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Lawrence Block

Un baile en el matadero

Matt Scudder, 9

Para Philip Friedman

AGRADECIMIENTOS

El autor se enorgullece de agradecer sus sustanciales contribuciones al Centro para las Artes Creativas de Virginia, donde comenzó este libro, y a la Fundación Ragdale, donde lo completó.

Si Dios castigase a los hombres

de acuerdo con sus merecimientos,

terminaría por no dejar ni una

sola bestia sobre la faz de la tierra.

El Corán

1

A mitad del quinto asalto el chaval del calzón azul le sacudió a su oponente un buen izquierdazo en la mandíbula, al que siguió un contundente directo de derecha a la cabeza.

– Va a caer -me dijo Mick Ballou.

Era cierto que lo parecía, pero cuando el de azul fue a rematarle, el otro logró esquivar su puñetazo justo a tiempo y consiguió, casi a tientas, hacerle un clinch. Mis ojos se cruzaron con los suyos antes de que el árbitro se interpusiera entre ambos púgiles. Los tenía borrosos, desenfocados.

– ¿Cuánto tiempo falta?

– Más de un minuto.

– Tiempo de sobra -me aseguró Mick-. Mira cómo tu chico se lleva a ese chaval por delante. Para ser tan pequeño, está fuerte como un toro.

En realidad, ninguno de los dos era tan pequeño. Eran pesos medios júnior, lo que supongo que les situaría en torno a los 70 kilos. Antes me sabía los límites de pesos para todas las categorías, pero ya no es tan fácil. Ahora se utiliza casi el doble de clasificaciones; hay júnior esto y súper aquello, y además se han creado tres consejos de administración diferentes, cada uno de los cuales proclama a su propio campeón. Sospecho que esta moda debió de comenzar cuando alguien se dio cuenta de que, de cara al público, era mucho más fácil promocionar encuentros por el título, y de hecho, estamos llegando a un punto en el que resulta raro ver algún combate que no sea precisamente eso.

En el que estábamos viendo, sin embargo, no estaba en juego ningún título, y, desde luego, se encontraba muy alejado del glamour y la enorme espectacularidad de los combates por un título que se organizaban en los casinos de Las Vegas y Atlantic City. Estábamos, para ser precisos, en un bloque de cemento perdido en una oscura calle de Maspeth, una zona industrial casi desierta del barrio de Queens, bordeada al sur y al oeste por las secciones de Greenpoint y Bushwick, de Brooklyn, y separada del resto de Queens por un hemiciclo de cementerios. Se puede pasar toda una vida en Nueva York sin acercarse jamás a Maspeth, o incluso recorrerla en coche docenas de veces sin darse uno cuenta. Estoy seguro de que Maspeth, con sus almacenes, sus fábricas y sus monótonas calles residenciales, no está en la lista de preferencias de ningún potencial aburguesamiento, pero supongo que estas cosas nunca pueden saberse a ciencia cierta. Antes o después, la gente acabará por marcharse a otras zonas, y los destartalados almacenes renacerán como lofts de artistas, mientras que los jóvenes constructores de casas abrirán el podrido asfalto junto a las hileras de casas y empezarán a destripar sus interiores. Plantarán ginkgos a ambos lados de la acera de la avenida Grand, y una frutería coreana abrirá en cada esquina.

Sin embargo, de momento, el New Maspeth Arena era el único indicio de aquel glorioso futuro que había imaginado para el barrio. Unos meses antes, el Madison Square Garden había cerrado el Felt Forum para hacer reformas, y en algún momento a principios de diciembre, el New Maspeth Arena había abierto sus puertas para acoger los combates de boxeo que se celebraban todos los jueves por la noche, y cuyo primer previo daba comienzo hacia las siete.

Aquel edificio era más pequeño que el Felt Forum, y tenía un cierto aire de sencillez, con sus muros de cemento sin decoración, su tejado de hoja metálica y su suelo constituido por una única losa de cemento. Tenía forma rectangular, y el cuadrilátero se encontraba en el centro de uno de sus largos muros, enfrente de las puertas de entrada. Varias hileras de sillas de metal plegables enmarcaban sus tres lados abiertos. Eran de color gris, excepto las de las dos primeras filas de cada una de las tres secciones, que eran de un tono rojo sangre. Las localidades más próximas al cuadrilátero estaban reservadas, pero el resto del estadio estaba abierto al público. La entrada costaba solo cinco dólares, dos menos que un estreno en un cine de Manhattan; aun así, casi la mitad de los asientos grises permanecían vacíos.

El precio era bajo precisamente para intentar ocupar el mayor número posible de sitios, y que los aficionados que seguían las peleas a través de la televisión por cable no se percatasen de que el encuentro se había organizado exclusivamente en su honor. El New Maspeth Arena se había convertido en un auténtico fenómeno para este tipo de televisión, y casi se podía decir que el lugar en sí se había creado para suministrar programación a la FBCS, la Five Borough Cable Sportscasts, el último canal de deportes que se había sumado a la carrera por las audiencias en el área metropolitana de Nueva York. Los camiones de la FBCS ya estaban aparcados en el exterior del recinto cuando Mick y yo llegamos, unos pocos minutos después de las siete; y a las ocho en punto comenzaba la retransmisión.

Ya estaba acabando el quinto asalto del último combate previo y el chaval del calzón blanco aún continuaba en pie. Ambos púgiles eran negros y oriundos de Brooklyn. En la presentación habían dicho que uno era de Bedford-Stuyvesant, y el otro de Crown Heights. Los dos llevaban el pelo muy corto y tenían facciones corrientes. También eran más o menos de la misma estatura, aunque el de azul parecía más bajo en el cuadrilátero, ya que peleaba medio agachado. Era una suerte que llevasen los calzones de distinto color ya que, de otra forma, hubiese costado mucho diferenciarlos.

– Ya debería haber acabado con esto -dijo Mick-. El otro chaval estaba a punto de caer, pero parece que este no es capaz de rematarlo.

– El de blanco tiene coraje -le respondí.

– Lo que tiene son los ojos vidriosos. ¿Cómo dices que se llama el de azul?

Miró al programa, una única hoja azul en la que figuraban todos los combates.

– McCann -se contestó a sí mismo al cabo de un rato-. Pues bueno, ese McCann ha dejado escapar su oportunidad.

– Pero si ha estado encima de él todo el tiempo.

– Sí, y le ha pegado unos cuantos puñetazos, pero no sabe dar el golpe de gracia. A muchos les pasa eso, ponen en serios problemas al rival pero luego no logran acabar con él. No sé qué les ocurre.

– Aún le quedan tres asaltos.

– Sí pero ya ha perdido su oportunidad -insistió Mick meneando la cabeza.

Tenía razón. McCann ganó los tres asaltos finales con gran dificultad, pero la pelea ya no volvió a encontrarse tan cerca de un final por k.o. como en el quinto asalto. Cuando sonó la campana que señalaba el final del combate, ambos púgiles se quedaron trabados en un sudoroso abrazo durante unos segundos, y entonces McCann casi se dejó caer en su rincón con los guantes levantados en señal de victoria. Los jueces estuvieron de acuerdo con él. Dos de ellos lo declararon vencedor mientras que el tercero daba como ganador al chaval de blanco.

– Voy a por una cerveza -me anunció Mick-. ¿Te traigo algo?

– No, ahora no me apetece.

Estábamos en la primera fila de sillas grises, a la derecha del ring. Desde allí podía vigilar la entrada, aunque lo cierto es que en ningún momento había llegado a apartar realmente la vista del cuadrilátero. Sin embargo, en ese momento sí que miré hacia allí, mientras Mick se dirigía al puesto de las bebidas, que estaba situado al otro lado de la sala, y, para mi sorpresa, vi a alguien a quien reconocí; un hombre alto y negro con un traje de raya diplomática azul marino de magnífica confección. Al ver que se aproximaba me puse en pie y nos dimos la mano.