nombre que él desconocía, parecía haber renunciado a toda posibilidad de comer, se había rendido.

Cuando Yuval tenía demasiada hambre era imposible darle el biberón. «Demasiado hambriento para comer», anunciaba Michael, y aplicaba su «método» especiaclass="underline" verter unas gotas de leche en su dedo y frotar con ellas las encías de Yuval. La paciencia y la perseverancia acababan por lograr que comiera. Entonces resonaba en la habitación ese rítmico succionar que ahora Michael anhelaba oír.

Agitó el biberón con fuerza, se humedeció un dedo y lo introdujo delicadamente entre los labios abiertos. La boquita estaba caliente por dentro, las encías se cerraron sobre el dedo de Michael y los labios lo aferraron. Entonces Michael retiró el dedo a toda prisa y lo sustituyó por la tetilla, a la que previamente había pegado un mordisco para agrandar el orificio.

Cuando la niña comenzó a succionar con fuerza, con un ritmo regular y sostenido, Michael se permitió recostarse contra el agrietado respaldo de madera de la silla de la cocina. Un temblor de pura fatiga recorrió los músculos de sus piernas y sólo entonces se dio cuenta de lo tenso que había estado su cuerpo.

Al fin se sentía libre para examinar con calma el semblante de la nena. Con los dedos de la mano izquierda, con la que la sujetaba, tocó el botoncito de la nariz, las cejas apenas perfiladas, la fina y suave pelusilla junto a las orejas. Los ojos de la niña, cerrados desde hacía unos minutos, se abrieron ahora, revelando su color azul lechoso. Su boquita estaba fruncida en torno a la tetilla y succionaba rítmicamente. Entre una succión y otra suspiraba, una capa de sudor se había acumulado sobre su labio superior. Sin mover el biberón, Michael se levantó con la nena en brazos y fue a sentarse en la butaca, frente a las cristaleras del balcón.

La sirena de una ambulancia emitía un persistente aullido a lo lejos. El sol se ponía lentamente sobre las colinas, el mundo estaba en calma. En ese momento sólo existían él y la niña, sentados en la amplia butaca de raída tapicería que era el único mueble superviviente de su época de casado. Ésa era la butaca donde solía darle el biberón a Yuval en las noches invernales. Michael escuchaba entonces con oído atento la respiración y las succiones de Yuval, sus suspiros de satisfacción, y, una y otra vez, el ciclo de lieder de Schubert Winterreise. Ahora había recobrado la atmósfera de aquellas noches heladas (Yuval nació en otoño): el silencio, tan sólo interrumpido por los sonidos que la niña hacía al comer, y aquella soledad que no era aislamiento sino una muda y perfecta compenetración. La música cesó en el piso de arriba, Michael no había logrado reconocerla. ¿Cuántas veces debía escucharse una pieza antes de poder identificarla por su nombre?

– Somos una economía autárquica -susurró con la cara sepultada en la pajiza y aterciopelada pelusilla.

La oscuridad se espesaba, el biberón estaba vacío y los ojos de la nena se cerraron. Sus suspiros de satisfacción dieron paso a una respiración acompasada. Sus labios se abrieron y soltaron la tetilla. Michael retiró con cuidado el biberón, comprobó que no quedaba leche y lo dejó a sus pies. Luego apretó el interruptor de la lámpara de lectura. Una tenue luz amarilla iluminó la cara de la niña. El extremo opuesto de la habitación quedaba en sombras. Michael se levantó con la niña en brazos, dispuesto a dar vueltas por la habitación. Preparado como estaba para una larga caminata, le sorprendió oír que la nena echaba el aire en cuanto la recostaba sobre su hombro. Sonrió satisfecho. ¡Qué poco hace falta a veces para sentirse bien! A veces bastaba con prepararse para un esfuerzo que luego no era necesario. Sin caer en la exageración, lo que se sentía en esos momentos podría incluso llamarse felicidad. Sentía el peso del cuerpecito, flácido y relajado, sobre su hombro. Bajó a la nena a su brazo y volvió a instalarse con ella en la butaca, desde donde contempló la oscuridad exterior y el reflejo de la lámpara en el cristal del ventanal.

«¿Y ahora qué?», se preguntó. «¿Qué deseas realmente?» Pero en vez de aferrarse a sus pensamientos, los dejó vagar. Y en ese momento comenzaron a aflorar fantasmas que se materializaron en la pregunta de cuánto tiempo sería capaz de conservar a la nena consigo. Estaba transgrediendo la ley. Conocía bien los procedimientos. No cabía duda de que debería haber avisado a la policía municipal, que compartía las oficinas del cuartel general de la policía de Jerusalén en el barrio ruso, donde trabajaba Michael. Podría alegarse en su favor que, siendo un día festivo, cualquiera habría optado por quedarse en casa con la niña o por llevarla al hospital. Pero la verdad, el quid de la cuestión, era su deseo, su imperiosa necesidad de quedarse con la niña. Qué fugaces y frágiles eran los momentos de absoluta paz de cuerpo y espíritu. Una simple llamada de teléfono podía romperlos en pedazos. O una llamada a la puerta, por muy titubeante que fuese. Le dio un vuelco el corazón. ¿Y si alguien se dirigía ya a su casa para arrebatarle a la niña?

Eso no se le había ocurrido hasta ahora. Hasta el preciso instante en que oyó que llamaban a la puerta, y volvían a llamar con menos titubeos, y de nuevo otra vez, insistentemente. Lo único que sabía era que debía mantener oculta a la niña. Tal vez lo mejor sería hacer oídos sordos a aquella llamada. Pero la ansiedad que le generaba lo obligó a levantarse y a echar un vistazo por la mirilla. Oscuridad absoluta. Dijo sin pensarlo:

– ¿Quién está ahí?

– Soy yo, Nita, la vecina de arriba -dijo una voz grave. Ahora ya sabía su nombre.

– Un momento -farfulló Michael, e inspeccionó la habitación con la mirada.

Se precipitó a cerrar la puerta del dormitorio para que la vecina no viera la caja de cartón donde le habían traído a la niña, como si fuera un cachorrito recién nacido. Ahora aquella mujer alta vestida con mallas oscuras y una camisa masculina de color púrpura, que traía en brazos a un bebé rellenito y moreno cuyos ojos castaños observaban a Michael con mucha seriedad, ya tenía nombre. Se quedaron de pie en la sala, cada uno con un niño en brazos. El abultado labio inferior de Nita temblaba. Acarició el suave cabello castaño de su hijo, enderezó con cuidado el cuello de su trajecito de una pieza y alzó la mirada hacia Michael, sonriendo tímidamente.

– He venido a traerle algunas cosas que puede necesitar -dijo, tendiéndole una bolsa-. Jabón para niños, crema hidratante y crema protectora para el culito, y una manta pequeña. Sólo quería saber qué tal se las arreglaba. Espero no haberle molestado…

– En absoluto, muchas gracias -dijo Michael. Y se quedaron en silencio.

– Hay que ver cómo estamos -dijo Nita con una sonrisa irónica y reflexiva-, cada uno cargado con un bebé. ¡Menuda pinta debemos de tener! -luego se acercó mucho a Michael y se inclinó sobre la nena-. Es preciosa -comentó maravillada al levantar la vista. Aunque no era tan alta como Michael, lo miraba directamente a los ojos-. Veo que ha terminado el biberón. Parece muy satisfecha -prosiguió sorprendida-. Se las arregla usted muy bien. ¿Tiene cinco semanas?

Michael asintió.

– Todavía no la ha vestido. ¿Cómo se llama? -Nita pasó delicadamente un dedo sobre el pie desnudo que asomaba de la toalla rosa.

Michael quedó paralizado un instante.

– Noa -se oyó decir de pronto, e inclinó la cabeza sobre la pajiza pelusilla como si quisiera disculparse por aquella decisión precipitada y arbitraria. Respiró hondo y levantó el rostro hacia la mujer, sintiéndose ruborizar.

– Ido -le comunicó Nita al bebé, cuyos párpados aleteaban como a punto de cerrarse-, aquí tienes una amiguita. Te presento a Noa. Noa nació en los campos -Michael reculó sobresaltado, pero Nita comenzó enseguida a canturrear y él recordó la canción popular de la que procedía esa cita.