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A la mañana siguiente me desperté e ingresé el cheque de Warriner en el banco. Saqué dinero suficiente para el día, ya que ahora contaba con él. Durante el fin de semana había nevado un poco, pero la mayor parte de la nieve ya había desaparecido, y solo quedaba un leve residuo gris en los bordillos. Fuera hacía frío, pero no demasiado viento; no era un día especialmente desapacible, si tenemos en cuenta que nos encontrábamos en mitad del invierno.

Me dirigí hacia la comisaría de Midtown North por la Cincuenta y Cuatro Oeste, esperando encontrar allí a Joe Durkin, pero no fue así. Le dejé recado de que me llamase y bajé hasta la gran biblioteca que había en la intersección de la Cuarenta y Dos con la Cincuenta. Pasé allí un par de horas leyendo todo lo que pude encontrar sobre el asesinato de Amanda Warriner Thurman. Les busqué a ella y a su marido en el índice del New York Times de los últimos diez años. Leí el anuncio de su boda, que había aparecido cuatro años antes, en septiembre. Para entonces, ella ya habría recibido su herencia.

Yo ya sabía por Warriner cuándo se habían casado, pero confirmar la información que te aporta el cliente nunca está de más. El anuncio me facilitó otros datos que Lyman no me había dado, como los nombres de los padres de Thurman y de otros cuantos asistentes al enlace, las escuelas a los que él había ido y los trabajos que había tenido antes de entrar en la Five Borough Cable.

Nada de lo que encontré me reveló si había matado o no a su mujer, por supuesto, pero tampoco esperaba resolver el caso con solo algunas horas de trabajo de biblioteca.

Volví a llamar a la comisaría desde un teléfono público situado en la esquina. Joe aún no había regresado. Tomé un perrito caliente Sabrett y un knish para almorzar y me fui paseando hasta la iglesia sueca de la Cuarenta y Ocho, en la que se celebran reuniones los fines de semana, a las doce y media del mediodía. La que estaba hablando en aquel momento era una de las tantas personas que vivían fuera de la ciudad y viajaban todos los días hasta el centro para acudir a su trabajo. Vivía con su familia en Long Island y trabajaba en una de las seis grandes empresas financieras de la ciudad. Llevaba sobrio diez meses y decía no ser capaz de transmitir lo maravilloso que aquello le resultaba.

– Recibí tu mensaje -dijo Durkin-. Traté de localizarte en tu hotel, pero me dijeron que habías salido.

– Ahora mismo iba de camino para allá -le informé-. Pensé probar a ver si te encontraba.

– Bueno, hoy es tu día de suerte, Matt. Siéntate.

– Ayer vino a verme un tipo -le conté-. Lyman Warriner.

– El hermano. Suponía que te llamaría. ¿Vas a hacer algo por él?

– Si puedo, sí -le contesté, mientras sacaba un billete de cien dólares y se lo deslizaba entre los dedos-. Te agradezco que me mencionaras.

Estábamos solos en la oficina, así que pudo abrir el billete sin problemas y mirarlo.

– Es bueno -le aseguré-. Yo mismo estaba allí cuando lo imprimieron.

– Ah, vale, eso me tranquiliza -bromeó-. No, en realidad lo que estaba pensando era que no debería aceptar este dinero, ¿sabes por qué? Porque esta vez no se trata solo de mandarte a alguien que te dé un par de dólares y se quede tranquilo. Me alegro de que te hayas encargado tú de ese tipo. Me encantaría que resolvieses el caso.

– ¿Crees que Thurman se cargó a su esposa?

– ¿Que si lo creo? Joder, estoy seguro.

– ¿Y cómo lo sabes?

– En realidad no lo sé -admitió, tras haber meditado la pregunta durante un momento-. Supongo que por instinto de poli, ¿qué tal te suena?

– A mí, bien. Entre tu instinto de poli y la intuición femenina de Lyman, me temo que Thurman tiene suerte de estar libre todavía.

– ¿Ya lo has conocido, Matt?

– No.

– Veamos si te da la misma impresión que a mí. Desde luego, es un hijo de puta mentiroso, bien lo sabe Dios. Cuando me asignaron el caso fui la primera persona en llegar después de que los agentes respondieran a la llamada al 911. Estaba aún traumatizado, sangrando por la herida de la cabeza y con la zona en la que le habían pegado la cinta adhesiva con la que le taparon la boca toda roja y despellejada. Durante las dos semanas siguientes lo vi no sé ni cuántas veces. Matt, no sé por qué pero nunca me pareció que dijera la verdad. Simplemente no me trago que sintiese la muerte de su mujer.

– Lo cual no significa necesariamente que la matase él.

– Ése es el problema. He conocido asesinos que sentían que su víctima estuviese muerta y supongo que también puede ocurrir lo contrario. Y no pretendo dármelas de ser Joe Durkin, el polígrafo humano. Cuando me mienten, no siempre me doy cuenta, pero con él resulta fácil. Si mueve los labios, te está mintiendo.

– ¿Crees que lo hizo solo?

– No creo que sea posible -respondió, meneando la cabeza-. A la mujer la violaron por delante y por detrás, y había signos de penetración forzada. Encontramos semen en la vagina y definitivamente no era del marido. No se correspondía con su grupo sanguíneo.

– ¿Y por detrás?

– En la región anal no había semen. Tal vez ese tipo fuera de los que practican sexo seguro.

– Las violaciones de la era moderna -le dije.

– Sí, bueno, debe ser por todos esos panfletos que el ministerio de Sanidad ha mandado para elevar el nivel de concienciación pública y todo eso. En cualquier caso, me temo que sí encaja lo de los dos ladrones que nos contó el marido.

– ¿Encontrasteis alguna otra evidencia física aparte del semen?

– Sí, pelos. Cortitos y rizaditos. Y además, parecen de dos tipos diferentes. Uno, definitivamente, no es del esposo; sobre el otro, no estamos seguros. El problema es que del vello púbico no se puede extraer demasiada información. Está claro que ambas muestras pertenecen a hombres de raza caucásica, pero prácticamente eso es todo lo que se puede sacar de ellos. Además, que uno de los pelos fuera de Thurman no prueba nada; estaban casados, por Dios santo, no es raro llevar vello púbico de la pareja un par de días en el felpudo.

Me quedé pensativo un momento y luego dije:

– Para que Thurman lo hubiera hecho él solo…

– No puede ser.

– Claro que sí. Todo lo que tendría que hacer era conseguir semen y vello púbico de otra persona.

– ¿Y eso cómo se consigue? ¿Se la machaca a un marinero y se queda con el contenido del preservativo?

Pensé un segundo en la hipótesis de que Thurman no hubiera salido aún del armario, mencionada por Lyman Warriner.

– Supongo que es tan posible como cualquier otra conjetura que se nos ocurra -le dije-. Solamente estoy repasando lo que me parece factible, aunque sea de forma remota, y lo que no puede serlo de ninguna manera. De un modo u otro, obtiene muestras de semen y vello de otro hombre. Se va a la fiesta con su mujer, vuelven a casa…

– Suben los tres pisos de escaleras y le dice que espere un minuto mientras él revienta la cerradura del apartamento de los Gottschalk. «Mira, cariño, qué modo más bonito de abrir puertas sin las llaves he aprendido».

– ¿Forzaron la puerta?

– Con una palanca.

– Eso pudo hacerlo después.

– ¿Después de qué?

– Después de matarla y antes de llamar al 911. Digamos que tenía la llave del apartamento de los Gottschalk.

– Los Gottschalk dicen que no.

– Bueno, podría tener una sin que ellos lo supieran.

– La puerta tenía dos cerraduras.

– Vale, podría tener dos llaves. «Espera, cariño, les prometí a Roy y a Irma que les regaría las plantas».

– No se llaman así. Él es Alfred Gottschalk, el abogado; y el nombre de la mujer se me ha olvidado.

– «Le prometí a Alfred y a Como-se-llame que les regaría las plantas».

– ¿A la una de la mañana?

– ¿Y qué importa? Tal vez le dijo que quería coger un libro de los Gottschalk, algo que hacía tiempo que quería leer. O tal vez estuviesen los dos un poco borrachos después de la fiesta y él le propusiera colarse en el apartamento de sus vecinos y echar un polvo en su cama.