Algo paradójico, sin embargo, sucedía con la imagen del barón. Estuviera o no mintiendo, resultaba veraz. Poseía magnetismo, un don para influir en los demás, pero su postura era un puro contrasentido. No había culpado a nadie de la muerte de su mujer y ya no parecía sufrir, ruando tendría que estar haciéndolo de una manera desbarrada… ¿Y qué tenía de admirable ese dominio, la calma que exhibía ante nosotros?
El Hipopótamo sacó un paquete de Bisonte y encendió un pitillo. En su manaza, el corto cigarrillo sin filtro no parecía más largo ni más grueso que un trozo de tiza.
– A ver si logramos entenderle, señor barón. Hace tres días, el 22 de diciembre, usted se peleó con su esposa y se refugió en ese hotel de la playa de Santa Ana para tranquilamente leer, dormir y mejorar su hándicap en el campo de golf.
Hugo asintió, ahora un poco más serio.
– Estoy atravesando una época difícil. Necesitaba estar solo y disfrutar de algunas de mis aficiones.
– ¿Su matrimonio tenía algo que ver con esas dificultades por las que estaba pasando?
– En parte.
– ¿Podría ser más explícito?
– ¿Qué desea saber?
Buj resopló:
– ¿Por qué discutieron su esposa y usted?
Una inesperada interrupción aplazó la respuesta del aristócrata. La puerta se había abierto para dar paso a una uniformada doncella. Hugo levantó una mano.
– Propongo una pausa, inspector. Necesito beber algo caliente. Allá arriba, en los prados, he cogido frío. ¿Nos trae café, Narcisa? ¡Bravo!
Ante semejante exhibición de ligereza, la boca de Buj se abrió y se cerró como la de un pez al que le sobrara el aire. Mientras la doncella depositaba una bandeja ante nosotros, hice una apuesta conmigo mismo: el juego de Hugo de Láncaster iba a durar muy poco.
Las tazas y jarras del servicio de café eran de antigua porcelana china pintada a mano. El barón se sirvió media tacita. Los policías sostuvimos los platillos para que la camarera nos fuese sirviendo. En el solemne silencio de la sala escuchamos tintinear las cucharillas. El café era pésimo, casi tan malo como el de Jefatura, y estaba tan caliente que de su superficie se evaporaban caprichosas espirales de humo. El barón, por educación, fue el último en probarlo. Lo hizo con los ojos cerrados, como si paladease un elixir. Dejó la taza en la bandeja, se limpió los labios con una servilleta de hilo en cuyo ángulo estaba bordado el escudo ducal y dijo:
– La autopsia demostrará que mi esposa estaba embarazada. El padre de esa criatura no era yo. Para demostrarlo, estoy dispuesto a someterme a las pruebas genéticas. A cambio, les rogaría que cerremos este asunto y que los atroces detalles de la muerte de Azucena no salgan de aquí. La prensa se me echará encima. ¡Carnaza es lo único que necesitan esos buitres!
18. Un noble bajo sospecha
Hugo había callado de golpe, acaso avergonzado por este último e inoportuno comentario. Buj acababa de quemarse la lengua al sorber su café y eso no iba a mejorar su humor.
– Agradecemos su franqueza, señor barón. Ese tipo de confesiones son dolorosas para cualquiera.
– Y yo agradezco su comprensión, señor inspector.
– El hecho de que su mujer estuviese embarazada de otro hombre explica el distanciamiento entre ustedes. Ya se ha desahogado con nosotros. Ahora detállenos qué hizo ayer por la noche. No omita nada.
Yo había asistido a numerosos interrogatorios de Buj y conocía sus trucos y promesas, sus fintas y cambios de registros. Supe que se proponía apretarle las tuercas a quien, a buen seguro, consideraba ya como el principal sospechoso. ¿Fue consciente el menor de los Láncaster de que el cerco comenzaba a estrecharse a su alrededor? Si su inteligencia captó el peligro, en absoluto lo dejó traslucir.
Hugo sostuvo sin parpadear:
– Estuve toda la noche en el hotel.
La mirada de Buj le atravesó de parte a parte.
– ¿En su habitación de La Corza Blanca?
– Sí .
– ¿Dentro de la habitación?
– Eso he dicho.
– ¿Durante toda la noche?
– En efecto.
– ¿De qué hora a qué hora, con exactitud?
– Desde las once, en que terminé de cenar, hasta las ocho y media de la mañana.
– ¿Qué hizo entonces?
– Me desperté, me duché, bajé a desayunar y fui a jugar al golf.
Una ráfaga de desprecio inclinó tectónicamente el cuerpo del Hipopótamo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Buj aplastó el cigarrillo en el platillo de porcelana oriental y preguntó torvamente:
– ¿Estaba practicando ese deporte cuando le comunicaron que su mujer había muerto?
– Sí.
– ¿Quién le avisó?
– Uno de los caddies vino corriendo para advertirme que llamase con urgencia a mi familia.
– ¿De qué modo se enteraron en el club de golf de lo que había ocurrido en su casa?
– Elisa, la secretaria de mi madre, había dado conmigo. Le devolví la llamada desde la oficina del gerente del club. Sin darme explicaciones, Elisa se limitó a rogarme que regresase cuanto antes al palacio, pues había sucedido algo muy grave. Al llegar aquí, fue mi madre quien asumió el triste deber de comunicarme la muerte de Azucena.
El inspector insistió:
– ¿En ningún momento de la noche pasada abandonó el hotel?
– No.
– Se lo preguntaré por última vez. ¿Está completamente seguro de que no salió de su habitación después de cenar?
– No abandoné la habitación por ningún motivo.
– ¿Puede corroborarlo algún testigo?
– Los dueños del establecimiento, supongo. Ah, y mi madre.
– ¿La duquesa? -intervino Barbadillo, recordando su primera conversación con la dueña de la casa.
– Sí. Hablé por teléfono con ella.
El subinspector se mostró sorprendido.
– Esta mañana no nos lo dijo. Es más, doña Covadonga aseguró desconocer dónde se hallaba usted.
Hugo aclaró:
– Fui yo quien la telefoneó desde Santa Ana para felicitarle la Nochebuena.
– ¿A qué hora hizo esa llamada? -preguntó Buj.
– Sobre las seis de la tarde de ayer.
– Doña Covadonga no parecía recordarlo -reiteró Barbadillo.
El barón hizo un gesto, como disculpándola.
– Últimamente, mi madre no se encuentra bien de salud. Su memoria no es la que era. Si vuelven a preguntárselo, es probable que lo recuerde.
Buj tomó nota mental y formuló una nueva cuestión:
– ¿De qué habló con su madre?
– Ella me recordó que el padre Arcadio, como todos los años, vendría al palacio para celebrar la misa de Nochebuena, y me rogó que asistiera a la ceremonia en unión de los restantes miembros de la familia. En un principio, le respondí que lo pensaría, pero finalmente no me decidí a acudir.
– ¿De qué modo celebró la Nochebuena?
– Tengo la impresión de haberle respondido, inspector, pero se lo volveré a repetir: cené solo en el comedor de La Corza Blanca y luego me encerré en mi habitación con un buen libro.
– ¿Se da cuenta de que faltaban apenas unas pocas horas para que atacasen a su mujer?
– Me doy cuenta ahora; anoche, no.
– ¿Llegó a hablar con ella?
– ¿Con Azucena? ¡Claro que no!
– ¿No pensaba felicitarle la Navidad?
Hugo repuso con contundencia, pero sin asomo de rencor:
– En las condiciones a que se había visto reducida nuestra relación, no.
La misma doncella volvió a entrar para depositar otra bandeja con comida. El Hipopótamo cogió medio sándwich vegetal y se lo metió en la boca. La mayonesa se le escurrió por la barbilla. Fue a limpiársela con una servilleta, pero la salsa pasó al peludo dorso de su mano y de ahí a su chaqueta, una americana barata, de cuadros, como todas las suyas, adquirida en los saldos de un gran almacén. El inspector murmuró una disculpa, hizo un vano intento de limpiar la mancha con el pañuelo y finalmente, un tanto abochornado por su torpeza, la dejó estar, diciendo: