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Ido recostó la cabeza entre el hombro y el cuello de su madre.

– Todavía no la he vestido -se excusó Michael-. Antes quería darle de comer. Me pareció más urgente.

– Pero no hace falta que la tenga en brazos todo el rato. Puede incluso hacer un descanso para tomar una taza de café, sobre todo considerando que no le está dando el pecho -dijo Nita con una sonrisa tímida.

Michael tomó asiento. Le temblaban los brazos. ¿Dónde podría tumbarla a dormir? En eso no había pensado todavía. No estaba dispuesto a meterla de nuevo en la caja de cartón. Contempló el rostro fino y atormentado de la mujer, sus ojos, que en aquel momento le parecieron hundidos en una seriedad verde azulada, y el hoyito que descubrió de pronto en lo alto de su mejilla en lugar de en el centro. Carraspeó sonoramente. En todo caso, iba a necesitar un cómplice. No podía hacerlo solo, se dijo a sí mismo. Aunque sólo fuera durante los dos días siguientes. En el futuro no quería pensar. Mas no pudo evitar preguntarse qué futuro podía esperar. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Qué pretendía? Acallando estas preguntas, se concentró de nuevo en dilucidar si debía pedir ayuda a la mujer. Pero ¿y su marido?

– Su marido… -dijo titubeante. La sonrisa de la mujer se esfumó al instante.

– No tengo marido -sus labios se proyectaron hacia delante en un gesto que casi era de desafío.

– ¿Ah, no? -dijo Michael, turbado. Hasta entonces tenía la convicción de que el hombre barbado era su marido.

– No estoy casada -añadió ella, ya con calma-. No es tan raro. Usted mismo ha dicho que su sobrina es madre soltera. Parece ser una moda, o más bien una epidemia -concluyó, y el hoyito, que había desaparecido, reapareció fugazmente.

– Sí -se excusó Michael-, es que creía… vi… me dio la impresión… vi a un hombre con barba…

– ¿Con barba corta o simplemente sin afeitar? Si llevaba barbita era mi hermano menor, y si iba sin afeitar era el mayor. Supongo que a éste lo habría reconocido si lo hubiera visto, pero sólo ha venido por aquí un par de veces -lanzó esta parrafada a toda prisa, como si pretendiera disipar la opresión que había comenzado a cernerse sobre la sala.

– Barba corta o sin afeitar. No lo recuerdo bien. ¿Por qué habría reconocido a su hermano mayor?

– No es que lleve barba, simplemente va sin afeitar. Es lo que está de moda. Como usted mismo…

– Yo estoy de vacaciones, ése es el motivo -la corrigió Michael, y se acarició la barba de tres días-. No lo reconocí. ¿Es que lo conozco?

– Mi hermano mayor, Theo, es famoso. ¿No ha oído hablar de Theo van Gelden?

– ¿El director de orquesta?

– Sí.

– ¿Es su hermano?

– Mi hermano mayor.

– Van Gelden es un apellido holandés.

– Nuestros padres son holandeses.

– ¿Y tiene otro hermano? ¿Que también es músico? ¿El violinista? -preguntó, rebuscando en su memoria.

– Sí. Gabriel también es músico. Gabi es el que lleva barba -Nita suspiró-. En fin, la cuestión es que ningún hombre de los que ha visto era mi marido -dijo con una sonrisa, y añadió azorada-: He venido a invitarlo a mi casa. Pensaba que mientras los niños dormían, nosotros podríamos tomar un café en honor del nuevo año. Discúlpeme -concluyó con una risita-, ¿cómo se llama?

– Michael. ¿Cómo es que no va a asistir a una cena familiar de celebración?

– Ninguno de mis hermanos está en Israel en este momento. Mi padre se quedó solo hace años. Es muy mayor, está delicado, y han dejado de interesarle este tipo de cosas. Lo he visto esta tarde. Fuimos a hacerle una visita -explicó a la defensiva-. Y salir sólo por salir… no me apetecía. Pero se me había ocurrido… quería… -quedó en silencio y rodeó al niño con ambos brazos.

Michael contempló a la nena. De momento, le resultaba imposible llamarla Noa.

– Es cierto que debemos de tener una pinta curiosa, con los dos bebés a cuestas -dijo pensativo.

– No quiero que se sienta obligado. Sólo quería decirle que comprendo que debe de ser difícil estar a cargo de una niñita de cinco semanas y…

De pronto Michael pensó que sería muy agradable pasar la velada con ella. Nita ofrecía la promesa de un contacto que no era amenazador ni frívolo. Sintió el repentino impulso de contárselo todo y, para contenerse, dijo:

– Antes tengo que vestir a la niña. Puede esperarme aquí mismo.

– Estaré más cómoda en casa. No quiero tener la sensación de estar imponiéndole mi presencia -Nita se obligó a sonreír mientras tironeaba del borde de su camisa púrpura-. Además, a su nena todavía es fácil llevarla de un lado a otro. Ido necesita su cama por las noches, y ya son las siete y media -echó una ojeada en torno suyo-. Le dejo estas cosas y lo espero arriba -dejó la bolsa de plástico a sus pies y echó otra ojeada, rápida y furtiva, a la habitación-. ¿Subirá cuando esté listo?

Michael asintió enérgicamente con la cabeza. Pero de pronto le asaltaron las dudas. ¿Y si la vecina resultaba ser una metomentodo mojigata? ¿Y si sentía la compulsión histérica de notificárselo de inmediato a las autoridades? ¿Cómo iba a explicarle, además, su propia compulsión, incomprensible, importuna y tal vez vergonzosa, de quedarse con la niña? Cabía incluso la posibilidad de que ella pretendiera explicarle su comportamiento, razonar por qué había sentido aquel impulso, y lo cierto es que Michael prefería no pensar en eso. ¿Qué había de malo en actuar siguiendo un impulso por una vez en la vida?, se dijo. Pero una especie de vergüenza por desear a la niña para sí emergió hasta la superficie de su conciencia y sintió una gran opresión.

La nena no se despertó mientras le ponía un trajecito azul que sacó de la bolsa que había traído la vecina. Se estremeció una vez, y en otro momento, cuando Michael le tocó la barbilla, torció los labios en un gesto que parecía una sonrisa, sin abrir los ojos. Michael recordó que los bebés de esa edad no sonreían, no era más que un acto reflejo.

Cuando tocó a su puerta, Nita ya había conseguido ordenar un poco su piso. El montón de ropa recién lavada había desaparecido. El chelo, metido en su estuche, descansaba en un rincón junto al corralito plegado. Sobre una mesita redonda de cobre, en una gran fuente de cerámica armenia, Nita había colocado un círculo de rodajas de manzana en torno a un platito de miel.

– Venga, déjela aquí -dijo, ofreciéndole un cochecito de niño-. La parte de arriba se desmonta -explicó-, luego se la puede llevar a casa tumbada ahí.

Consciente de que ella lo observaba mientras dejaba a la niña en el cochecito, Michael se movía con torpeza. La timidez le impedía incluso inhalar el aroma de la nena, o apoyar sin disimulo la mejilla sobre los pliegues del blando cuello. La arropó desmañadamente bajo lo que él sentía como un escrutinio atento y suspicaz de Nita. Pero al levantar la vista, descubrió que su mirada era afectuosa y directa. Ahora sus ojos le parecieron grises, colmados de una tristeza sin amargura.

Tomó asiento en el pequeño sofá, bajo el óleo, y fijó la mirada en la pared de enfrente. Allí colgaba una lámina de grandes dimensiones, una reproducción de un dibujo a pastel de un hombre corpulento y barbado que tocaba el piano con un grueso puro entre los labios. Le sonaba mucho.

– Brahms -dijo Nita, que había seguido su mirada.

– Murió en 1897 -reflexionó Michael en voz alta-. Acabo de enterarme hoy. Siempre pensé que había vivido en una época muy anterior, a comienzos del XIX. Apenas había pasado de los sesenta cuando murió.

– Tenía un cáncer de hígado, aunque él lo llamaba «ictericia». ¿Sabe lo que dijo de él Dvřoák cuando estaba a punto de morir?