– Paciencia -le recomendó Martina-. No tardarán en hacerlo.
– Es una lástima que desperdicie su tiempo. ¿No tiene otros compromisos?
La subinspectora lo negó y me buscó con la mirada. Le sonreí y ella me devolvió una sonrisa un tanto apagada.
¿Habría sufrido un desengaño? ¿Llegó a establecer una relación seria, algún tipo de compromiso con Javier Lombardo, el actor de cine con quien se rumoreaba que había estado saliendo?
Ni yo lo sabía ni creo que lo supiera nadie. Por lo que a sus sentimientos se refería, Martina seguía manteniéndose tan reservada como en ella era habitual. Pero los demás, en especial los que vivían de saquear los corazones ajenos, no siempre lo eran. Mi mujer, adicta a la prensa rosa, me había mostrado una revista en la que se veía a Lombardo, elegido ese año mejor actor europeo en el Festival de Berlín, paseando al atardecer por una playa tailandesa en compañía de una atractiva española que ocultaba sus rasgos con ayuda de unas gafas de sol y de un sombrero. Martina solía utilizar ese mismo borsalino al principio de su carrera, cuando le gustaba vestir con un toque masculino.
En los últimos tiempos había cambiado de estilo. Se presentaba a trabajar más informal, con vaqueros, zapatillas de tenis, camisetas y gastadas cazadoras de cuero, o con pellizas como la que llevaba esa mañana.
Se la quitó, la colgó del perchero y se puso a buscar algo en los cajones de su mesa, seguramente aquellos papeles que había mencionado y que para ella debían de ser de suma importancia, al punto de ir a recogerlos el día de Navidad.
Pero a mí no me engañó. Supe que se encontraba sola, que había acudido a Jefatura porque prefería estar en la brigada que en cualquier otra parte, y que estaba haciendo tiempo a la espera de esa llamada que con tanta seguridad había pronosticado.
No necesitó aguardar mucho rato. El teléfono de Barbadillo sonó a los pocos minutos. Martina cerró los cajones y volvió a mirarme con expectante intensidad. Tuve la intuición de que muy pronto íbamos a entrar en acción.
No me equivocaba.
5. Comienza la acción
Eran las diez y media de la mañana. Casimiro Barbadillo había descolgado el teléfono.
– Al habla el subinspector de guardia.
Desde el otro extremo del hilo, una voz que parecía corresponderse con una mujer de cierta edad urgió:
– ¡Por lo que más quieran, les pido que acudan de inmediato a mi casa! ¡Ha ocurrido algo irreparable!
– Cálmese y dígame su dirección.
– ¡Vivo en el palacio de Láncaster!
Fiel a su cáustico humor, Barbadillo garabateó en una cuartilla: «Las cosas de palacio van despacio.» Solicitó a la persona que llamaba:
– ¿Le importaría identificarse?
– Mi nombre es Covadonga Narváez.
– Dígame el número de su documento de identidad.
– ¡Soy la duquesa de Láncaster!
De forma automática, el timbre del subinspector cambió al tono que se espera de un correcto funcionario entregado al servicio público.
– ¿En qué puedo ayudarla, señora? ¿Cuál es el motivo de su llamada?
– Mi nuera Azucena ha muerto -confesó la aristócrata, hablando con dificultad, entrecortadamente-. ¡Ha sido atacada! ¡Vengan pronto, por favor!
La duquesa no pudo seguir. Estaba demasiado alterada para ofrecer una versión coherente de los hechos. Alguien, un hombre que dijo ser hijo suyo, la sustituyó al teléfono. Sus explicaciones tampoco resultaron especialmente claras, pero Barbadillo las fue interpretando en forma de apresuradas notas.
Mientras el lápiz del subinspector rascaba el papel, me dirigí al tablero de corcho donde estaban pinchados los mapas. Tuve que recurrir a la cartografía militar para localizar el palacio de Láncaster. Se encontraba bastante alejado de Bolscan, a unos ochenta kilómetros al oeste, dentro del término municipal de Ossio de Mar y a pie de monte en la vertiente meridional, más abrigada, de la Sierra de la Pregunta.
La conversación entre el subinspector y el hijo de la duquesa apenas duró un par de minutos. En cuanto hubo colgado el teléfono, Barbadillo se puso en pie, cogió la chaqueta y nos hizo el gesto de salir a la carrera.
– Tenemos un cadáver y un montón de interrogantes. ¿Viene con nosotros, subinspectora?
Era, por su parte, una muestra de deferencia, pues el caso le pertenecía. Martina aceptó de mil amores.
– Se lo agradezco, Casimiro. Sugiero que sea Horacio quien nos lleve en coche. De los cuatro que estamos, es el mejor conductor.
– Eso habría que verlo -dudó Fermín.
Diez minutos después, yo conducía a toda velocidad un coche patrulla por la circunvalación elevada que permitía evitar el tráfico del centro. La sirena policial emitía azulados destellos sobre la lámina de nieve que comenzaba a sedimentarse en el pavimento urbano, pero no fue hasta salir a campo abierto cuando pudimos apreciar que, contra mi primer pronóstico, la nevada estaba cuajando.
Cubrí los veinte kilómetros de autovía a ciento ochenta por hora y luego, en lugar de tomar la nacional que discurría por el interior de la provincia, saturada casi siempre por el tráfico pesado de la refinería y los polígonos industriales, decidí jugarme el tipo por la sinuosa carretera de las playas, que discurría entre las sierras costeras y un mar de color plomizo, agitado aquel día por un tormentoso viento.
Por dos veces preguntó Martina a Barbadillo acerca de su conversación con los Láncaster, de qué datos disponíamos para emprender la investigación, sin que las respuestas del subinspector nos aclarasen gran cosa. Tampoco podía hacerlo, pues la información de que disponía era fragmentaria y muy escasa. Casimiro se limitó a repetir que uno de los miembros de la familia Láncaster, una mujer, había perdido la vida en las últimas horas, sin que ni Covadonga Narváez, la duquesa, ni su hijo Lorenzo, que era quien la había sustituido al teléfono, le hubiesen aclarado la causa.
– El cadáver ha aparecido en pleno monte -agregó el subinspector-. Parece que el cuerpo está destrozado. Todo es muy confuso.
Eran poco más de las once y media cuando detuve el coche en una plaza de la pequeña población de Ossio de Mar, un municipio de unos tres mil habitantes que en verano se multiplicaban por cinco.
Seguía nevando. No se veía a nadie. Bajé del automóvil y vi a una mujer a cubierto de los soportales, sentada en un taburete junto a un carrito de flores.
– Perdone. ¿Sabe dónde queda el palacio de Láncaster?
La florista me escrutó con una mirada incolora. Debajo de su gorro de lana asomaba un cabello blanco que parecía espumillón. Señaló hacia la salida de la plaza:
– Siga la calle del Tojo hasta el Puente Medieval y adéntrese en el bosque por el camino de tierra. La Casa de las Brujas queda a unos cinco kilómetros.
– Le preguntaba por la mansión Láncaster.
– La gente de aquí la llama de esa otra manera.
– ¿La Casa de las Brujas? ¿Por qué motivo?
– Allí pasan cosas…
– ¿Qué tipo de cosas?
– Secretos entre ellos…
– ¿Entre quiénes?
– Entre esos malditos Láncaster. Son mala gente, mala de verdad.
– Entiendo -dije, pero no entendía nada-. ¿Es fácil llegar a la Casa de… al palacio de Láncaster?
– Para los forasteros, no.
– ¿Hay indicaciones?
– A partir del Puente de los Ahogados, ninguna.
– Indíqueme usted entonces, si es tan amable.
Ella volvió a contemplarme con aquella mirada vacía, y luego, sin fijarla, la desvió hacia un platillo de estaño entre las flores. El mensaje no podía ser más claro. Deposité una moneda. La florista no pareció satisfecha y dejé caer otra. Esta vez funcionó.
– Présteme atención o se perderá. Pasará el segundo puente, tomará primero a la izquierda, después nuevamente a la izquierda, a la derecha luego y otra vez a la derecha.
Le di las gracias, regresé al coche y seguí por la calle del Tojo. A la salida del pueblo vimos el Puente Medieval sobre el río Turbión. A partir de ahí, procuré poner en práctica las orientaciones de la florista.