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Doña Covadonga enlazó las manos y apretó las falanges de los dedos.

– Del relato de Lorenzo he desprendido que fue un accidente.

El subinspector sacó su libreta de notas.

– ¿Le importa que le haga algunas preguntas?

– En absoluto.

– ¿Estuvo usted anoche con su nuera?

En ese momento, la puerta de la sala se abrió para dar paso a un hombre mayor, obeso, que caminaba dificultosamente con un sombrero en la mano; la otra aferraba un maletín. Ignorando al resto de los presentes, el recién llegado se dirigió sin preámbulos a la dueña de la casa:

– ¿Qué tal se encuentra, señora duquesa?

– Bien, José Luis, gracias.

Lorenzo volvió a asumir su papel de anfitrión:

– El doctor Guillén. Nuestro médico de cabecera.

– Me quedaré más tranquilo si le tomo la tensión -dijo el doctor, sin reparar todavía en nosotros. La urgencia que parecía dominarle no le impidió expresarse con un poso de académica pedantería-: ¿Es cierto, duquesa, que acaba de sufrir un episodio de pérdida de conciencia?

Doña Covadonga guardó silencio. Elisa repuso por ella. Estaba nerviosa y no vocalizó con corrección, pero el timbre de su voz sonó melodioso:

– Cuando la señora se enteró de la trágica noticia, sufrió un desvanecimiento. Le hice beber agua. Tomó una pastilla de chocolate y se recuperó.

No sin humor, doña Covadonga corrigió a su asistenta:

– Era un bombón de la Dulcería Núñez. Precisamente de esa caja de bombones de licor que el doctor me tiene expresamente prohibida.

– Es cierto -admitió Elisa con una sonrisa tímida-. Pero hizo efecto. La señora se recuperó en pocos minutos.

El médico nos indicó:

– Señores, por favor.

Parecía decidido a examinar a la duquesa, por lo que nos retiramos a la sala grande. Una vez allí, el subinspector Barbadillo volvió a preguntar a Lorenzo cuándo había sido la última vez que habían visto viva a su cuñada Azucena.

El aristócrata contestó:

– Anoche. Azucena nos acompañó a la misa de gallo, en nuestra capilla.

– ¿Qué hizo ella después?

– Se retiró a descansar.

– ¿A qué hora?

– Sería más o menos la una y media -calculó Lorenzo.

– ¿Alguien la vio salir de su habitación?

– No.

– ¿Tenía que abandonar el palacio por algún motivo?

– Que yo sepa, no.

El subinspector se balanceó, impaciente. Quería encaminarse cuanto antes a los pastizales para examinar el cadáver, pero sin parecer descortés. Por otro lado, todavía deseaba preguntarle a la duquesa algo que juzgaba importante. Desde el despacho, escuchamos decir al doctor Guillén:

– Si lo juzga estrictamente necesario atienda a esos señores, doña Covadonga, pero retírese pronto a descansar.

El médico salió con su maletín y se aproximó a nuestro círculo.

– ¡Qué mujer ésta! Ni siquiera me ha dejado que la ausculte. Disculpen… No sabía que eran policías. ¿Hay algún forense entre ustedes?

Barbadillo le adelantó que no tardaría en presentarse el doctor Marugán, director del Instituto Anatómico.

– Somos del mismo curso -afirmó el doctor Guillén; y su cara, surcada de arrugas, se replegó en una sonrisa-: En consonancia con nuestra edad, podría calificársenos como viejos colegas. Aguardaré su llegada, por si puedo serle de alguna utilidad.

El subinspector le dio las gracias. Volvió a entrar en el curioso despacho octogonal cuya abigarrada decoración, un cuadro cubista, la lámpara de diseño industrial, incluso una planta exótica de carnosas flores rojas, parecía tan fuera de lugar como el atrezo de un sueño, y se dirigió a la duquesa:

– ¿Cuántos hijos tiene usted, señora?

– Dos. Lorenzo y Hugo.

– ¿Por ese orden? ¿Lorenzo es el mayor?

– Sí. Me hubiese gustado tener alguna hija, pero no pudo ser.

– ¿Puedo preguntarle dónde está su hijo Hugo?

Lorenzo se situó al lado de su madre. La voz de doña Covadonga tembló:

– Puede preguntarlo, pero yo no puedo responderle.

– ¿No sabe dónde se encuentra?

– No. Se marchó y no ha regresado.

– ¿Cuándo se marchó?

La mandíbula de la duquesa volvió a temblar.

– Hará tres días.

– ¿Por qué motivo?

– Discutió con su mujer -reveló Lorenzo.

Doña Covadonga no pudo contener su disgusto:

– ¡No seas indiscreto, Lorenzo!

El subinspector quiso saber:

– ¿Cuál fue el motivo de esa discusión?

– Cosas de ellos -contestó con vaguedad la madre.

– ¿Desde entonces no han vuelto a saber nada de su hijo Hugo?

– No.

Debido al vencimiento del cuello, la mirada de la duquesa era oblicua. Llevaba los ojos y los labios pintados y el resultado era más bien patético. Lo único que Barbadillo pudo deducir de su expresión fue un inmenso abatimiento.

El subinspector siguió preguntando:

– ¿Sabe su hijo Hugo que su esposa ha muerto?

Doña Covadonga se retorció las manos.

– Me temo que no. ¿Tendré que ser yo quien le dé la noticia? ¡Oh, Dios mío!

El subinspector contempló la nieve que no cesaba de caer y que a todas luces iba a dificultar la investigación. Apremió:

– Gracias, señora duquesa. Seguiremos después. Ahora vamos a subir al monte para examinar el cuerpo. ¿Puedo pedirle un favor? No tardará en presentarse el inspector Buj, acompañado por el juez y por un médico forense. Si no hemos regresado, le agradecería que alguien les guiase hasta el lugar donde nos encontremos.

Cuando ya abandonábamos la sala grande, Lorenzo de Láncaster tuvo una reacción extraña. Retrocedió y susurró algunas frases al oído de su madre. Después tornó del brazo a Elisa y la invitó a desplazarse unos metros, alejándola de doña Covadonga y de su silla de ruedas. Igualmente, habló a la asistenta en voz baja, durante casi un minuto.

Acto seguido, el hijo mayor de la duquesa regresó junto a nosotros y nos invitó a salir del palacio.

10. Rugidos cercanos

En el jardín recogimos al cura, que se había puesto una boina vasca y una tricota negra. Portaba los santos óleos en una cajita de terciopelo resguardada por un paño en cuya superficie habían bordado las letras alfa y omega con hilo púrpura.

Seguía nevando. No se nos había ocurrido traer un solo paraguas, pero una especie de mayordomo, un hombre gastado y servil, de nombre Anacleto, nos facilitó unos cuantos, todos iguales, amarillos y rojos, muy llamativos y «patrióticos», según comentó el también muy castizo agente Fernán. Al desplegarlos, comprobamos que eran sombrillas publicitarias de la marca de un mosto sin alcohol, de cuya distribución se encargaba una empresa de la familia Láncaster.

Tras las magras espaldas de Lorenzo y del sacerdote, a quien el primogénito de la casa ducal acababa de llamar «padre Arcadio», atravesamos los jardines hasta llegar a la capilla-panteón, donde la noche anterior se había celebrado la misa de Nochebuena.

Una corona de hortensias rodeaba ese extravagante templo. El ábside aparecía sobrecargado con una decoración mosaica estilo neomudéjar, pero la aguja de piedra, adornada con filigrana de ladrillo, parecía responder a una inspiración más gótica. Aquel panteón tenía algo de arcano y de pagano a la vez. Un niño con atracción hacia lo fantástico se lo imaginaría asediado de brujas y lobos, de druidas y círculos de fuego.

Alargando las zancadas, Lorenzo se internó en la floresta. Yo iba detrás del cura y agucé el oído para escuchar lo que entre ellos hablaban.

– Cualquiera pensaría que sobre este lugar pesa una suerte de maldición -estaba diciendo el padre Arcadio.

Ese temor tenía su base. Tan sólo un par de días atrás, siguió lamentándose el cura, había fallecido la hermana Benedictina, la monja más joven del Convento de la Luz. Un absurdo accidente doméstico le había arrebatado la dicha de existir y de seguir adorando al Señor. Hallándose la novicia en el granero, ocupada en enristrar ajos y cebollas y en limpiar las legumbres de la huerta, parte de la techumbre de la falsa le había caído encima. La superiora había llamado a toda prisa al hortelano, a Jacinto, el hijo del jardinero del palacio, quien había trasladado en su coche a la monja herida hasta el ambulatorio de Turbión de las Arenas. Desdichadamente, la hermana había ingresado cadáver.