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No sabía de qué, pero creía conocer a aquel tipo.

El tercer asalto, a mi entender, resultó bastante igualado. No estaba llevando la cuenta, pero tenía la impresión de que Rasheed había conectado más puñetazos. No obstante, Domínguez también había conseguido unos cuantos de consideración, y desde luego, mucho más potentes que los de su contrincante. Cuando el asalto terminó no volví a mirar al hombre de la corbata de lunares, sino que me dediqué a observar a otro espectador.

Era más joven. Concretamente, tenía 32 años. Medía poco más de metro y medio, y tenía el aspecto de un peso pesado no muy grande. Se había quitado la chaqueta del traje y la corbata y llevaba una camisa blanca con rayitas azules y cuello de botones. Se aproximaba al aspecto que suele verse en los catálogos de moda masculina, ya que poseía una combinación de rasgos cuidadosamente cincelados y actitud de modelo, aunque el efecto final lo estropeaban un tanto el excesivo grosor de su labio inferior y una nariz muy tosca. Tenía el pelo muy espeso y oscuro, bien peinado y secado con secador. Y estaba bronceado, imagino que después de pasar una semana en Antigua.

Se llamaba Richard Thurman, y producía el programa de televisión de la Five Borough Cable Sportscasts. Se encontraba cerca del cuadrilátero, junto a las cuerdas, hablando con una cámara. La chica de los carteles se acercó y, además de mostrarnos que el cuarto asalto estaba a punto de comenzar, nos hizo una generosa exhibición de su piel con aquel vestido tan escaso. Los telespectadores se perderían aquella parte del espectáculo, ya que probablemente estuvieran viendo algún anuncio de cerveza mientras ella le enseñaba al mundo todo lo que tenía que ofrecerle. Era alta, de largas piernas y figura exuberante, y desde luego, mostraba buena parte de su anatomía.

Se acercó a la cámara y le dijo algo a Thurman. Él alargó una mano y le dio un azote en el culo. La chica ni siquiera pareció darse cuenta. Puede que él estuviera acostumbrado a tocar a las mujeres y ella a que la tocasen. O tal vez fuesen viejos amigos, aunque ella estaba muy pálida, así que no parecía probable que lo hubiera acompañado a Antigua.

La joven se bajó del ring, y él hizo lo propio en el mismo instante en que sonaba la campana. Los púgiles se levantaron de sus banquetas y dio comienzo el cuarto asalto.

Durante el primer minuto, Domínguez encajó un directo de derecha que le hizo un corte a Rasheed en el ojo izquierdo. Este, por su parte, se dedicó a lanzar puñetazos, fundamentalmente al torso de su contrincante; y hacia el final del asalto, le echó la cabeza hacia atrás con un magnífico uppercut. Domínguez respondió con un buen derechazo justo cuando sonaba la campana. No tenía ni idea de cómo iría el tanteo, y se lo comenté a Mick.

– Ni te molestes -dijo él-, no llega a diez.

– ¿Cuál te gusta más?

– El negro -contestó-, pero no estoy muy seguro de sus posibilidades. Ese Pedro es la hostia de fuerte.

Volví a echar un vistazo al hombre que estaba acompañado del chico.

– Ese tío de allí -señalé-, el que está en la primera fila, sentado junto al chaval. El de la chaqueta azul y la corbata de lunares.

– ¿Qué pasa con él?

– Creo que lo conozco -dije-, pero no sé de qué. ¿A ti te suena?

– En mi vida lo había visto.

– Es que no sé de qué lo conozco -insistí.

– Parece poli.

– No -aseguré-. ¿De verdad te lo parece?

– No digo que lo sea, digo que tiene pinta. ¿Sabes a quién se parece? A un actor que suele hacer de poli, no recuerdo su nombre. A ver si me sale.

– Un actor que hace de poli. Menuda pista, todos hacen de poli.

– Gene Hackman -dijo él.

Volví a mirarlo.

– Hackman es mayor -afirmé-. Y está más delgado. Este tío está fuerte, y Hackman es más bien enjuto. Y además tiene más pelo, ¿no?

– Por Dios -me dijo-, no digo que sea Hackman, digo que se parece a él.

– Si fuese Hackman lo habrían llamado para saludar a cámara.

– Aunque hubiese sido su puto primo lo habrían llamado. Están desesperados.

– Bueno, en realidad tienes razón -le dije-. Sí que se parece.

– Hombre, no son como dos gotas de agua, pero…

– Pero sí se da un aire. Aunque no me resulta familiar por eso. Me pregunto de qué le conozco.

– Tal vez de alguna de tus reuniones.

– Es posible.

– Ya, pero lo que está bebiendo es cerveza. Si fuese uno de los tuyos no estaría tomando alcohol, ¿no?

– Probablemente no.

– Aunque no todos conseguís dejarlo, ¿verdad?

– No, todos no.

– Bueno, esperemos que sea Coca-Cola lo que tiene en ese vaso -dijo él-. O si es cerveza, recemos para que se la dé al chaval.

Domínguez se llevó el quinto asalto. Muchos de sus golpes más contundentes se perdieron en el aire, pero un par de ellos sí que alcanzaron a Rasheed y desde luego, le hicieron mucho daño, y, aunque se recuperó bastante al final, estaba claro que el asalto era para el púgil latino.

En el sexto, Rasheed recibió un directo de derecha en la mandíbula que lo mandó al suelo.

Fue un knockdown claro que hizo que la gente se pusiera en pie, pero Rasheed se incorporó cuando el árbitro había llegado a cinco, aunque concluyó la obligatoria cuenta de ocho; y cuando les indicó que reanudasen la pelea, Domínguez lo lanzó sobre las cuerdas sin perder un segundo. Rasheed se tambaleaba, pero demostró tener mucha clase. Se agachaba, esquivaba los puñetazos de su oponente, ganaba tiempo con clinches, y se defendía con gran valentía. El derribo se había producido bastante pronto, pero al final de los tres minutos reglamentarios, Rasheed volvía a estar de pie.

– En el próximo asalto lo deja k.o. -señaló Mick Ballou.

– No creo.

– ¿Qué?

– Ha tenido su oportunidad -le dije-, igual que el tío del último combate, ¿cómo se llamaba? El irlandés.

– ¿El irlandés? ¿Qué irlandés?

– McCann.

– Ah, claro. Un irlandés negro. ¿Crees que Domínguez también es uno de esos que no sabe apretar para dar el golpe de gracia?

– Sí sabe, pero ya no volverá a tener otra oportunidad. Ha pegado demasiados puñetazos, y eso cansa, especialmente cuando los estás dando al vacío. Creo que el combate le ha costado más a él que a Rasheed.

– ¿Crees que acabarán decidiendo los jueces? Si es así declararán ganador a Pedro, a no ser que ese amigo tuyo, Chance, haga algún apaño.

En aquel tipo de peleas no había apaño posible; ni siquiera había apuestas.

– No, el combate no llegará a ese punto. Rasheed lo dejará k.o. antes -aseguré.

– Matt, estás soñando.

– Ya lo verás.

– ¿Quieres apostar? No me refiero a dinero, contigo no, quiero jugar; pero podemos apostar de todos modos.

– No sé qué decirte.

Volví a mirar al padre y al hijo. Algo se removía en mi mente, algo que me fastidiaba.

– Si yo gano -me dijo- nos quedaremos toda la noche e iremos a las ocho de la mañana a St. Bernard, a la misa de los carniceros.

– ¿Y si gano yo?

– Entonces no iremos.

Me eché a reír.

– Curiosa apuesta -dije-. Yo no gano nada, porque de todos modos no pensábamos ir.

– Vale -repuso-. Si tú ganas iré a una de tus reuniones.

– ¿A una reunión?

– Sí, a una puta reunión de Alcohólicos Anónimos.

– ¿Por qué ibas a querer hacer eso?

– Es que no quiero -dijo-. ¿No se trataba de eso? Lo haría porque habría perdido la puta apuesta.

– Ya, pero, ¿por qué iba yo a querer que vinieses a una de mis reuniones?

– No lo sé.

– Si alguna vez quieres ir -le dije- me encantaría llevarte. Pero desde luego no quiero que vayas por mí.