Lorenzo de Láncaster nos reiteró que tanto los miembros de la familia (acababan de sumarse sus primos Pablo y Casilda, ambos con los semblantes muy serios a causa de la tragedia) como del servicio doméstico, estaban, naturalmente, a disposición de la policía.
El inspector Buj le dio las gracias, pidió un plano del edificio y un despacho aislado donde poder trabajar y anunció que, en primer lugar, se tomaría declaración a cuantas personas habían asistido en la noche anterior a la ceremonia religiosa y a la posterior recepción en el palacio.
La mirada del Hipopótamo se detuvo en Hugo de Láncaster.
– Comenzaremos por usted, señor barón.
17. La víctima estaba embarazada
En su incómodo papel de forzado anfitrión, Lorenzo consideró que la enorme pinacoteca o especie de sala capitular donde esa mañana, apenas unas horas atrás, nos había recibido la duquesa, era el lugar apropiado para llevar a cabo los trámites policiales. Acompañó al inspector y le invitó a ocupar un extremo de la mesa.
Hugo se sentó junto a él. Los dos subinspectores, Martina de Santo y Casimiro Barbadillo, entraron al salón y asimismo tomaron asiento en semicírculo alrededor del barón. Detrás de ellos, en pie, nos situamos Fermín l emán, otro agente y yo. El barón parecía tranquilo, como si hubiese superado el drama y no le perturbase nuestra agobiante presencia.
La chimenea de mármol verde estaba encendida, pero hacía frío en la estancia. Una luz híbrida, insana para la vista, combinaba la claridad diurna de los ventanales con el artificial resplandor de las lámparas empotradas en la cruz de las bóvedas. Un pájaro, un gorrión, había entrado por algún tragaluz y revoloteaba inquieto, apoyándose para descansar en los falsos capiteles de escayola.
M ¡entras el inspector Buj repasaba su libreta de notas, con las observaciones de campo tomadas en el invernal, y preparaba mentalmente el interrogatorio, Lorenzo abandonó la sala, yo diría que con un íntimo alivio. Me moví hacia donde estaba sentada Martina y pude observar a placer a su hermano menor, al barón.
Hugo de Láncaster era un hombre de notable presencia, con una cabeza bien modelada, hombros anchos y un lenguaje corporal tan armonioso como sus perfectos modales. Se había recuperado con notable rapidez del shock sufrido en el prado. A pesar de las tristes circunstancias, su poderoso tórax y su espalda, erguida contra el respaldo de una silla isabelina, rezumaban vitalidad, y de su morena piel emanaba una tónica y saludable energía.
No se parecía en nada a su hermano Lorenzo ni a los Láncaster que, detrás de nosotros, inmortalizados en una serie de decimonónicos retratos al óleo, nos contemplaban con postiza severidad desde sus dorados marcos. Bien diferente a la de Lorenzo y a la de la mayoría de sus antepasados, la nariz de Hugo era recta, griega. Sus ojos, aterciopelados por largas pestañas, podían presumir de un límpido color celeste. El barón vestía con elegancia y sencillez: chaqueta de ante, botas de cuero y unos cómodos pantalones vascos de pana. (Al reparar en su color, extraje con disimulo de mi bolsillo el trocito de tela que había encontrado en el bosque. Era del mismo tono rojo caldero.)
Según la ficha policial que se le iba a abrir de inmediato, Hugo de Láncaster tenía treinta y siete años, tres menos que su hermano Lorenzo. Había nacido en Madrid, como su hermano mayor, y estudiado en Barcelona Ciencias Empresariales y Arte en una escuela privada. Sus ocupaciones se centraban en la gestión de una empresa de producciones audiovisuales y organización de eventos.
Participaba en los consejos de administración de varias empresas familiares, dedicadas a las más diversas actividades, desde la explotación de minas y bodegas a inversiones inmobiliarias.
Hugo no esperó a que nadie le interpelara. Tomó la palabra y nos agradeció que hubiésemos acudido con tanta celeridad, deseándonos toda la suerte para que, en el menor plazo de tiempo posible, lográsemos esclarecer los hechos. Su voz era educada, persuasiva, y no adolecía de acento alguno.
Buj agradeció sus muestras de cortesía y le invitó a contarnos qué había hecho en los últimos días, a partir de la discusión con su mujer y de su decisión de abandonar el palacio.
El barón empezó admitiendo que, desde hacía tres noches, permanecía alojado en el hotel La Corza Blanca, situado en la vecina población de Santa Ana, cuya demarcación -y de ahí, comentó, como de pasada, sin darle ni darse importancia, la relación de afecto que le unía con ese lugar- coincidía con su baronía. El inspector no recordaba exactamente a qué distancia se encontraba Santa Ana. Hugo especificó que distaba cuarenta kilómetros de Ossio de Mar y que la carretera dejaba mucho que desear.
– Antes de casarme -recordó el barón con una sonrisa de tal luminosidad que en esas luctuosas circunstancias, luciendo sus regulares dientes, devino casi obscena-, ya frecuentaba aquel hotelito. Una vez casado, he vuelto en más de una ocasión en busca de descanso.
– ¿Ha vuelto solo, ha querido decir? -preguntó Buj.
– Sí.
– ¿Sin su mujer?
– Sin compañía, eso es.
– ¿No la invitaba a ella? ¿No estaban recién casados?
– A Azucena no le agradaba La Corza Blanca. El establecimiento es muy modesto y carece de comodidades. Está muy lejos de ser uno de esos lujosos hoteles en los que nos alojábamos cuando yo tenía que viajar como productor cinematográfico o representando a la casa de Láncaster.
– Todavía no nos ha dicho por qué ese hotel le gusta tanto.
El barón empleó un tono sentimentaclass="underline"
– Por sus vistas a la costa. Por sus tostadas con nata para desayunar. Por hallarse a diez minutos del campo de golf Los Tejos, cuyas modernas instalaciones he contribuido a dotar, y en cuya Junta Directiva figuro como vicepresidente. Y porque siempre he recibido en La Corza Blanca el trato discreto y familiar que a menudo he echado en falta entre los míos.
Me quedé parado. Tampoco el Hipopótamo acertó a reaccionar frente a aquella sarta de frivolidades. El inspector decidió ganar tiempo.
– De manera que le gusta el golf.
– Me apasiona.
– ¿Ha ido a jugar estos días?
– Todas las mañanas -afirmó Hugo, con tal naturalidad que difícilmente, pensé, podía ser fingida-. Regresaba a comer al hotel. Por la tarde, tomaba alguna clase o disputaba unos hoyos.
El barón rubricó esa declaración con una ancha sonrisa. Al Hipopótamo, que estaba sentado al filo de la silla, con las piernas abiertas y las gruesas mejillas todavía enrojecidas por la caminata al aire libre a través de la boscosa ladera, la sangre se le subió a la cabeza.
– ¿Eso es todo lo que ha hecho en los tres últimos días, ensayar con los palos de golf?
El tono del inspector era incisivo, pero Hugo no perdió la compostura.
– Jugué bastante, es verdad; me relaja. Y dormí mucho. Eso hice: leer y dormir.
– Aseguran que es bueno dormir -asintió Buj con fina sonrisa depredadora; creía tener al pájaro en la jaula-. Yo suelo hacerlo con la conciencia tranquila, ¿y usted?
– También la mía lo está. Tranquilísima.
El Hipopótamo se pasó una mano por la cara. Todo aquello tenía un aire absurdo. Yo mismo estaba descolocado. Aquel lugar, aquellas escenas y los hechos que las habían provocado… Nada parecía haber sucedido en un ámbito natural. Un brillo de irrealidad envolvía la Casa de las Brujas. Incluso sus habitantes parecían vivir al margen del mundo, con sus propias leyes, bajo sus privados ritos.
Clavé mi mirada en Hugo de Láncaster. La ausencia de toda tensión relajaba sus facciones, que eran realmente nobles y que aparentaban albergar tan sólo buenos sentimientos. Recordé haber leído en alguna publicación semanal que, antes de casarse con Azucena, Hugo había estado saliendo con una princesa europea, y llegó a hablarse de boda. ¡Un enlace real, nada menos!