Aquella extraña pareja regresó a mi memoria. Tenían un aire marginal y sus macilentas miradas compartían viejos temores, como si algo les acechara o amenazase. Estuvieron conmigo, efectivamente, en el Instituto Anatómico de Bolscan, fingiendo que reconocían a su hija Azucena en el cadáver de una mujer a la que no habían visto nunca. Unas horas después, asistieron en primera fila al funeral que se celebró en la capilla-panteón de los Láncaster.
– ¿No le llamó eso la atención, Horacio? -me preguntó Martina.
– ¿El qué?
– El hecho de que sus padres permitieran que la enterraran en el panteón de los Lancaster, siendo su marido sospechoso de haberla asesinado. ¡Lo autorizaron porque ellos sabían muy bien que no estaban enterrando a su hija, sino a una extraña, a esa pobre hermana Benedictina que tan poco se movió en su vida monacal y tantas vueltas acabó dando después de muerta!
– Hay otra razón, inspectora. Puede que para ellos, para los López Ortiz, siendo de extracción humilde…
– ¿Va a decirme que lo consideraban una especie de honor póstumo? ¡Vamos, Horacio! El país ha cambiado. Los aristócratas ya no son lo que fueron.
– Usted lo sabrá mejor que nadie, baronesa.
Fue ésa una de las veces en las que realmente la sorprendí. Martina dejó el humeante cigarrillo en el platito del vaso de agua que estaba usando como cenicero y me miró como yo la había mirado tantas veces a ella, cuando me deslumbraba con sus deducciones:
– ¿Cómo se ha enterado?
– Yo también tengo mis fuentes, baro… inspectora.
– Espero, mi querido Horacio, por la amistad que nos une, que sepulte esa información en el profundo pozo de su discreción. -La inspectora miró el reloj y pronosticó misteriosamente-: ¡Quedan apenas cinco minutos para que haga su entrada por esa puerta el hombre del ramo de rosas! ¿Qué más quiere saber sobre el caso Láncaster, Horacio?
– Dos últimas cuestiones. Primera: ¿cómo obtuvo esa información sobre Abu Cursufi?
– Una denuncia mía a Interpol sirvió para que, hace apenas una semana, una patrullera australiana detuviera, en aguas de su país, al yate de Cursufi, El Halcón Maltés, con la bodega llena de armas. Para evitar la extradición, Cursufi proporcionó información sobre grupos islámicos armados. Logré que las autoridades australianas le interrogasen, además, por las actividades de su amigo Hugo de Láncaster y por la verdadera identidad de su primera mujer. Cursufi reveló el origen de esa suplantación, y cómo Casilda de Abrantes se transformó en Azucena López Ortiz. Para ello, cambió de aspecto, se matriculó en una academia de azafatas y fingió que veía por primera vez al barón en el curso de un vuelo. Tras casarse con su primo Hugo, se convirtió en baronesa.
– Y más adelante, con su segundo papel, en la anciana duquesa, en doña Covadonga.
– Eso es. En ese rol, como doña Covadonga, fue ella, la hábil Casilda, quien llamó a Jefatura y habló con el subinspector Barbadillo para notificar la muerte de su nuera; quien, caracterizada como la vieja duquesa, nos recibió en el palacio cuando fuimos a investigar el cadáver del invernal, y quien incurrió en una primera contradicción que me hizo sospechar. Hugo de Láncaster nos aseguró que él había llamado a su madre en Nochebuena, desde La Corza Blanca, para felicitarle la Navidad. Sin embargo, doña Covadonga no recordaba haber recibido esa llamada. Y no podía recordarla porque Hugo, en la tarde del 24 de diciembre de 1989, había hablado con su auténtica madre, con la verdadera duquesa, que todavía estaba viva. Apenas unas horas después, Elisa y Casilda la asfixiarían con su propia almohada… Pero tenía una última cuestión que consultarme, Horacio. Dese prisa. Sólo le queda un minuto.
– ¿Para qué?
– Para que se presente ese extraño. Dispare, vamos.
– Muy bien, allá voy. Cuando llegamos al palacio de Láncaster, la duquesa la identificó al oír el apellido De Santo. Nos dijo que años atrás había estado en la embajada española en Londres, y que allí la conoció a usted, de pequeña, como hija del embajador. Si en ese momento era Casilda la que ya estaba suplantando a doña Covadonga, ¿cómo sabía todo eso?
– Por su diario. Recuerde que el de la verdadera duquesa se estropeó al caer a un estanque, y que su nuera Azucena tuvo que ayudarle a pasarlo a limpio. De esa manera, Casilda se enteró de los pasajes de la vida de doña Covadonga que no conocía… Treinta segundos, Horacio.
– ¿Por qué fue Casilda a isla Reunión?
– El barón hizo creer a Dalia, y eso me recuerda que debemos incorporar al expediente policial sus cartas de la luna de miel, que Casilda hizo ese largo viaje para contribuir a obtener financiación para una película, pero Hugo la invitó para olvidar sus diferencias, negociar con ella y repartirse el poder; para tratar de recuperar su complicidad, y quién sabe, su amor. Si no lo conseguía, urdiría algún otro mecanismo para desmontar su juego; pero Hugo no podía saber que su estrategia era inútil y que, mientras él confiaba en volver a seducir a su prima, ella ya le había preparado a su regreso del índico una nueva trampa en forma de crímenes por encargo… ¡Cuidado, Horacio, a su espalda! ¡El hombre de las rosas acaba de llegar!
Instintivamente, saqué el arma. La puerta de la habitación se abrió y una montaña de flores irrumpió en el cuarto de la convaleciente. Debajo del ramo asomaban un par de pantalones, pero el rostro de su dueño quedaba oculto por las flores.
La inspectora se reía con ganas. Aprovechando la confusión, había cogido otro cigarrillo. Su jocoso tono hizo que me relajara.
– Enfunde, Horacio. Sólo es mi amante.
Las rosas rojas se abatieron sobre la cama y Javier Lombardo se materializó en la habitación. El famoso actor dudó al verme:
– No sé si molesto…
– Nada de eso -dije-. Ya me iba. La dejo con este hombre irresistible, inspectora.
– Y puntual.
Sonreí:
– Ya entiendo, era un truco. El la llamó para preguntarle a qué hora podía venir a verla…
– Y yo le pedí tres docenas de rosas. Por cierto, Javier, ¿te has divorciado?
– Bueno, yo…
– No importa. Seguiremos hablando de ello. De momento, ven a la cama. Si nos disculpa, Horacio.
Lombardo se había quedado parado, en medio de la habitación. Era más bajo que en el cine. Recordé que le doblaban en las escenas de acción.
– ¿A la cama, has dicho?
Martina le hizo un guiño sensual.
– Estoy un poco tensa. Me vendrá bien relajarme.
– ¿Y tu herida?
– ¿Te da miedo la sangre?
– Podría abrirse, infectarse…
Abrí la puerta conteniendo la risa.
– Que disfrute de la compañía, inspectora. Estaré en Jefatura, por si necesita algo.
– Gracias, Horacio. También, a su manera, es usted un hombre irresistible.
Desde el pasillo le tiré un beso con la punta de los dedos. Y susurré, sin saber si me oía o no:
– Buena suerte, baronesa.
Juan Bolea