No debían de ser muy precisas porque, un cuarto de hora más tarde, estábamos perdidos en el bosque.
6. El Puente de los Ahogados
Habíamos atravesado el Puente Medieval, muy hermoso, con ojivas sobre la ría y, más allá, un segundo paso sobre el río Turbión, el puente que llamaban de los Ahogados, cuya estampa, integrada por una sola y apuntada arcada románica tapizada de hiedra, respondía a su lúgubre nombre.
Tras cruzar el Puente de los Ahogados, nos habíamos adentrado por una pista forestal serpenteante entre una arboleda de pinos negros, encinas y robles. A medida que la pista se alejaba de los linderos, el bosque se fue tupiendo con otras especies, avellanos, castaños, arces, y enmarañándose con ortigas, helechos y matorrales cuyo espesor disuadiría de cualquier propósito de penetrar su espinosa muralla. La nieve seguía cayendo, cada vez más espesa, y la pista se iba embarrando a medida que la luz natural, retractada por la bóveda vegetal, se entenebrecía en una láctea oscuridad.
Pronto fue como si la noche hubiese caído. Encendí los faros antiniebla. Tomé, según me había indicado la florista de Ossio, el desvío a la izquierda y, un poco más allá, una nueva bifurcación, también a la izquierda. Pero la pista de tierra se estrechó más y más y el bosque acabó engulléndola.
Volví al Puente de los Ahogados y probé con otro camino. No habíamos recorrido un centenar de metros cuando una barrera de troncos nos impidió pasar. Maldije por lo bajo y regresé marcha atrás, con las ruedas hundiéndose en el barro, mientras Fernán ironizaba sobre mi capacidad de orientación. El subinspector Barbadillo, que iba a su lado en el asiento trasero, le reprendió. Sentada junto a mí, en el puesto del copiloto, Martina se mantenía callada. Con frecuencia miraba hacia lo alto, como revisando las copas de los árboles.
– ¿Está buscando algo, subinspectora? -le consulté.
– Un gato grande y con manchas.
– ¿El marsupilami?
La había hecho sonreír, cuando algo llamó su atención.
– ¡Deténgase, Horacio! ¡En aquella espesura hay alguien!
Pegué un frenazo y la marea de helechos se abrió para dejar asomar una cabeza cubierta por una mata de pelo castaño. Era un cazador. Su escopeta colgaba del hombro. Un perro, un setter irlandés de brillante pelaje, saltó a las roderas.
Volví a salir del coche. Un tanto avergonzado, comenté al cazador que nos habíamos extraviado buscando el palacio de Láncaster.
– No es nada extraño perderse por estos parajes -dijo él-. La floresta es muy cerrada y si no la conocen… Tienen que regresar al segundo puente, tomar el camino de la izquierda y luego el de la derecha. Más adelante, virará de nuevo a la derecha y después a la izquierda. Les habrán indicado mal, porque han seguido justo la ruta contraria.
Fermín me miraba con sorna. Traté de justificarme:
– Nos orientó una mujer del pueblo. Con el pelo blanco, sentada en los soportales de la plaza.
– ¿La señora Reme? -le sonrió el cazador-. ¿La ciega?
Fermín se echó a reír. Martina había salido del coche. Se acercó al perro y se puso a acariciarlo y a hablarle en voz baja.
– ¿Cómo se llama?
– Mercur -repuso su dueño.
Al setter parecieron gustarle las caricias de la subinspectora. «O consolarle», pensé. Ella le estaba diciendo:
– ¿Por qué estás tan nervioso, Mercur?
El perro se había puesto a gemir, como si tuviera miedo. Martina preguntó al cazador:
– ¿Han visto algo raro? ¿Huellas de algún felino, por casualidad?
– El perro ha olfateado un par de venados, pero está inquieto y no sé por qué. Es la primera vez que pisa la nieve. Puede que sea por eso.
Subimos al coche patrulla. Di la vuelta y conduje de regreso, siguiendo las nuevas indicaciones hasta encontrar el camino correcto.
El bosque se iba aclarando. La blanda pista de tierra desembocó en una extensa pradera en la que trotaban caballos asturcones. Los copos caían suavemente, velando la visibilidad y haciendo crepitar los neumáticos.
Al fondo, desdibujada por la blanquecina luz de la nevada, se alzaba, extraña y fantasmal, una mansión de planta cuadrada coronada por dos torreones. El edificio, aquel extravagante capricho que en el pueblo, y ahora entendíamos por qué, llamaban Casa de las Brujas, tenía algo de castillo, de palacio y de abadía. Para cualquiera de esos escenarios habría servido como decorado cinematográfico. Y mejor aún, pensé, para una película de terror.
A medida que nos acercábamos, una fuerte impresión de irrealidad, derivada de aquel estrafalario caserón, se fue apoderando de nosotros. Yo no había visto jamás, ni he vuelto a ver, un edificio como la mansión Láncaster.
Su insólita arquitectura me inspiró una instantánea deducción: tampoco sus habitantes podían ser gente corriente.
7. La mansión Láncaster
Detuve el coche frente a una verja de hierro forjado abierta de par en par. En ambas hojas, con el trazo de una capitular gótica, se recortaba artísticamente una letra mayúscula, la L.
Metí la primera marcha y el coche enfiló un ramal de grava cubierta de nieve que daba la vuelta a una rotonda concebida como un islote vegetal. Continué hasta los jardines delanteros y aparqué a un lado de la fachada principal, junto a otros vehículos: un Fiat deportivo con diseño de los años sesenta, un elegante y moderno Lexus y dos idénticos todoterreno de fabricación japonesa.
Un grupo de nueve personas, seis hombres y tres mujeres, nos aguardaba en la entrada, a cubierto de la nevada bajo una marquesina cuyo estilo modernista chocaba con la galería de arquillos neogóticos o calado corredor que ceñía en su completo perímetro la primera planta.
En altura, el monumental diseño de la mansión se alzaba afiligranándose en elementos barrocos y mudéjares, exacerbados mediante una decoración que alternaba gárgolas y conchas de peregrino con vidrieras emplomadas y geométricos mosaicos destinados a colorear los torreones hasta los aleros de sus pináculos de pizarra.
En cuanto descendimos del coche patrulla, un hombre se separó del resto del grupo y bajó las escaleras para recibirnos.
Llevaba un abrigo austríaco y debajo un traje de pana. Le calculé alrededor de cuarenta años. Tenía un aire tísico, la nariz en pico de loro y los ojos demasiado juntos. Una cerrada barba proporcionaba a su rostro una impronta hosca, casi agresiva. Sin embargo, la mirada era huidiza. Su voz no pretendía darnos la bienvenida y no sonó clara ni franca al decir:
– Soy Lorenzo de Láncaster. ¿Quién de ustedes es el subinspector?
Un tanto intimidado, Barbadillo se identificó. Lorenzo de Láncaster nos fue dando la mano uno por uno. Algo más amablemente, solicitó:
– Les agradecería que hablasen con mi madre. La tranquilizará saber que han llegado.
– No hemos venido para tranquilizar a nadie -le replicó Fermín Fernán.
El noble miró al agente como desde una posición superior.
– Entonces, ¿cuál es su prioridad?
– Por lo que me da en la nariz, investigar una muerte.
La mirada del señor de Láncaster concentró una gran preocupación:
– ¿Van a abrir una investigación? ¿Así como así?
– Así como lo prescribe la ley -contestó Fefé, con lengua estropajosa. La resaca no se le había curado con el viaje ni con el frío que estábamos pasando.
Los blancos dientes del aristócrata asomaron entre la barba para esbozar una sonrisa sarcàstica.
– Será para los casos en los que se haya cometido un crimen.
Fermín soltó un disparo verbaclass="underline"
– ¿Presume que no se da esa circunstancia o se trata, por su parte, de una declaración de inocencia?