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– ¿Qué sentido tiene arrancar a una mujer de su dormitorio, arrastrarla por un oscuro bosque, matarla en un pastizal y abandonar el cadáver sin robarle las joyas? ¡Es muy raro que una mujer duerma con pendientes!

Entre nosotros se hizo el silencio, pero no la luz. Martina encendió otro cigarrillo y siguió razonando:

– Tal como nos proponía Horacio, reparemos en lo más obvio, en lo que estamos viendo. ¿Con qué nos hemos encontrado? Con una mujer muerta en medio de un prado. Asesinada, tal vez, y rodeada de huellas de un felino cuyos rugidos hemos oído en lo más profundo de la floresta, pero al que en ningún momento hemos visto. Las zarpas de esa pantera -creámoslo, por el momento, así-, marcaron el rostro de la víctima. Sólo la cara.

En el resto del cuerpo no hay mordeduras ni arañazos. ¿Por qué? Tampoco se advierten otros golpes o heridas. ¿A qué se debe? ¿Y cuál es la razón por la que ese fuerte pero aislado impacto en la cabeza haya dejado tan leve rastro de sangre? Puedo estar equivocada, por supuesto, pero les adelantaré algo: esta escena no parece tal, sino un escenario. Hay demasiados elementos y nos resultará muy difícil establecer entre ellos nexos de causalidad. Alguien, sin embargo, desea que los relacionemos y probablemente que erremos al seguir su elaborado guión.

Barbadillo sonrió con un contenido desdén.

– Es usted fantástica, Martina.

– Supongo que lo dice en sentido literal.

– Supone bien. Por lo que respecta a esta investigación, siga suponiendo mal.

– De todos modos, lo tomaré como un elogio.

El subinspector frunció los labios.

– En el fondo, lo es. Desde que la conocí, Martina, me he declarado un rendido admirador de su capacidad de ensoñación. Lástima que en nuestro oficio la fantasía sirva de poco. Para que no me considere, al menos del todo, un mal compañero, le diré que en algo sí estoy de acuerdo con usted: el hecho de que no le hayan robado las joyas es muy extraño.

– Sólo sucede cuando el criminal tiene que salir por pies -opinó Fefé.

– Una idea interesante, Fermín -suscribí-. Quizá no abandonaron el cadáver. A lo mejor, se vieron obligados a dejarlo aquí.

– ¿Por qué habla en plural? -cuestionó Barbadillo.

– Porque para trasladar un peso muerto de setenta kilos por cualquiera de los senderos de este bosque, se necesitan, al menos, dos personas. No hay manera de subir en coche hasta aquí.

– Pero sí en moto.

– No hay señales de neumáticos.

– Muy bien. ¿Y por qué razón iban a abandonar el cuerpo en el aprisco?

– A causa del depredador -apunté, aunque con una cierta inseguridad que no pasó desapercibida a los demás-. Sabemos que esa pantera huida del circo anda por las inmediaciones. Los rugidos que hemos oído al venir muy bien podrían haber brotado de sus fauces. Pero no creo, como no parece creer la subinspectora, que los zarpazos que han destrozado el cuerpo de la baronesa sean de un lince.

– El cuerpo, no -insistió Martina-. Sólo la cara.

Barbadillo nos replicó a los dos, con sorna:

– Calma, colegas. Van demasiado deprisa y no sé si en la misma dirección. Tengo otra objeción a esa teoría. Las huellas que acabamos de descubrir se dirigen hacia el norte. Tal vez su dueño intentaba llegar a los acantilados para arrojar el cadáver al mar.

Fermín coincidió:

– Un par de buenas piedras atadas a los pies y nunca más saldría a flote.

– ¿Por qué razón no sucedió así? -objeté-. ¿Qué le impidió llegar al mar?

El subinspector se puso un tanto nervioso.

– ¿Otra vez está pensando en esa maldita pantera, Horacio? Debería saber que cualquier investigación se basa en el descubrimiento y asociación de hechos palpables… Hágame un favor, Fernán. Compruebe la distancia que nos separa de esos acantilados. Quizás aparezcan nuevos indicios.

Fermín partió ladera arriba. Treinta minutos tardaría en regresar con la noticia de que la costa, muy accidentada, quedaba a poco menos de un kilómetro, resultando bastante duro el acceso hasta sus escarpadas rompientes.

Pero Fefé no descubrió nuevas pruebas ni rastros. Sólo la roca desnuda, más pulida y oscura a medida que se iba acercando al dominio de los vientos y del agitado mar, cuyas olas de espuma gris golpeaban las calas de guijarros y los agrestes cortados.

14. Aparición de Hugo

Justo cuando el agente Fernán retornaba al aprisco, dieron las doce del mediodía. A esa hora, habían arribado nuestros refuerzos.

El hijo de Suso Rivas, Jacinto, un mocetón bien plantado, con un aire celta y un pelo rubio ceniza, había guiado a través del bosque, hasta el prado, al inspector Buj y a otros cuatro agentes, acompañados por el forense titular del Instituto Anatómico de Bolscan, doctor Marugán, y por el juez Andrés Vilanova.

Al igual que, con antelación, habíamos experimentado nosotros, todos ellos habían oído, desde las profundidades del bosque, aquellos rugidos que helaban la sangre.

Una vez que el juez Vilanova y el inspector Buj hubieron examinado el cadáver de Azucena de Láncaster, el subinspector Barbadillo les resumió las primeras pesquisas.

El Hipopótamo estuvo escuchando al subinspector con impaciente atención. Antes de que Barbadillo terminase de hablar, ya se había puesto a dar una rápida vuelta para inspeccionar los alrededores. En cuanto hubo examinado las grandes huellas repartidas por la nieve, Buj ordenó batir los prados cercanos en busca del animal salvaje que, o bien había atacado a la baronesa, o bien se había cebado con sus restos.

Con respecto a las recién descubiertas pisadas del invernal, pronto se aclaró su misterio. Pertenecían a Jacinto Rivas. El joven pastor había subido la tarde anterior al aprisco y tuvo que cargar con una ternera recién parida, de ahí esas profundas huellas. Jacinto aseguró no haber visto a nadie en el monte. Su testimonio no aportó nuevas luces.

Por su parte, y auxiliado por Martina de Santo, el doctor Marugán se concentró en el cadáver de Azucena de Láncaster. Comprobó su temperatura corporal y lo examinó largamente. Los síntomas del rigor mortis se confundían con los provocados por la fría temperatura a que había permanecido el cadáver y el doctor prefirió no arriesgarse a establecer la hora de la muerte. No había otras heridas contusas que las del cráneo ni, en principio, signos de agresión sexual.

El forense coincidió con la subinspectora en la causa del fallecimiento. Aun con las cauciones lógicas, derivadas de emitir un veredicto apresurado, exento de análisis científicos, Marugán se inclinó a atribuir la muerte a la conmoción derivada del violento impacto recibido en la cabeza. Las heridas del rostro eran ciertamente llamativas, pero, matizó el médico, al no haber afectado a los grandes vasos sanguíneos, por sí mismas no habrían resultado mortales.

– ¿No hay mordeduras? -se sorprendió Buj.

– No. Sólo zarpazos. Y sólo en la superficie facial. Ni siquiera en el cuello.

– Es muy raro.

– De lo más extraño, desde luego.

Acto seguido, el inspector y el juez demandaron nuevas respuestas a Lorenzo de Láncaster, a quien volvieron a interrogar sobre los últimos movimientos de su cuñada, y acerca de esa discusión entre marido y mujer, entre Azucena y Hugo, en la que Barbadillo no había tenido oportunidad de profundizar.

En esta ocasión, el marqués fue algo más generoso en sus respuestas. Su hermano Hugo, empezó diciendo, había abandonado el palacio tres días atrás, después de una fuerte discusión con Azucena. El propio Lorenzo recordaba haber visto por última vez a su cuñada aproximadamente a la una y media de la madrugada de la noche anterior, en el pasillo de la segunda planta de la mansión, que comunicaba con los distintos dormitorios.

– Celebraron la misa de gallo, tengo entendido -comentó Buj, y preguntó-: ¿Quiénes estaban presentes?