Tanta altanería irritó al dueño de la casa:
– Esa pregunta, que es impertinente, en todo caso deberá contestarla usted.
Como buen discípulo de Buj, Fefé no solía arredrarse ante faltas de respeto o de colaboración, que para él venían a ser una misma cosa.
– Lo haré en cuanto hayamos examinado el cadáver.
– Cállese, Fermín, y vayamos por partes -terció Barbadillo, temiendo que la actitud del agente les causara problemas-. ¿Quiere decirnos dónde ha aparecido el cuerpo, señor Láncaster?
La huesuda mano de Lorenzo señaló más allá del jardín, por encima de los abetos, hacia algún inconcreto lugar de la boscosa ladera cuya visibilidad se difuminaba bajo la nieve.
– Encontramos a mi cuñada Azucena allá arriba, en los prados, a unos ochocientos metros.
– ¿De distancia o de altitud?
– De altura.
– ¿Se puede llegar en coche?
– No.
– Supongo que allá arriba también estará nevando.
– Y con más intensidad que aquí.
La temperatura había descendido. En aquel apartado valle de la Sierra de la Pregunta, cerrado por altas peñas, no regía la suavidad térmica de la orilla del mar y hacía bastante más frío que en la ciudad. Nuestro aliento se transformaba en vaho. Barbadillo estaba pensando en la posibilidad de llamar a un helicóptero, pero, debido al mal tiempo, lo desestimó. Martina preguntó al aristócrata:
– ¿Los restos de su cuñada permanecen a la intemperie?
– En el mismo lugar en que aparecieron.
– ¿Han tocado algo?
Lorenzo palideció.
– Yo… Alcé el destrozado rostro de Azucena, pero… No, no toqué nada.
– ¿Ha dejado a alguien vigilando?
– A un hombre de confianza. Tiene orden de no permitir acercarse a nadie.
Martina aprobó su actitud e inquirió:
– ¿Cuál cree que ha sido la causa de su muerte?
– Por partes, subinspectora… -tornó a postular Barbadillo, pero una decidida Martina le hizo caso omiso.
– Responda, señor Láncaster.
– No lo sé.
– ¿Sospecha que su cuñada ha podido ser asesinada?
Lorenzo volvió a vacilar. Era obvio que lo estaba pasando mal.
– No, no lo creo.
– ¿No lo cree, no quiere creerlo o no lo sabe?
Dio la impresión de que el hijo de los duques iba a replicar con brusquedad, pero se retrajo y dijo con voz sorda:
– Las heridas son atroces.
– Descríbalas -le pidió Martina.
– Dentelladas, zarpazos… Como si la hubiese atacado alguna clase de fiera.
– ¿Un gran felino? -apuntó el subinspector.
Lorenzo volvió a dudar. Deduje que su temperamento era débil y su aparente seguridad una mera y defensiva corteza.
– En nuestros bosques sólo sobreviven unos pocos linces.
– Una pantera ha escapado esta noche de un circo instalado en Turbión de las Arenas -le informó Barbadillo.
– No lo sabía.
– ¿Podría ser la causante del ataque?
– Tal vez.
– Si no nos damos prisa -advertí yo-, sucederán dos cosas: que el animal volverá a atacar y que la nieve borrará sus huellas.
– Enseguida nos pondremos en camino -decidió el subinspector-. Nada nos cuesta presentar nuestros respetos a la señora duquesa.
Lorenzo le miró con algo parecido a la gratitud.
– Será un momento. Síganme.
Al comprobar que no se les requería para nada, los empleados del palacio fueron regresando a sus ocupaciones. De su número se desprendía que la familia Láncaster atesoraba una gran fortuna y que sus miembros podían permitirse el lujo de mantener un nutrido servicio doméstico. Antes, en el recibimiento que nos habían deparado esos mismos empleados, alineados a la entrada, silenciosos y estáticos, me había parecido intuir algo anómalo. Ese comportamiento coral no había sido espontáneo. Martina también se estaba preguntando por qué razón el servicio en pleno había sido formado ante nuestra llegada.
– ¿No le ha parecido improcedente, Horacio? -me susurró la subinspectora, frenando el paso para que no nos oyeran-. Nadie más que el hijo de los duques tenía por qué estar esperándonos, pero, por algún motivo que no acabo de entender, y que nadie se ha tomado la molestia de explicarnos, han hecho formar a todos los empleados, desde la cocinera hasta ese encorbatado tipo que tiene toda la pinta de ser el administrador. Fue como si nos invitasen a pensar que entre los miembros del servicio pudiera ocultarse algún sospechoso.
Estuve de acuerdo. Y asimismo coincidí con ella cuando, acto seguido, Martina formuló la siguiente reflexión:
– Piénselo bien, Horacio. Todavía no sabemos qué ha pasado, pero ¿habría obrado de otro modo alguien que hubiese pretendido inducir a la policía a prejuzgar un crimen?
– Tiene razón, subinspectora. Y en este remoto paraje -añadí, posando la mirada en una de las diabólicas gárgolas adosadas al muro de piedra sillar de la fachada de la Casa de las Brujas-, conseguir ese efecto no resulta difícil. El propio lugar huele a misterio.
8. La duquesa nos da la bienvenida
Entramos a la mansión.
Sobre el vestíbulo, concebido como un patio interior, y una lámpara de araña que pesaría media tonelada pendía de un solo cable de acero. Sus cristales recogían la luz de las claraboyas abiertas en los torreones, proyectándola hacia la planta baja e irisando con reflejos dorados y malvas una confusa decoración de armaduras medievales, relojes de pared y trofeos de caza. Entre una serie de tapices de Flandes, las cabezas de un rinoceronte blanco, de un león y de un extraño cérvido de arbórea cornamenta, un reno, tal vez, colgaban del muro.
Todo era kitsch.
Más allá, hacia el corredor principal, y como formando parte de un museo de ciencias naturales, una sucesión de altas vitrinas de madera rubia contenían, embalsamados, pájaros exóticos, felinos, roedores cuyos ojos muertos parecían mirarnos con un inquietante y abetunado fulgor. Había una sección de fetiches africanos y un herbolario dedicado a plantas fosilizadas, además de un gigantesco expositor con monstruos marinos. ¿Qué hacían allí esas especies, trofeos y fósiles? Horas después, ya con la investigación en marcha, sabríamos que la exhibición de semejantes colecciones obedecía a dos incontenibles fervores: por una parte, a la curiosidad científica del destacado naturalista que había sido Jaime de Láncaster, el anciano duque, fallecido el año anterior; por otra, a la pasión por la caza mayor de otro de sus hijos, Hugo.
– ¿Le gustaría vivir aquí? -pregunté a Martina en voz baja.
– Sería el sueño de toda mujer enamorada de Barba Azul.
Reí por lo bajo. Semejante concentración de mal gusto me hizo alzar la mirada en busca de la opaca claridad, procedente de las altas claraboyas, que bañaba la planta baja con un enfermizo resplandor. Hasta el arranque de las escaleras helicoidales que comunicaban con los torreones, las tres plantas del palacio quedaban unidas por una escalinata de piedra arenisca, muy ancha en el entresuelo y escindida en dos tramos a partir de los rellanos del primer piso. En la planta baja, más allá del vestíbulo, los pasillos de distribución, dispuestos en forma de cruz, permanecían prácticamente a oscuras. A indicación de Lorenzo de Láncaster, avanzamos por el que se dirigía hacia el ala oeste del edificio.
El palacio estaba envuelto en silencio. Oímos unos pasos a nuestras espaldas y una sombra emergió de la penumbra. Era un sacerdote flaco como un huso, de blancas patillas y amarillenta faz. Se dirigió hacia nosotros como si no rozara el suelo. Las perneras del pantalón le holgaban y el alzacuello le bailaba bajo la nuez. En sus ojos, que sólo miraban a Lorenzo de Láncaster, ardía el dolor. Su voz pareció crujir cuando dijo:
– En esta hora, más que en ninguna otra, no vayas a olvidar que el Señor es misericordioso.