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– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que no estoy seguro de si está actuando, y es perfectamente posible que ni siquiera sea consciente de ello, pero creo que prefiere a los hombres. Desde el punto de vista sexual, quiero decir. Por eso se muestra tan abiertamente ofensivo hacia los gays, porque teme que lo contemos entre el grupo de nuestras hermanas secretas.

La camarera vino y me sirvió más café. Le preguntó a Warriner si deseaba más agua caliente para su té. Él contestó que sí, y que también desearía una nueva bolsita de té.

– Es una de esas cosas que siempre me han molestado -me comentó-. Si tomas café te rellenan la taza gratis. Pero si bebes té, lo único que consigues es agua caliente, y si quieres otra bolsa te cobran una segunda taza. Y además, el té les cuesta menos que el café.

Suspiró, para luego añadir:

– Si fuera abogado, probablemente los demandaría. Estoy de broma, por supuesto, aunque en alguna parte de esta sociedad nuestra tan dada a los litigios, es muy probable que haya alguien que esté haciéndolo en este mismo momento.

– No me sorprendería.

– Estaba embarazada, ¿sabe? De casi de dos meses. Había ido al médico.

– Sí, salió en las noticias.

– Es mi única hermana, así que nuestra familia desaparecerá cuando yo me muera. Me repito una y otra vez que eso debería molestarme, pero la verdad es que no es así. Lo que sí me molesta es que Amanda muriera a manos de su marido, y que además él salga impune de todo esto. Y la idea de no saberlo a ciencia cierta… Si lo supiera…

– ¿Qué haría?

– Me molestaría menos.

La camarera le trajo el té y él sumergió la bolsita nueva en el agua. Le pregunté cuál había podido ser el móvil de Thurman para matar a su esposa.

– El dinero -me respondió-. Mi hermana tenía bastante.

– ¿Cuánto es bastante?

– Nuestro padre hizo mucho dinero con negocios inmobiliarios. Mamá consiguió gastar una buena parte de él, pero aún quedaba bastante cuando ella murió.

– ¿Y cuándo ocurrió eso?

– Hace ocho años. Cuando el testamento fue validado, Amanda y yo heredamos cada uno algo más de seiscientos mil dólares. Dudo que se lo gastase todo.

Para cuando terminamos ya eran casi las cinco y la clientela del bar estaba empezando a mejorar, ya que comenzaban a llegar los habituales de la hora feliz. Yo había rellenado varias páginas de mi cuaderno de bolsillo y había empezado a rechazar el café que me ofrecían. Lyman Warriner, por su parte, se había pasado del té a la cerveza y ya llevaba en el cuerpo medio vaso largo de Prior negra.

Había llegado la hora de acordar mis honorarios y, como siempre, no sabía cuánto pedirle. Asumía que aquel hombre podría permitirse pagarme lo que le pidiera, pero la verdad es que aquello no era algo que entrase en mis cálculos. Fijé la cifra en dos mil quinientos dólares, y él ni siquiera me preguntó cómo había llegado a aquella cantidad. Simplemente, sacó su talonario y destapó una estilográfica. No recordaba la última vez que había visto una.

– ¿Matthew Scudder? ¿Con dos «t» y dos «d»? -me preguntó.

Yo asentí y él rellenó el cheque y lo agitó para secar la tinta. Le dije que era posible que le reembolsase parte de aquel dinero si las cosas se resolvían con más rapidez de lo que yo esperaba, pero que también podría llegar a pedirle más si era necesario. Él asintió. No parecía preocupado por la cuestión económica.

Cogí el cheque y me dijo:

– Lo único que quiero es saber lo que ocurrió, eso es todo.

– Y eso es lo máximo que debe esperar. Descubrir si lo hizo y encontrar algo que permita que el caso se pueda presentar en los tribunales son cosas diferentes. Es posible que consiga confirmar sus sospechas, pero que su cuñado siga sin recibir castigo alguno por parte de la justicia; eso debe tenerlo en cuenta.

– No le estoy pidiendo que pruebe nada ante un jurado, Matthew. Solamente que me lo pruebe a mí.

No podía pasar por alto aquel comentario, así que le dije:

– Sus palabras suenan como si quisiera tomarse la justicia por su mano.

– Bueno, eso ya lo he hecho contratando a un detective privado, ¿no cree? No he dejado que las cosas siguiesen su curso, no he permitido que Dios terminase de trazar los renglones torcidos que parecen ser tan de su agrado.

– No me gustaría formar parte de algo que acabe con usted en un juicio por el asesinato de Richard Thurman.

Guardó silencio un momento y después dijo:

– No voy a negar que se me haya ocurrido la idea, pero, honestamente, creo que no sería capaz de hacerlo. No es mi estilo.

– Mejor.

– ¿De verdad lo cree? Me sorprende.

Le hizo un gesto a la camarera para que se acercase, le dio un billete de veinte dólares y la despidió sin esperar a que le entregara las vueltas. Nuestra cuenta no debía de ascender ni a una cuarta parte de aquello, pero habíamos ocupado una mesa durante tres horas.

– Si él la asesinó -añadió-, se comportó como un auténtico estúpido.

– El asesinato siempre es estúpido.

– ¿Usted cree? No estoy seguro de estar de acuerdo, pero aquí el experto es usted. No, lo que quería decir es que actuó de forma prematura. Debería haber esperado.

– ¿Por qué?

– Por más dinero. No lo olvide, yo heredé la misma cantidad que Amanda y le puedo asegurar que no la malgasté. Amanda hubiera sido mi heredera, y la beneficiaría de mi seguro.

Sacó un cigarrillo pero al segundo siguiente volvió a dejarlo en el paquete.

– No hubiera tenido nadie más a quien dejárselo. Mi pareja murió hace año y medio, de la enfermedad de las cuatro letras.

Sonrió levemente.

– Y no me refiero a la gota, sino a la otra.

No dije ni una palabra.

– Yo también soy seropositivo -me anunció-. Hace varios años que lo sé. A Amanda le mentí. Le dije que me había hecho las pruebas y que habían sido negativas, así que no tenía de qué preocuparme.

Sus ojos me buscaron.

– Me pareció una mentira piadosa, ¿no está usted de acuerdo? Con ella no iba a practicar el sexo, así que ¿por qué hacerla cargar con la verdad?

Volvió a sacar el cigarrillo, pero tampoco entonces lo encendió.

– Además -añadió-, existía la posibilidad de que no enfermase. Tener anticuerpos no significa necesariamente tener el virus. Pero bueno, hubiera sido demasiada suerte. La primera mancha morada, una de esas que indican casi siempre el comienzo de la enfermedad, apareció el pasado agosto. Era un sarcoma de Kaposi.

– Lo sé.

– Ya no es la sentencia de muerte a corto plazo que era hace uno o dos años. Existe la posibilidad de que viva diez años, o incluso más -dijo, encendiéndose por fin el cigarrillo-. Pero, no sé por qué, tengo el presentimiento de que eso no va a suceder.

Se puso en pie, cogió su gabán del perchero mientras yo también alcanzaba mi abrigo y lo seguía hasta la calle. Un taxi se nos acercó en aquel momento y él le dio el alto. Abrió la puerta de atrás, y se volvió hacia mí.

– No fui capaz de decírselo a Amanda -me confesó-. Tenía planeado contárselo el día de Acción de Gracias, pero, por supuesto, para entonces ya era demasiado tarde. Sé que nunca lo supo, y, por tanto, tampoco él lo sabía, así que no pudo entrar en sus planes la ventaja económica que suponía retrasar su asesinato.

Tiró el cigarrillo.

– Es irónico -me dijo-, ¿no es cierto? Si yo le hubiese dicho que estaba muriéndome, probablemente aún estuviera viva.