El sacerdote musitó, apenado:
– La enterramos ayer por la mañana. La hermana Benedictina era un primor. ¡Con la ilusión que le habría hecho celebrar la Nochebuena y la Navidad!
– Nunca he sabido dónde entierran a las monjas de clausura -comentó Lorenzo, denotando una lúgubre curiosidad-. ¿En el claustro?
– Hay un viejo cementerio conventual en lo umbrío del bosque. Es antiquísimo, de la Edad Media.
– Lo conozco. ¡Pero es pura ruina!
– De hecho, no quedaban nichos y hubo que abrir algunos y agrupar los huesos en los osarios de piedra para hacerle sitio a Benedictina… Y después de esa desgracia, la vuestra… ¡Pobre baronesa! ¡Pobre Azucena!
– Sí -dijo Lorenzo-. Ayer mi cuñada estaba llena de vida y hoy…
Pensé que la locuacidad no encarnaba precisamente una de las virtudes de Lorenzo de Lancaster. ¿A qué obedecería su reserva? ¿A introversión, timidez o a una deliberada prevención inspirada por nuestra presencia? Sin conocerle, resultaba imposible saberlo, aunque era fácil percibir que una pantalla de hielo le aislaba de los demás.
De hecho, parecía haberse olvidado de nosotros. En ningún momento nos dirigió la palabra ni se giró para asegurarse de que le seguíamos.
La senda se empinó. Empezamos a subir una ladera arbolada de castaños de Indias. Calculé que habríamos recorrido en sentido ascendente alrededor de quinientos metros cuando llegamos a un claro del que partían otros dos senderos. Lorenzo eligió el que apuntaba al norte. Supuse correctamente que, antes o después, aquella ruta tendría que morir en la costa.
Paramos un momento para esperar a Fernán, que se había rezagado un poco, y reanudamos la marcha. El bosque se fue cerrando más y más. Nuestros embarrados zapatos resbalaban en las piedras cubiertas de musgo. Mi pierna mala sufría, pero yo no estaba dispuesto a quedarme atrás.
El aire estaba saturado de humedad. Salvo la tenue crepitación de la nieve al resbalar por las ramas, la calma era tan absoluta como supongo lo sería veinte mil años atrás, cuando primitivos cazadores recorrían aquellos bosques en busca de los últimos mamuts, usando como moneda las conchas de la playa y decorando con manos blancas y bisontes rojos las paredes de sus cavernas.
De improviso, un rugido aterrador desgarró el aire.
– ¿Han oído eso? -exclamé, deteniéndome y escrutando la vegetación. Pero la maleza no permitía ver más allá de unos pocos pasos.
– Yo diría que ha sonado muy cerca -nos previno el cura.
Un segundo rugido le dio la razón. Fermín sacó su pistola y la esgrimió a ambos lados.
– ¿Qué ha podido ser eso, señor Láncaster? -preguntó Barbadillo, Lorenzo escrutaba los árboles. Como no se decidía a contestar, Martina adujo, yo diría que con un irónico matiz:
– ¿Quizás uno de los linces que, nos decía usted, sobreviven por aquí?
– Tal vez -concedió Lorenzo. Trataba de mantener la calma, pero estaba tan alarmado como los demás-. En el coto quedan algunos ejemplares.
La pregunta que Martina hizo a continuación sólo era inocente en apariencia:
– Los linces no suelen atacar a las personas, ¿verdad?
– No conozco ningún caso.
– Tampoco ha reconocido esos rugidos, ¿me equivoco?
Como si la facultad de eludir las respuestas formase parte de sus privilegios ancestrales, Lorenzo pasó junto a Martina, ignorándola, y reemprendió la ruta, limitándose a decir:
– Falta poco. Apresurémonos.
Un trocito de tela había quedado enganchado en un matorral de boj. Lo cogí y lo mostré a los demás.
– Pana. Del pantalón de algún cazador, quizá.
Nadie, salvo Martina, prestó la menor atención a mi casual hallazgo. Guardé el trozo de tela en el bolsillo.
Continuamos la ascensión. El bosque no comenzó a abrirse hasta que llegamos a la cumbre de la collada. Una vez libres de la agobiante tutela de los árboles, comprobamos que había dejado de nevar.
En los pastizales, el viento hacía rachear una niebla baja. Bajo su fría luz quise imaginar que en los días claros se otearía desde allí la torre de la Colegiata de Turbión de las Arenas. Pero en aquella fantasmagórica jornada no se veía a cuatro pasos.
– ¡Suso! -gritó Lorenzo-. ¿Dónde estás?
– ¡Aquí, señor!
Orientándonos por aquella voz, saltamos una cerca de piedra. En mitad de un prado, protegido de la nevada por un chubasquero cuya ajustada capucha le hinchaba la cara como un globo, un hombre parecía estar esperándonos, lira bajo y recio, y su cayado más alto que él. Unos pasos detrás suyo había un bulto cubierto por una lona. Más allá, se intuía borrosamente el muro de una cuadra.
Cuando nos hubimos acercado a aquel campesino, Lorenzo nos abarcó con un gesto.
– Son policías.
– ¡Ya era hora, señor! -se congratuló el vaquero. Tenía la cara amoratada por el frío-. Pronto mejorará el tiempo y las huellas se borrarán.
De inmediato las vimos. Se marcaban con nitidez sobre la nieve caída, discurriendo en caprichosos itinerarios. A simple vista, pertenecían a un felino de considerable tamaño.
Un demudado Lorenzo se acercó al bulto tirado en el suelo.
– ¿Quieren que yo…?
Aquel pusilánime no pudo seguir. La voz se le cuajó en una especie de quejido. Delegando toda iniciativa, dejó caer los brazos y se alejó hacia la cerca.
Pregunté al vaquero:
– ¿Ha tocado usted algo?
– No. Me he limitado a vigilar el cadáver, según me ordenó el señor Lorenzo.
– ¿Hay alimañas por aquí?
– Y algún perro salvaje. Sin olvidar las buitreras de los cañones del Turbión. Esos malditos han olido la sangre y he tenido que espantarlos a bastonazos. De lo contrario, la señora ya estaría en sus buches.
Volví a estremecerme, en parte por el intenso frío. Sin que viniera a cuento, oí una exclamación de Barbadillo.
– ¿Qué sucede? -le pregunté.
– He olvidado la cámara de fotos.
Martina le tranquilizó:
– No se preocupe. He traído la mía.
– Bien hecho.
Barbadillo indicó al pastor que se alejara y se agachó junto al montículo.
– Prepare la cámara, subinspectora. Veamos qué tenemos aquí.
Con sumo cuidado, Barbadillo fue retirando la lona. Debajo, alguien había estirado, además, una empapada manta de lana que, a juzgar por el olor, habría calentado la silla de alguna caballería.
Debajo de esa manta se dibujaban unos hombros, una pelvis y unas encogidas rodillas. El subinspector terminó de retirarla y la mujer que yacía muerta en el prado hundió en las nuestras su mirada sin vida.
11. Tenemos un caso
Tenía los ojos abiertos, pero la luz de este mundo ya no les podía ser revelada.
La piel de su rostro había sido desgarrada hasta desfigurar sus rasgos. Sin embargo, en el resto del cuerpo, cubierto tan sólo por un camisón salpicado de sangre, no se apreciaban heridas. Al menos, no de la clase de las que hacían irreconocible su faz.
Martina se puso unos guantes de látex y se agachó junto al cadáver. Introdujo un brazo bajo la espalda y manipuló con suavidad el cuello hasta sostener la cabeza. Sus dedos rozaron las heridas, pero los guantes apenas se tiñeron de sangre.
La parte lateral del cráneo que había permanecido en contacto con la tierra había sufrido un terrible quebranto. Como resultado de un fuerte golpe, la bóveda ósea se había partido, provocando pérdida de masa encefálica.