– Esto no pudo hacérselo al caer -arguyó la subinspectora, dibujando el perfil de la herida del parietal con un índice suspendido en el aire-. Alguien la golpeó previamente.
– ¿Con qué clase de objeto? -preguntó Fernán.
Martina se concentró en la horrible brecha.
– La superficie impactada no es incisa, sino ancha y plana. Pudieron golpearla con una piedra o una pala, tal vez con una azada… O con un bastón como ése. -La subinspectora señaló el grueso cayado del pastor; al creer que se le estaba acusando de algo, las facciones del vaquero se crisparon en una nublada expresión.
Casimiro Barbadillo transpiraba tensión. Como acababa de hacer Martina, se acuclilló junto a los restos, se puso unos guantes y examinó detenidamente el golpe en la cabeza de la mujer.
– Llevaba usted razón, Martina -admitió al cabo de treinta segundos en los que sólo se oyó el viento ululando entre los árboles y un extraño sonido intermitente, el del mar golpeando los acantilados-. Tenemos un caso.
12. La escena del crimen
La subinspectora asintió, pensativa.
Inmóvil tras ella, la silueta del cura permanecía a la espera. Martina se hizo a un lado para que el padre Arcadio pudiese simbólicamente administrar la extremaunción al mísero cuerpo que ya había liberado su alma.
En cuanto el sacerdote hubo concluido el rito sacramental, la subinspectora se concentró en tomar fotos del cadáver desde diversos ángulos.
Por su parte, el subinspector Barbadillo se había reunido con Lorenzo de Láncaster junto al murete de piedras. El aristócrata fumaba con el ceño fruncido.
Barbadillo le preguntó:
– ¿Está seguro de que esa mujer es su cuñada?
– Lo estoy.
– Su rostro se encuentra bastante desfigurado. ¿En ningún momento ha dudado de que fuera ella?
– No.
– ¿Quiere acercarse y observarla de nuevo, a fin de asegurarse?
– No hace falta. Es Azucena. No tengo ninguna duda, por desgracia. Lleva sus pendientes y su alianza.
– ¿Qué me dice del camisón?
A pesar del frío, Lorenzo se ruborizó.
– Nunca la había visto con esa prenda, como podrá usted suponer.
– Pero ¿aseguraría que es suya?
– Tendrá que preguntar al servicio, a las doncellas.
– Puede estar seguro de que lo haré, señor Láncaster. Ahora voy a requerir el testimonio del hombre que encontró el cadáver. Quédese aquí, porque volveré a recabar su opinión.
El subinspector se acercó al fornido vaquero cuya edad, entre los cincuenta y los setenta años, podía ser cualquiera:
– ¿Fue usted quien descubrió el cuerpo?
– Sí.
– ¿A qué hora?
– A las ocho y cuarto de la mañana.
Enroscados vellos sobresalían de las mangas del chubasquero del pastor, tapizando sus nervudas muñecas. Barbadillo observó:
– ¿Cómo lo sabe con tanta precisión? No lleva reloj.
– No me hace falta.
– ¿Es usted de los que calculan el tiempo con el sol, la luna y el sexto sentido?
Inmune a su sarcasmo, el lugareño replicó con otro:
– Y con la próstata. Cada tres horas, como un cronómetro, tengo que levantarme a orinar.
Barbadillo le amonestó alzando una ceja.
– No me interesan sus dolencias, pero sí su nombre. Dígamelo.
El pastor sacó un palillo, le pegó una chupada y se lo dejó en un extremo de la boca.
– ¿Para qué?
– Soy policía, ¿recuerda?
El vaquero masculló:
– Suso Rivas.
– El nombre, no el apodo.
– Jesús.
– ¿Segundo apellido?
– Ortigueira.
– ¿Cuál es su ocupación?
Rivas señaló a Lorenzo de Láncaster. El heredero del título se había alzado el cuello del abrigo y paseaba nerviosamente por el prado.
– Trabajo para los señores.
– ¿En calidad de qué?
– Me encargo de la vaquería, del jardín y de las faenas del campo.
– ¿Usted solo?
– Me ayuda mi hijo Jacinto.
– ¿Querría hacerme un relato detallado de todo lo que ha visto esta mañana, señor Rivas?
El vaquero hizo chasquear la lengua y chupó el palillo:
– No hay mucho que contar.
– Poco o mucho, cuéntemelo.
– Madrugué más que de costumbre, con idea de subir temprano al invernal. Quería juntar una punta de vacas y arrearlas a otro refugio que tenemos en una ladera más abrigada, abajo, en la vallonada, cuando me tropecé con el cadáver tirado en la nieve.
– ¿La mujer estaba muerta?
– Como mi abuela en su tumba.
– ¿Siempre es usted tan gráfico?
– Me gusta hablar claro. Estaba más muerta que el pavo que ayer sacrifiqué para la comida de Navidad.
La mirada del subinspector contenía una alta dosis de censura.
– ¿Ni siquiera intentó reanimarla?
– ¿Para qué? Tenía las heridas abiertas, pero la sangre había dejado de manar y no respiraba.
– ¿Tampoco a usted le costó reconocer a la baronesa?
– Tuve que fijarme bien, pero era ella.
– ¿La conocía mucho?
– De vista y poco más.
– ¿No trataba a menudo con la señora Azucena?
El palillo volvió a cambiar de lado.
– No podría decirse.
Barbadillo torció el gesto.
– Tengo entendido que la difunta llevaba menos de un año casada con el señor Hugo de Láncaster. ¿Cuántas veces la había visto usted en ese tiempo?
– Vivían en Madrid. Al palacio sólo venían de vacaciones. Dos o tres tardes se dejaría caer ella por la vaquería para asistir al parto de una vaca o dar el biberón a las terneras. A la señora Azucena le gustaban los animales. Los gatos, sobre todo.
El subinspector sacó su libreta y apuntó esos comentarios.
– Haga memoria. Cuando esta mañana subía usted hacia los pastos, ¿se encontró con alguien?
– Con nadie.
– ¿Ni siquiera con algún cazador?
– No vi a nadie.
Barbadillo se estaba preguntando de qué modo una mujer casi desnuda podría haber llegado hasta aquel lugar de difícil acceso. Le trasladó la consulta a Rivas.
– No tengo ni idea -replicó el pastor, a la defensiva.
– ¿La señora Azucena había estado alguna vez aquí arriba, en los pastizales?
– Que yo sepa, no.
El testigo no estaba resultando de excesiva utilidad. Barbadillo descargó su malestar.
– Me habían advertido del montañés que nunca se sabe si sube o si baja. ¿Tanto le cuesta contestar?
Rivas no pareció ofendido.
– Somos parcos de palabra. Pero pregunte, que yo intentaré responderle, no sé si a la gallega.
Ambos sonrieron, reconciliándose. Barbadillo cuestionó, señalando la nieve:
– ¿Había visto antes huellas como éstas?
– No, señor -repuso Rivas, de mejor humor-. No son de ningún animal de la zona.
– Están por todas partes, rodeando el aprisco.
– Esa fiera intentó atacar el ganado, pero no logró echar abajo el portón.
– ¿Cómo lo sabe?
– Hay marcas de garras en los tablones.
El subinspector pegó un grito:
– ¡Horacio!
Me apresuré a ir a su lado.
– ¿Subinspector?
– Dígale a la subinspectora De Santo que fotografíe el portón de la cuadra. Si hay excrementos, recójanlos para su análisis.
Sonreí forzadamente. Todavía Barbadillo formularía una última pregunta a Jesús Rivas:
– ¿Qué hizo usted después de encontrar el cadáver?
– Lo único que se me ocurrió: protegerlo contra las alimañas y bajar a toda prisa para dar aviso al señor Lorenzo. ¿Hice mal?
El subinspector negó con la cabeza.
– A esta desgraciada ya le habían hecho todo el daño que se le puede hacer a un ser humano.