Encontró una biblioteca detrás del comedor. Todas estas habitaciones se hallaban tan ordenadas, tan pulcras y bien cuidadas como la primera en la que había mirado. Parecían pertenecer a alguna mansión del Patrimonio Nacional donde algunas habitaciones están abiertas al público. En la biblioteca, todos los libros estaban colocados tras puertas de fino y reluciente cristal con marcos de madera roja oscura. Un solo libro estaba abierto sobre un atril. Desde donde se encontraba Burden pudo ver que la impresión era antigua y se imaginó las grandes eses. Un pasillo conducía hacia la zona de la cocina.
La cocina era grande pero no cavernosa. Hacía poco que la habían reformado y decorado al estilo seudogranjero, pero a Burden le pareció que las puertas de los armarios eran de roble y no de pino. Había allí la mesa de refectorio que había imaginado, relucientemente pulida y con fruta sobre una también pulida fuente de madera en el centro.
Una tos detrás de él le hizo girarse. Archbold había entrado con Chepstow, el hombre de las huellas digitales.
– Disculpe, señor. Las huellas.
Burden tendió la mano derecha para mostrar que llevaba guantes. Chepstow asintió, se puso a trabajar con el pomo de la puerta por el lado de la cocina. La casa era demasiado majestuosa para que la salida de la cocina se denominara «puerta trasera». Burden se acercó con cautela a las puertas abiertas, una de las cuales conducía a un lavadero donde estaban la lavadora, una secadora y los trastos de planchar, y la otra a una especie de sala con estantes, armarios y un perchero con abrigos colgados en él. Aún se tenía que cruzar otra puerta antes de llegar a una salida al exterior.
Burden miró a su alrededor mientras Archbold llegaba. Archbold hizo una seña afirmativa. La puerta tenía cerrojos pero no estaban corridos. En la cerradura había una llave. Burden no tocaría el pomo, con guantes o sin ellos.
– ¿Piensa que entraron por aquí?
– Es una posibilidad, señor. ¿Por dónde, sino? Todas las demás puertas exteriores están cerradas con llave.
A menos que alguien les abriera. A menos que llegaran a la puerta principal y alguien les abriera y les invitara a entrar.
Chepstow llegó y efectuó su prueba en el pomo de la puerta, la placa que lo rodeaba y la jamba. Con un guante de algodón en la mano derecha, hizo girar el pomo con cuidado. Éste cedió y la puerta se abrió. Fuera había una fría oscuridad verdosa bañada en la distancia por la luz de la luna. Burden distinguió un alto seto que encerraba un patio pavimentado.
– Alguien ha dejado la puerta sin cerrar con llave. El ama de llaves cuando se ha ido a su casa, quizá. Tal vez siempre la dejaba así y sólo la cerraban con llave antes de irse a la cama.
– Podría ser -afirmó Burden.
– Qué terrible, tener que encerrarse en casa cuando estás en un lugar tan aislado como éste.
– Es evidente que ellos no lo hacían -dijo Burden irritado.
Cruzó el lavadero que conducía, a través de una puerta que estaba abierta, a una especie de vestíbulo trasero con armarios adosados a las paredes. Una escalera, mucho más estrecha que la principal, ascendía entre paredes. Ésta era entonces la «escalera trasera», característica de las grandes casas antiguas de las que Burden había oído hablar a menudo pero raras veces, si es que alguna, había visto. Subió, y se encontró en un pasillo con puertas abiertas en ambos lados.
Los dormitorios parecían innumerables. Si se vivía en una casa de aquel tamaño, se podía perder la cuenta de cuántos dormitorios se tenían. Burden encendía y apagaba las luces a medida que los recorría. El pasillo torcía a la izquierda y supuso que se encontraba en el ala oeste, sobre el comedor. La única puerta que había allí estaba cerrada. La abrió, y oprimió el interruptor que sus dedos palparon en la pared de la izquierda.
La luz inundó la especie de desorden en el que él había imaginado que vivía Davina Flory. Tardó un instante en comprender que aquí era donde habían estado el o los asesinos. Ellos habían producido el desorden. ¿Qué era lo que había dicho Malahyde? «Han registrado su habitación, buscando algo.»
No habían quitado la ropa de la cama, pero habían bajado las sábanas y apartado las almohadas. Los cajones de las dos mesillas de noche estaban abiertos así como dos de los del tocador. Una de las puertas del armario estaba abierta y sobre la alfombra había un zapato. La tapa del diván que había a los pies de la cama estaba levantada y una prenda de seda, con un estampado floral en rosa y dorado, sobresalía sobre un costado.
Era extraña, esa sensación que Burden experimentaba. La imagen que tenía del tipo de vida que suponía llevaba Davina Flory, la clase de persona que había creído que era ella, no dejaba de acudir a su mente. Así es como él habría imaginado su dormitorio, bellamente amueblado, limpiado y ordenado cada día, pero sujeto a un continuo proceso de desorden por parte de su propietaria. No por desprecio a las tareas de una criada, sino porque ella simplemente no se daba cuenta, era indiferente al orden que la rodeaba. No había sido así. Aquello lo había hecho un intruso.
¿Por qué, entonces, encontraba él algo incongruente en ello? El joyero, un estuche de cuero rojo, vacío y volcado sobre la alfombra, expresaba la verdad con suficiente claridad.
Burden meneó la cabeza con aire triste, pues no habría esperado que Davina Flory poseyera joyas o un joyero donde guardarlas.
Cinco personas en la pequeña habitación delantera de la casa de Harrison la convertían en un lugar atestado. Habían ido a buscar a John Gabbitas, el encargado forestal, a la casa de al lado. No había suficientes sillas y hubo que bajar una del piso de arriba. Brenda Harrison había insistido en preparar té, el cual nadie parecía querer pero todos, pensó Wexford, necesitaban aliviarse y reconfortarse.
Ella se mostró fría. Por supuesto, había tenido media hora para sobreponerse al susto antes de que él llegara. No obstante, él encontró desconcertante su energía. Era como si Vine y Malahyde le hubieran hablado de algún desastre sin importancia ocurrido a sus patrones, que un pedazo de tejado se había caído o que había goteras. La mujer se apresuró a preparar las tazas de té y una lata de galletas mientras su esposo permanecía sentado, con aire asombrado, moviendo de vez en cuando la cabeza de lado a lado como si no pudiera creerlo, con los ojos fijos.
Antes de salir para poner a hervir el agua y preparar una bandeja -parecía una mujer hiperactíva-, ella había confirmado la identificación de los cadáveres. El hombre muerto en la escalera era Harvey Copeland, la mujer mayor muerta ante la mesa era Davina Flory. La otra mujer la identificó sin lugar a dudas como la hija de Davina Flory, Naomi. A pesar de su posición elevada, en opinión de cualquiera, al parecer allí todos se llamaban por el nombre de pila, Davina, Harvey, Naomi y Brenda. La mujer incluso tuvo que pensar un momento para recordar el apellido de Naomi. Ah, sí, Jones, ella era la señora Jones, pero la chica se hacía llamar Flory.
– ¿La chica?
– Daisy era hija de Naomi y nieta de Davina. También se llamaba Davina, era algo así como Davina Flory la joven, ya me entiende, pero se hacía llamar Daisy.
– No utilice el pasado -dijo Wexford-. No está muerta.
Ella se encogió de hombros. Su tono le había parecido a Wexford un poco indigno, quizá sólo porque se había equivocado.
– Ah. Creía que la mujer policía había dicho que todos lo estaban.
Después de esto fue cuando preparó el té.
Wexford ya sabía que de los tres ella sería su principal informante. Su aparente insensibilidad, una indiferencia casi repulsiva, tenía poca importancia. Debido a ella podría resultar el mejor testigo. En cualquier caso, John Gabittas, un hombre en la veintena, aunque vivía en una de las casas del bosque de Tancred y se ocupaba de los bosques, también trabajaba por su cuenta, como leñador y experto en árboles, y dijo que sólo hacía media hora que había regresado de efectuar un trabajo al otro lado del condado. Ken Harrison apenas había pronunciado una palabra desde que Wexford y Vine habían llegado.