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En mi familia se celebra la Nochebuena con una copiosa cena. Levantarme tres o cuatro horas después de haber vaciado la última botella de champán me supuso un sacrificio.

Aquella fría mañana del día de Navidad de 1989 entré a trabajar a las ocho y media de la mañana. Saludé a los compañeros de guardia y me dirigí al archivo.

Bajé las escaleras del sótano preguntándome si el presupuesto de 1990 incluiría una partida para pintar los rellanos y reparar los peldaños en los que mi zapato ortopédico sonaba a hueco. La respuesta era: no. Desde un punto de vista presupuestario, la policía no se diferencia de un hospital público. Los médicos exigen láseres, resonancias magnéticas; nosotros, más hombres, más medios, nuevo armamento. Los niveles de responsabilidad se incrementan, pero las inversiones llegan con cuentagotas… A mi archivo, ni aun así. Lancé un deprimido vistazo a las manchas de humedad que oscurecían las paredes y a las oxidadas tuberías por las que bajaban las aguas residuales de los doscientos compañeros que ocupaban las plantas altas y comprendí que todo iba a seguir igual.

Ocupé mi mesa y trabajé durante una hora sin levantar la nariz de mis expedientes, hasta que empezó a dolerme el cuello y necesité cambiar de postura y de actividad.

Ese día no se publicaban periódicos, de modo que subí a la primera planta en busca de un café de máquina y de un poco de distracción.

El edificio estaba más silencioso que de costumbre. Detrás de las puertas de algunas oficinas se oía el tableteo de las últimas máquinas de escribir que aún no habían sido sustituidas por ordenadores, pero los turnos laborales eran de mínimos y apenas había nadie con quien charlar. También las calles estaban prácticamente vacías. Sobre sus aceras, la nieve comenzaba a caer en débiles copos que difícilmente, pensé, recordando otros inviernos, llegarían a cuajar en una nevada.

Acababa de sacar un café negro, doble y sin azúcar, cuando por la puerta principal de Jefatura, frotándose las manos para entrar en calor, apareció Casimiro Barbadillo, el nuevo -a él le gustaría que añadiesen: y flamante- subinspector del Grupo de Homicidios.

Era salmantino, de un pueblo lindante con Extremadura. Y de Badajoz se había traído una novia, Marifé, que cortaba la respiración.

Yo la había visto algunas veces esperándole cerca de Jefatura, paseando con sus vaqueros ajustados y sus largas piernas embutidas en altas botas de cuero. Era morena, con esa cultura del sur de lucir la sonrisa y la piel.

«¿Qué opina de la costilla de Barbadillo, Horacio?», me había preguntado el inspector Buj, en uno de los escasos ratos en los que, contrariando su íntima naturaleza, se encontraba de buen humor. «Que es un bellezón», había contestado yo. Y el Hipopótamo, según le llamaban los muchachos, había puesto la guinda: «Tiene vicio.»

Barbadillo me chocó los cinco, como hacía siempre que me encontraba por los pasillos, y señaló una ventana haciéndome notar:

– ¿Se ha dado cuenta? ¡Está nevando!

– Hacía años -asentí, con menos ilusión que él. La nieve me deprime, nunca he sabido por qué.

– En mi tierra no saben de qué color es la nieve… ¿Qué tal la Nochebuena?

– En familia. ¿Y usted?

– Marifé me arrastró a la perdición. Estuvimos bailando en esa discoteca de la Milla de Oro y después -Barbadillo me guiñó un ojo- ya me entiende…

– Aproveche, ahora que es joven. ¿Cómo quiere el café? ¡Guarde esa calderilla, hombre! Invito yo. ¿Solo?

– Con leche. Gracias, Horacio. Aceptaré su amable invitación con la única condición de que me acompañe a la brigada. Hay poca faena y podremos seguir pegando la hebra. Porque lo de trabajar el día de Navidad… ¡Hay que ser un pringado o un patriota, no hay término medio!

Sosteniendo con las yemas de los dedos los ardientes vasos de plástico en los que humeaba un agua de color sucio, subimos al Grupo de Homicidios.

La inhóspita sala estaba desierta. Tomé asiento frente a la mesa de Barbadillo y durante un rato estuve escuchándole disertar acerca de las nuevas técnicas informáticas aplicadas a la investigación criminal. En aquel especializado terreno, el subinspector se desenvolvía con notable seguridad. Había hecho un curso en Washington y manejaba nuevos programas destinados a combatir los delitos económicos, la evasión de divisas y el fraude fiscal.

– Estamos en vísperas de una revolución, Horacio.

– ¿De qué tipo?

– Cibernética. Por extensión, policial.

Me encogí de hombros.

– A mí, las revoluciones me pillan un poco viejo. El ciberespacio me suena a ciencia ficción. Que quizá, por otra parte, vaya a ser real muy pronto. ¿Quién sabe? Quizás en tan sólo un par de décadas los policías hayamos dejado de ser necesarios y estemos listos para ser sustituidos por robots.

Barbadillo, que ya antes, en el cotidiano ejercicio de sus funciones, había destapado su lado práctico, me desveló ahora una filosofía más fenicia:

– Siempre nos quedará el sector privado. Los sueldos multiplican los nuestros.

Alguien, un tercero, replicó desde la puerta:

– ¿Y reconvertirnos en guardaespaldas? ¿En detectives privados para espiar a los ejecutivos en los moteles?

Era Fermín Fernán, Fefé, un veterano de la brigada criminal. Tenía los ojos turbios y todo el aspecto de haberse ido a dormir con una botella.

En consonancia con su aspecto, también era turbulenta su leyenda. A Fefé le habían salido los dientes en la Legión. De allí pasó a la Guardia Civil y después a la Policía Nacional. Como agente era duro, eficaz, pero ciertos defectos le habían impedido ascender en el escalafón: bebía como un pez y le gustaban las prostitutas menores de edad, por lo que en más de una ocasión se había metido en líos. A modo de penitencia, practicaba una detención arriesgada o se iba de copas con el inspector Buj y entre ambos lo solucionaban todo.

Fernán avanzó hacia su mesa y se decidió a saludarnos con mayor formalidad:

– ¡A la paz de Dios resucitado, hermanos!

Barbadillo se echó a reír.

– ¡Si todavía no estamos en Semana Santa! Es Navidad, Fermín, ¿se acuerda? El Nacimiento y todo eso.

– ¿Cómo no habría de acordarme si incluso hoy tengo que apencar como el mulo de Belén?

La resaca le hacía temblequear, pero Fefé sonreía. Algo raro debí de notar en su torcida sonrisa porque le pregunté:

– ¿Has visitado al dentista?

Ni corto ni perezoso, con una repugnante naturalidad, Fermín se introdujo dos dedos hasta el paladar, sacó su nueva dentadura postiza y nos la mostró con orgullo.

– Acabo de estrenarla. Mi hija me ha invitado a comer en su casa, por eso la llevo puesta. Espero no retrasarme.

– Hay poco tajo -le garantizó Barbadillo-. Todos llegaremos puntuales a la comida de Navidad.

Se equivocaba. Así es este oficio: cuando menos lo esperas, suena la alarma. Y el teléfono de Casimiro Barbadillo sonó, exactamente, a las diez y cuarto de la mañana de aquel 25 de diciembre de 1989.

3 . La pantera de las nieves

Era Berta, una de las telefonistas de centralita.

– Perdone la molestia, subinspector. Tengo una llamada la mar de rara.

– ¿Una denuncia?

– No lo sé. Un hombre dice que un animal salvaje se ha escapado de un circo. Está muy nervioso.

– ¿El bicho?

La telefonista soltó una risilla.

– El de dos patas.

– Pásemelo -resolvió el subinspector.

Barbadillo se cambió el auricular de oreja. Al otro extremo de la línea, una voz masculina se identificó:

– Bruno Arnolfino, director del Circo Véneto Mundial. ¿Con quién hablo?

– Con el subinspector de guardia.