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Según la tradición familiar, explicó Lorenzo, los mismos que se habían reunido en otras Nochebuenas, con la única ausencia destacada de Hugo. A la misa de ese año habían asistido doña Covadonga, el propio Lorenzo y su primo Pablo, quien, desde el comienzo de las vacaciones, estaba alojado en el palacio. Su hermana Casilda también pasaba esos días con ellos, pero había cogido gripe y no asistió a la misa. La ceremonia religiosa tuvo lugar en la capilla, a partir, como era de rigor, de las doce de la noche. Había sido celebrada por el padre Arcadio, sobre quien recaía la dignidad de ostentar la capellanía de la casa ducal.

Lorenzo siguió relatando que, por propia voluntad, algunos allegados, como el doctor Guillén, y miembros del servicio doméstico habían asistido asimismo a la misa de gallo. El inspector quiso saber sus nombres y Lorenzo los fue enunciando: Anacleto Muro, el mayordomo; Jesús Rivas, vaquero y jardinero, su mujer, Remedios, y su hijo Jacinto; Mariano Grandes, mozo de cuadras, que había acudido acompañado por sus padres; y, por último, Elisa Santander, la secretaria personal de la duquesa, quien, estando soltera, y sin compromisos familiares, había optado por renunciar a su período vacacional y trabajaba esas fechas como si fuesen laborables.

Elisa, siguió exponiendo Lorenzo, dormía en la segunda planta, como el resto de los miembros de la familia. La asistenta personal de su madre ocupaba una pequeña habitación contigua al dormitorio de la duquesa. Caso que doña Covadonga necesitase ayuda, podía comunicarse con su alcoba por una puerta interior.

– Una vez finalizada la misa -fue concluyendo el marqués- todos los presentes nos dirigimos al palacio para disfrutar de un chocolate con pastas y del obligado moscatel. Como repetidamente les he dicho, Azucena se retiró pronto a su habitación, alegando estar resfriada, y ya no volvimos a verla hasta encontrarla… muerta.

Lorenzo estaba alterado. Buj le dejó respirar, pero en seguida le preguntó por las relaciones entre Azucena y Hugo.

– Tenían sus diferencias, como cualquier pareja -generalizó el hermano mayor.

– ¿Cuál fue el motivo de su última pelea?

– Riñas personales. Cosas de ellos.

El juez le previno:

– Procure ser más preciso, señor Láncaster.

– Yo no estuve presente. Pueden preguntar a mi prima Casilda. Ella sí asistió a la escena.

El inspector rezongó:

– Nadie nos aclararía la causa de su disputa mejor que su hermano Hugo. ¡Estamos hablando del marido, por el amor de Dios! ¿Dónde diablos está?

Lorenzo le echó un ambiguo capote:

– Mi hermano es imprevisible, pero no andará muy lejos. Estará jugando al golf o montando a caballo.

La mirada del juez filtró un fondo de incredulidad.

– ¿Con lo que ha ocurrido? ¿Y con este tiempo?

– El del reloj corre en su contra -agregó el inspector-. ¿Saben ustedes en qué proporción, por lo que a los asesinatos de mujeres se refiere, es responsable el marido o el amante? En un noventa por ciento. Dicha ratio irá aumentando a medida que el señor Hugo de Láncaster se demore en aparecer.

El juez Vilanova secundó a Buj:

– Nos urge hablar con el marido. Lorenzo se había quedado observando un movimiento en la linde del bosque. Aguzó la vista y anunció:

– ¡Ahí llega mi hermano Hugo!

15. Un caballero medieval

El barón de Santa Ana salió del bosque. Era alto y joven. Venía solo.

Sin detenerse a hablar con nadie, se dirigió hacia el cadáver de su esposa caminando a grandes pasos.

Nos quedamos quietos, expectantes. A indicación de Buj, el subinspector Barbadillo volvió a descubrir el cuerpo de Azucena de Láncaster. Lo hizo con cuidado y sólo hasta el nacimiento del busto, a fin de evitar al marido el triste espectáculo de su desnudez.

Como para iluminar esa escena en su trágico dramatismo, asomó un tímido sol. La intensa mirada azul de Hugo de Láncaster se humedeció y su dueño se dispuso a regalarnos una de esas imágenes que tardan mucho tiempo en desvanecerse. Se arrodilló, tomó una de las yertas manos de Azucena, se la llevó a los labios y la sostuvo como si dejarla de nuevo sobre la tierra equivaliese a condenarla a morir por segunda vez.

Durante un interminable minuto, oprimiendo esa mano entre las suyas, y también contra su corazón, Hugo permaneció en esa postura de caballero medieval. ¿Quién podía saber qué pensaba y qué veía o quería ver? ¿Tal vez un rostro dormido? En ningún caso una luz, una esperanza en los ojos que tantas noches se habrían cerrado en paz junto a los suyos.

Un cristalino silencio flotaba en el aire. De vez en cuando se oían los ruidos del bosque, el canto de un pájaro o la nieve que, al acumularse, resbalaba a puñados desde las ramas de los árboles, cayendo en golpes compactos. Un rumor de fondo, como procedente del corazón de la tierra, dejaba escuchar el turbulento latido del mar.

Hugo se levantó y su hermano Lorenzo se fundió en un abrazo con él. Pese a la emotividad de aquel instante, y frente a una tragedia que debería de estar destrozándole por dentro, el rostro del barón no expresaba rabia, horror ni desesperación; tan sólo algo así como un melancólico desaliento.

Ambos hermanos se retiraron a la cerca de piedra. Lorenzo sacó un par de cigarrillos, los encendió y le pasó uno a Hugo. El barón se puso a fumar con la vista clavada en la manta con que yo mismo había vuelto a proteger los restos de Azucena. Pero ahora estaba hondamente conmovido y su mirada se empañó en un azul hielo derretido por el fuego del dolor.

Su hermano comprendió que sería bueno alejarle de allí. Le tomó del brazo y le hizo caminar por el prado, sendero arriba.

16. Un fúnebre cortejo

Un cuarto de hora después, aparecieron los camilleros. La ambulancia no había podido subir hasta los pastos y los celadores tuvieron que cargar a hombros sus equipos sanitarios desde los jardines del palacio.

El juez Vilanova decretó el levantamiento del cadáver. Como un fúnebre cortejo, nos pusimos en marcha detrás de la camilla que transportaba los restos de Azucena de Láncaster.

El inspector Buj decidió dejar en el prado a varios agentes, con el fin de precintar y concluir de revisar a fondo los alrededores antes de que la nieve se fundiese, alterando el paisaje y las posibles huellas y pruebas.

Hicimos el camino de regreso sin incidente alguno y sin que volviéramos a oír aquellos rugidos que, en mi subconsciente, seguían relacionándose con las heridas de la baronesa. Pese a la impedimenta de la camilla, los celadores avanzaron con rapidez. El descenso no nos llevó ni veinte minutos.

Faltaban cinco para las dos de la tarde cuando el sendero desembocó en el muro de piedra tapizado de enredaderas que protegía la Casa de las Brujas.

El paisaje estaba cambiando. A la luz solar, los jardines se dejaban apreciar en un bello contraste con el bosque.

Al desembocar en la pradera, el sendero se convirtió en un serpenteante camino de grava que rodeaba la capilla-panteón. Cruzamos los jardines hasta las gigantescas ceibas que, como vegetales atlantes, custodiaban la fachada posterior. La ambulancia había quedado aparcada junto a uno de esos tropicales colosos.

El doctor Marugán utilizó el teléfono del vehículo para advertir al Instituto Anatómico Forense que regresaba de inmediato a la ciudad para practicar una autopsia de urgencia. El médico de la familia Láncaster, José Luis Guillén, conversó brevemente con él, pero, desbordado por la situación, ni siquiera intentó examinar el cadáver de la baronesa, que, enfundado en una lona sujeta a la camilla con tirantes de seguridad, ya había sido instalado en la ambulancia.

Doña Covadonga no pudo recibirnos. Elisa, su secretaria, informó a sus hijos de que la duquesa se encontraba anímicamente hundida. Por orden del médico, se había retirado a descansar. El dramático acontecimiento la había sobreexcitado de manera alarmante, originándole un cuadro de angustia. El doctor Guillén no había dudado en administrarle un sedante.