Lorenzo reclinó la cabeza. En un gesto fraterno, el sacerdote le tomó por los hombros y le susurró al oído algunas palabras más.
– Gracias por venir, padre -murmuró el noble, con agradecimiento-. En tan dramáticas circunstancias, nadie podría ayudar a mi madre mejor que usted. -La entereza de Lorenzo volvió a resquebrajarse-. ¿Por qué ha tenido que ocurrir?
El sacerdote se esforzó en consolarle:
– Sólo Dios lo sabe. Tal vez El nos lo quiera explicar un día. No te atormentes más, Lorenzo.
– ¡Pobre Azucena! Si la hubiese visto…
– Tendré que hacerlo para administrarle, siquiera de manera póstuma, la extremaunción. La duquesa me ha insistido en ello.
– ¡Mamá está en todo! Yo ni siquiera lo hubiese pensado.
– En el ejército del Señor, cada soldado cumple con su deber.
– Sí, pero… Estoy sobrepasado, padre. Apenas puedo pensar… Haga el favor de aguardarnos junto a la puerta del jardín. Estos señores desean saludar a mi madre. En seguida nos pondremos en camino hacia el lugar donde…
El sacerdote hizo un comprensivo gesto y desapareció por el pasillo. Un deprimido Lorenzo nos fue precediendo hacia uno de los salones. Que más bien era, según pudimos comprobar en cuanto nos hubo abierto sus puertas, una limpia y casi desnuda nave cuyas dimensiones habrían equivalido a las de un salón del trono.
Susurré a Martina:
– ¿Para qué emplearán semejante estancia?
Tampoco la subinspectora salía de su asombro. Bóvedas de crucería aportaban a la sala un aire monástico, aunque tan ecléctico o manierista como el resto del palacio.
El muro que daba a la fachada posterior, a los jardines, se diluía en un efecto casi translúcido merced a sus grandes y transparentes ventanales en forma de arcos lobulados sobre finas columnas de alabastro. En cambio, la pared maestra, el opaco lienzo sillar junto al que nos encontrábamos, atrapaba en dorados marcos a otros Láncaster ya difuntos, cuyos retratos al óleo nos contemplaban desde su aristocrática eternidad. Eran idealizadas efigies de duques, marquesas, almirantes, obispos. Cambiaban los uniformes, las condecoraciones, los vestidos, los peinados, pero el cejijunto ceño, las frentes despejadas y las aguileñas narices típicas de los Láncaster permanecían como enseñas de la estirpe.
Una sola pero descomunal mesa oblonga de madera taraceada, en la que bien podría haberse celebrado algún consejo de ministros, centraba la sala. Sobre la chimenea, de un mármol tan blanco como la tumba de un príncipe renacentista, lucía, en campo de plata, el escudo de los Láncaster: bordura de gules, un castillo de oro y dos lobos sosteniendo entre sus fauces sendos trozos de carne ensangrentada.
– Vengan por aquí -nos dijo Lorenzo, rodeando la asamblearia mesa.
Los enormes ventanales invitaban a contemplar los jardines, pero en el exterior la luz era cada vez más oscura. Como pétreas sombras, estatuas de diosas y sátiros se entreveían en el nevado césped, junto a los estanques y las fuentes. En el punto de fuga del paisaje invernal se perfilaba un lúgubre panteón familiar cuya aguja de piedra apuntaba al cielo.
Detrás de la gran sala a la que acabábamos de ingresar se abría un pequeño despacho octogonal, cuyo techo, a fin de proporcionar a esa habitación, en contraste con las dimensiones del contiguo salón, un poco de recogimiento e intimidad, había sido rebajado con un rico artesonado policromado con las armas, escudos y emblemas de la casa ducal. Había muy pocos muebles: dos butacones tapizados con pieles de guepardo y un escritorio de caoba Manqueado por grandes candelabros dorados y una talla románica de la Virgen de Covadonga.
La duquesa nos esperaba junto a la única balconada abierta en aquel prisma espacial cuyos estucados muros habían sido pintados de color salmón. Parecía que los copos de nieve caían sobre la anciana aristócrata.
Grande de España, dueña de treinta mil hectáreas, de inedia docena de mansiones y de una veintena de firmas y empresas, Covadonga Narváez estaba sentada en una silla de ruedas, con la cabeza inclinada hacia un lado. No tanto, según sabríamos después, para melancólicamente contemplar la nieve derramándose sobre la majestad de sus jardines, como debido a una lesión cervical.
Lorenzo nos hizo un gesto circular, invitándonos a desplegarnos en abanico, pues la duquesa no se iba a mover. I,o hicimos nosotros, hasta ingresar en su campo de visión.
Doña Covadonga vestía de negro. No llevaba collares ni pendientes. Unos mitones de raso protegían sus manos de la humedad. Su rostro tenía una blancura de arroz. La vida que se le escapaba por los poros de la piel había debilitado su lacio y pajizo cabello, pero sus ojos brillaban con un acopio de orgullo y su voz sonó algo más tersa de lo que en principio habría correspondido a un cuerpo tan torturado:
– En doscientos años de historia del ducado de Láncaster, es la primera vez que la policía entra en mi casa. Sean, en cualquier caso, bienvenidos.
9. ¿Dónde está Hugo?
Junto a la duquesa permanecía en pie una mujer joven, con el cabello rizado y un aire dulce. En una primera impresión, resultaba lícito deducir que su ternura residía en su mirada inerme, como necesitada de protección. No era guapa. Su cutis, acaso contagiado del mortecino aire de la mansión, carecía de luz. Aparentaba ser algo mayor, pero no pasaba de los treinta años. Sus planos mocasines, las convencionales medias, un traje de chaqueta gris y una blusa de color pistacho le daban el aspecto de lo que realmente era.
– La asistente personal de mi madre -nos la presentó Lorenzo-. La señorita Elisa.
El subinspector Barbadillo ni siquiera la miró. Se acercó a doña Covadonga y, mientras los demás permanecíamos a una respetuosa distancia, más cerca de la talla de la Virgen que de la dueña de la casa, tomó entre las suyas la mano que la anciana dama le tendía e hizo ademán de besarla. El subinspector debió de pensar que un mínimo protocolo exigía introducirnos debidamente y, como si en lugar de policías fuésemos los invitados a una recepción, se puso a presentarnos, comenzando por Martina.
Al oír el apellido De Santo, la duquesa sondeó:
– ¿Tiene usted algo que ver con el embajador?
– Era mi padre -repuso la subinspectora.
Doña Covadonga le sonrió con afecto.
– Entonces… ¿aquella niña de grandes ojos grises con la que desayuné alguna mañana en nuestra embajada en Londres…?
– Yo también la recuerdo muy bien, señora. Era usted tan…
– ¿Hermosa? -sonrió la anciana, con un poso de amargura-. Olvidemos el pasado. ¿No son los recuerdos como antiguas joyas que creíamos haber perdido y que, de improviso, cuando ya no esperamos recuperarlas, aparecen por sorpresa en un cofrecito? A pesar de que llevo un diario desde hace años, he perdido muchos de mis recuerdos, y con ellos…
La duquesa estaba esforzándose por erguir la cabeza, pero los músculos de su cuello ya no tenían vigor y volvió a inclinarla.
– Máximo de Santo, todo un caballero… Supe que su padre había muerto, Martina, y lo sentí mucho… Me alegro de volver a verla convertida en toda una mujer… policía.
– En esa condición intentaré ayudarla.
– Se lo agradezco, porque vamos a necesitar apoyo. La horrible desgracia que nos ha golpeado…
– No te alteres, mamá -rogó Lorenzo.
Un líquido temblor anidó en los ojos de doña Covadonga. Sollozó y con la uña del dedo meñique se enjugó una lágrima. Parpadeó y dijo con apenada gravedad:
– Hoy es un día aciago para la casa de Láncaster. Mi nuera Azucena ha muerto.
De la tensión, la duquesa se ahogaba. Tosió e hizo una pausa para tomar aliento.
– Tan sólo llevaba unos meses casada con Hugo. Su cuerpo ha sido hallado en los pastizales. Mi hijo Lorenzo les conducirá hasta allí.
– El mismo acaba de adelantarnos alguna información -comentó Barbadillo-. ¿Tiene usted idea de cómo ha podido ocurrir?