13. Nuevas huellas
Barbadillo volvió a cruzar el prado, hasta el lugar donde esperaba Lorenzo de Láncaster. El aristócrata había encendido otro cigarrillo y fumaba nerviosamente.
Sin vacilar, Lorenzo refrendó la versión de su vaquero.
– Me encontraba desayunando en el comedor del palacio, solo, cuando vi a Suso corriendo…
El subinspector le reclamó concreción:
– ¿A qué hora sucedió eso?
– A las nueve. Vi a Suso venir a la carrera hacia la casa y salí a su encuentro. Me comunicó lo que había ocurrido y, sin perder un segundo, subimos al invernal.
Martina y yo acabábamos de acercarnos a ellos. Martina dijo al subinspector:
– Hay marcas de garras en el portón y excrementos frescos en el suelo. ¿Quiere echarles un vistazo?
– Lo haré después, en cuanto haya…
– ¿Terminado de interrogar al señor Láncaster?
El noble saltó:
– ¿Acaso esto es un interrogatorio?
– Una toma de declaración -quiso tranquilizarle Barbadillo.
Pero Martina no iba a andarse con eufemismos:
– Respóndame a una cosa, señor Láncaster. Antes de dirigirse al aprisco, ¿comprobó si su cuñada estaba en el palacio, si se encontraba a salvo? ¿No dudó en ese momento de que la mujer muerta en los pastos fuese ella?
Me dio la impresión de que Lorenzo reflexionaba sobre las posibles consecuencias de su respuesta. Por lo pronto, decidió evitarla:
– Me gustaría saber qué es lo que pretende inferir de esa pregunta.
– ¿Los dormitorios están en la segunda planta?
– Sí.
– Pudo usted haber subido un instante para comprobar si Azucena seguía en el suyo.
– De hecho, lo comprobé.
– Pero algo más tarde, ¿no es cierto? Cuando regresó del aprisco.
– ¿Me está haciendo objeto de alguna oscura acusación?
El tono de Martina sonó conciliador:
– Simplemente, pretendía constatar que su primera reacción no consistió en comprobar si su cuñada seguía con vida.
Lorenzo se revolvió:
– ¿Por qué tengo la sensación de hallarme frente a un tribunal? ¡El pastor me dijo que creía que la mujer muerta era Azucena!
– Creía -repitió la subinspectora.
– Modérese, Martina -intervino Barbadillo.
– Además -continuó el noble, indignándose más y más a cada palabra-, ¿qué importancia puede tener cuál fuera mi primera reacción?
Martina le miraba serenamente. El hijo mayor de la duquesa acabó de explotar:
– ¡No estará pensando que yo…! La subinspectora encendió con calma un cigarrillo y, con más calma aún, expulsó la primera columna de humo: -Estoy segura de que tiene una buena coartada. El aristócrata resopló:
– ¡Esto es inaudito!
Barbadillo consideró que debía frenar a su compañera:
– No se precipite, Martina- Pero ella le ignoró. Señalaba el cadáver.
– Y supongo que su hermano Hugo también dispondrá de la suya.
El heredero de la casa de Láncaster la apuntó con el índice:
– Está prejuzgándonos, señorita. -Subinspectora.
– Le advierto que esa actitud le puede costar cara. ¡Y tiene gracia que me exija tratamiento! ¡Usted, que no me respeta en lo más mínimo! Deje ya de distorsionar los hechos. ¡Es obvio que a mi cuñada la atacó un animal!
– Puede que tenga usted razón y que haya sido objeto del ataque de una fiera, pero será el forense quien determine con precisión la causa de la muerte. Mientras tanto -añadió Martina-, yo voy a seguir pensando que ese golpe en la cabeza tiene toda la apariencia de responder a una acción humana. Que debió de producirse poco después de que ustedes celebrasen la misa de gallo.
La subinspectora se acuclilló otra vez junto a los restos de Azucena de Láncaster y, después de un silencio, agregó: -Por los signos cadavéricos, yo diría que su cuñada expiró en torno a las dos de la pasada madrugada. Lorenzo protestó airadamente.
– ¡Eso es pura especulación!
– Reserve sus opiniones personales, Martina -la amonestó Barbadillo.
– Entonces, ¿sigo con las fotos?
Casimiro asintió apretando los labios. Un poco más y se habría oído su rechinar de dientes.
Martina se alejó. Aliviado, el subinspector retomó el mando:
– Acepte mis disculpas, señor Láncaster. A menudo, mi compañera se muestra demasiado impulsiva. Me estaba diciendo usted que llegó hasta aquí en compañía de Jesús Rivas…
– Suso -le interrumpió el pastor.
Barbadillo se enervó.
– Haga el favor de dejar hablar al señor duque.
– Marqués -le enmendó Lorenzo-. Mi título se corresponde con el marquesado de Alda. Mi hermano Hugo es barón de Santa Ana. El duque de Láncaster fue mi padre, don Jaime de Abrantes.
El subinspector admitió:
– No entiendo una palabra de genealogía. ¿O es heráldica? En cualquier caso, señor marqués, intentaremos completar la secuencia de los hechos. Prosiga, hágame el favor.
Con un afectado gesto, Lorenzo arrojó el cigarrillo al aire, haciéndole trazar una parábola.
– Dejé a Suso aquí arriba, de vigilante, y regresé al palacio con la máxima celeridad. Mi madre nos hizo buscar el número de la policía y les dio el aviso. Calculé que ustedes tardarían una hora y media en llegar, de modo que me dio tiempo para regresar al prado. Esta vez -y Lorenzo se tocó el bolsillo de su abrigo austríaco- lo hice provisto de una pistola. Tengo permiso de armas -se apresuró a explicar, sin que el subinspector le hubiese preguntado al respecto-. Se me ocurrió pensar que la fiera que había hecho esto a mi cuñada a lo mejor no andaba lejos. Pero no vi nada raro. Suso me tranquilizó, convenciéndome de que de nuevo podía dejarle solo para regresar al palacio y guiarles hasta aquí.
Barbadillo le había escuchado con total concentración. Resumió:
– En muy poco tiempo, ha hecho usted este mismo camino en cinco ocasiones, tres de ida y dos de vuelta. ¿Está completamente seguro de no haber visto ni advertido algo que pueda ponernos sobre una pista más sólida?
– Nada en absoluto. A menos que… Pero no, debió de ser sugestión mía.
– Dígalo en voz alta y saldremos de dudas.
El marqués vacilaba:
– Sólo fue una impresión.
– ¿De qué índole?
– No sé… Como si me vigilaran.
– ¿Al cruzar el bosque?
– Sí. Era como si me estuvieran acechando. Lo supe porque ya había experimentado con anterioridad esa misma sensación.
– ¿Cuándo? ¿Recientemente?
– El año pasado, en Tanzania. Acompañé a mi hermano Hugo a una partida de caza mayor. El es cazador. Todos los años participa en alguna batida en África, pero para mí era la primera vez. Nos adentramos en las altas hierbas, con los rifles preparados. La tensión era insoportable. Y sí…, la sensación podría ser exactamente la misma. La de estar siendo vigilado por algo nacido para desgarrar, para herir…
En ese instante, Fermín llegó corriendo desde el aprisco. Informó a Barbadillo, sin aliento:
– Acabamos de encontrar nuevas huellas, subinspector. El alero de la cuadra ha evitado que las borrase la nieve. ¿Quiere venir a verlas?
Barbadillo le acompañó. Martina y yo nos hallábamos examinando las recién descubiertas pisadas. Se diferenciaban con claridad de las de Suso Rivas, que eran bastante más grandes. Parecían corresponderse con unas botas de cazador, talla cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.
– Se hunden en la nieve -observé-. Como si su propietario hubiese cargado con algo muy pesado.
Se hizo un silencio. Fermín expresó lo que resonaba en la mente de todos:
– ¿Con el cadáver?
– Volvamos de momento a lo que parece más claro -propuse-: al hecho de que a esa desdichada mujer le han destrozado el cráneo. Estoy de acuerdo con la subinspectora en que no lo hicieron aquí.
– ¿En qué se basa? -preguntó Barbadillo. La subinspectora repuso por mí: