Todo aquello había ocurrido la segunda semana de noviembre, durante la noche del sábado al domingo. El primer martes de enero yo estaba sentado en el local de Jimmy Armstrong a las dos de la tarde, tomando una taza de café. Al otro lado de la mesa se encontraba un hombre de unos cuarenta años de edad. Tenía el pelo corto y oscuro y una barba bien recortada que ya comenzaba a tornarse gris. Llevaba una chaqueta de paño marrón sobre un jersey de cuello alto de color beis. El tono de su piel dejaba claro que no salía mucho, lo que no era de extrañar en pleno invierno neoyorquino. Su mirada, tras las gafas de montura metálica que lucía, era claramente pensativa.
– Creo que ese bastardo mató a mi hermana -aseguró.
Aquellas palabras estaban llenas de ira, pero su voz mantenía la calma, y su tono era tranquilo y neutro.
– Creo que la asesinó y creo que va a salir impune de todo esto, y como comprenderá, no sería de mi agrado que tal cosa sucediera.
Armstrong's está en la esquina de la Décima con la Cincuenta y Siete. El negocio lleva ya unos cuantos años abierto, pero su localización ha ido variando con el tiempo, pues antes se encontraba en la Novena Avenida, entre la Cincuenta y Siete y la Cincuenta y Ocho, en un local que ahora ocupa un restaurante chino. En aquellos días yo vivía muy cerca de aquella zona. Mi hotel estaba justo en la esquina, y solía hacer allí una o más comidas al día, reunirme con mis clientes, y pasar las noches en mi mesa de siempre, al fondo, hablando con la gente o dando vueltas en la cabeza a algún asunto, tomando mi habitual burbon solo, con hielo o, para ayudarme a permanecer despierto, mezclado con café.
Cuando dejé de beber, Armstrong's se situó en el puesto más alto de mi lista no escrita de gente, lugares y cosas que hay que evitar. Tengo que reconocer que aquello se hizo mucho más fácil de cumplir cuando Jimmy perdió su contrato de arrendamiento y se mudó un bloque del oeste, fuera de mi recorrido diario. Estuve sin ir bastante tiempo, pero un día un amigo sobrio [1] me sugirió que pasásemos por allí a picar algo a última hora, y desde entonces habré vuelto al local a comer media docena de veces. Dicen que no es buena idea parar por bares cuando intentas mantenerte alejado de la bebida, pero aquel lugar, de todos modos, tenía más aspecto de restaurante que de otra cosa, especialmente ahora, con sus paredes de ladrillo visto y sus macetas de helechos colgando. La música de fondo era clásica, y las noches de los fines de semana tenían tríos que tocaban en vivo música de cámara. Ya no era exactamente el antro inmundo que había sido en otros tiempos.
Cuando Lyman Warriner me dijo que vendría desde Boston le sugerí que nos reuniésemos en su hotel, pero se iba a alojar en el apartamento de un amigo. La habitación que ocupaba yo en el mío era minúscula, y mi oficina estaba demasiado desvencijada como para inspirar confianza a nadie. Así que, una vez más, elegí el local de Jimmy como punto de encuentro con un posible cliente. Un quinteto barroco de viento sonaba por los altavoces mientras yo tomaba un café y Warriner daba pequeños sorbos a su té Earl Grey y acusaba a Richard Thurman de asesinato.
Le pregunté qué había dicho la policía sobre la muerte de Amanda.
– El caso está aún abierto -dijo con el ceño fruncido-. El término parecería sugerir que aún están trabajando en él, pero me temo que significa justo lo contrario, que ya hace mucho tiempo que perdieron toda esperanza de resolverlo.
– Las cosas no están tan claras -le dije-. Generalmente lo que significa es que la investigación ya no se lleva de forma activa.
Él asintió:
– Hablé con el detective Joseph Durkin. Creo que son amigos.
– Digamos que tenemos una relación amistosa.
– Curiosa distinción -comentó, arqueando las cejas-. El detective Durkin no dijo que sospechase que Richard fuese responsable de la muerte de mi hermana, pero precisamente fue el modo en que no lo dijo lo que me inquietó. Me entiende, ¿no?
– Creo que sí.
– Le pregunté si se le ocurría algo que yo pudiese hacer para ayudar a esclarecer los hechos. Él me respondió que todo lo que era factible hacer a través de los canales oficiales ya se había intentado. Solo necesité un minuto para darme cuenta de que no podía sugerir de forma directa que contratase a un detective privado, pero desde luego lo dejó bastante claro. Yo dije que tal vez lo idóneo sería salir de los cauces oficiales, por ejemplo poniendo el caso en manos de un investigador ajeno a la policía, y él sonrió, como queriendo decirme que por fin lo había comprendido.
– Sí, no podía sugerir tal cosa de forma explícita.
– No, supongo que no, y tampoco podía recomendarme sus servicios directamente. Dijo que en lo que a orientación se refería, lo único que podía hacer era remitirme a las páginas amarillas, aunque se sentía en la obligación de informarme de que había un tipo, justo aquí, en el barrio, que no encontraría en el directorio ya que carecía de licencia, lo cual lo convertía en un canal verdaderamente no oficial. Se está sonriendo…
– Es que imita usted muy bien a Joe Durkin.
– Gracias. Es una pena que ya no tenga que seguir haciéndolo. ¿Le importa si fumo?
– Por supuesto que no.
– ¿Está seguro? Casi todo el mundo ha dejado el tabaco. También yo lo dejé, pero después retomé el vicio.
Parecía que iba a seguir dándome explicaciones sobre el tema, pero lo que hizo fue coger un Marlboro y encendérselo. Aspiró el humo como si aquello le devolviese la vida.
– El detective Durkin asegura que es usted bastante poco ortodoxo, incluso algo excéntrico -me aseguró.
– ¿Lo dijo con esas palabras?
– Más o menos. Dice que sus tarifas son arbitrarias y caprichosas, y no, sus palabras no fueron exactamente esas. Dice que usted no proporciona informes detallados a sus clientes, ni mantiene ningún tipo de cuenta de gastos.
Se echó hacia delante, mientras proseguía:
– He de reconocer que a mí nada de eso me importa. También dice que cuando le hinca el diente a algo, no deja que se le escape, y eso es precisamente lo que yo ando buscando. Si ese hijo de puta mató a Amanda, necesito saberlo.
– ¿Qué le hace suponer que fue así?
– Solo que tengo la sensación de que es así. Supongo que el argumento no resulta muy científico.
– Lo que no implica que no sea cierto.
– No -admitió, mirando su cigarrillo-. La verdad es que ese hombre nunca me ha gustado. Lo intenté, de verdad, porque Amanda lo quería, o estaba enamorada de él, o como prefiera llamarlo. Pero es difícil que alguien a quien tú no le caes bien te caiga bien a ti, o al menos a mí me cuesta.
– ¿Usted no le cae bien a Thurman?
– Su rechazo hacia mí fue inmediato y automático. Soy gay.
– ¿Y es eso lo que no le gusta?
– Es posible que tenga otras razones, pero mi orientación sexual fue suficiente para colocarme fuera de su círculo de amigos potenciales. ¿Ha visto usted alguna vez a Thurman?
– Únicamente su foto en los periódicos.
– No ha parecido sorprendido cuando le he dicho que yo era gay. Lo sabía desde el principio, ¿no?
– Yo no diría eso. Pero sí me parecía posible que lo fuera.
– Es por mi aspecto. No voy a hacerme ahora el ofendido, Matthew. ¿Le importa que le llame Matthew?
– Para nada.
– ¿O prefiere Matt?
– Como usted quiera.
– Y a mí llámeme Lyman. Lo que quiero decir es que tengo pinta de gay, implique lo que implique eso, aunque para la gente que no ha tenido demasiado contacto con homosexuales, probablemente mi condición sea bastante menos evidente. Bueno, lo que yo supongo acerca de Richard Thurman basándome en su apariencia es que está metido tan dentro del armario que no puede ni siquiera ver los abrigos.