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– ¿Cerró la puerta con llave cuando se marchó?

– ¿Yo? No. No es cosa mía, cerrar las puertas con llave.

– Entonces, eso sería… ¿qué hora? ¿Las ocho menos diez?

Una larga vacilación.

– Calculo que sí.

– ¿Cómo vino a casa? -preguntó Vine.

– En mi bicicleta.

Se indignó por su estupidez. Él debería saberlo. Todo el mundo lo sabía.

– ¿Qué camino tomó, señora Mew?

– El camino secundario.

– Quiero que lo piense atentamente antes de responder. -Pero ella siempre lo hacía. Por eso tardaba tanto-. ¿Vio algún coche cuando se dirigía hacia su casa? ¿Se encontró con alguien o alguien la adelantó? En el camino secundario. -No se precisaban más explicaciones-. Un coche o una furgoneta o… un vehículo como el de la casa de al lado.

Por un momento Wexford temió que eso le hiciera pensar que su vecino americano pudiera estar involucrado en el asesinato. Ella se levantó y miró por la ventana en dirección a la Ford Transit. Su expresión era confusa y se mordió el labio.

Al fin preguntó:

– ¿Ése?

– No, no. Cualquier vehículo. ¿Se cruzó con algún vehículo, anoche, cuando regresaba a casa?

Ella se quedó pensativa. Asintió, meneó la cabeza, y por fin dijo:

– No.

– ¿Está usted segura?

– Sí.

– ¿Cuánto tarda en llegar a casa?

– El camino es de bajada.

– Sí. ¿Cuánto tardó anoche?

– Unos veinte minutos.

– ¿Y no se cruzó con nadie? ¿Ni siquiera con John Gabbitas con su Land Rover?

El primer destello de cierta vivacidad apareció en ella, en sus ojos inquietos.

– ¿Él ha dicho que lo hice?

– No, no. No es probable que lo hiciera si usted se encontraba aquí, en su casa, digamos que a las ocho y cuarto. Muchas gracias, señora Mew. ¿Tendría la bondad de mostrarnos el camino que toma para ir desde aquí hasta el camino secundario?

Hubo una larga pausa y después ella respondió:

– No me importa.

El camino en el que se hallaban los cottages era muy empinado por el lado del valle del río. Bib Mew señaló hacia abajo de este camino y dio algunas ambiguas instrucciones, desviando los ojos hacia el Ford Transit. Wexford pensó que debía de haberle inculcado en la mente la idea de que se había cruzado con aquella furgoneta la noche anterior. Mientras bajaban la colina en coche, vieron a la mujer apoyada en la verja, siguiendo su avance con ojos inquietos.

Al pie de la colina el arroyo no tenía puente. Una pasarela de madera lo cruzaba para que lo utilizaran los que iban a pie y los ciclistas. Vine metió el coche en el agua, que tenía quizás unos sesenta centímetros de profundidad y fluía rápida sobre piedras planas de color marrón. Al otro lado llegaron a lo que él insistió en llamar una confluencia en forma de T, aunque la extrema rusticidad del lugar, empinadas orillas de seto, árboles con grandes ramas, profundos prados con ganado vislumbrados más allá convertían esa palabra en una denominación impropia. Las instrucciones de Bib, si es que así podía llamárseles, eran girar a la izquierda allí y después tomar el primer camino a la derecha. Éste era la ruta de Pomfret Monachorum al camino secundario.

De pronto apareció un bosque a la vista. Los árboles del seto se separaban y allí estaba, un dosel oscuro, azulado, que colgaba muy alto por encima de ellos. A menos de un kilómetro volvió a aparecer, rápidamente les rodeó, mientras el profundo túnel del camino que discurría entre altos bordes se sumergía en el comienzo del camino secundario, donde un cartel decía: TANCRED HOUSE, TRES KILÓMETROS. CAMINO PARTICULAR.

Wexford dijo:

– Cuando nos parezca que sólo falta un kilómetro y medio, bajaré y haré a pie el resto del camino.

– Bien. Tenían que conocer el lugar si vinieron por aquí, señor.

– Lo conocían. O uno de ellos lo conocía.

Bajó del coche en el momento que le pareció oportuno, cuando vio aparecer el sol. El bosque no empezaría a hacerse verde en otro mes. Ni siquiera había una verde neblina que empañara los árboles que flanqueaban aquel sendero arenoso. Todo era de un marrón brillante, un centelleante color que doraba las ramas y convertía los brotes de las hojas en un reluciente tono de cobre. Hacía frío y el ambiente era seco. A última hora de la noche anterior, cuando el cielo se había despejado, había helado. La escarcha había desaparecido ya, no quedaba ni una veta plateada, pero en el aire transparente y tranquilo flotaba el frío. Sobre las densas o plumosas copas de los árboles, a través de los espacios en los bosquecillos, el cielo era de un delicado tono azul, tan pálido que casi parecía blanco.

La entrevista de Win Carver le había hablado de estos bosques, cuándo habían sido plantados, qué partes databan de los años treinta y cuáles eran más antiguas pero se habían aumentado plantando más desde entonces. Robles antiguos, y de vez en cuando castaños de Indias con ramas en forma de lazo y glutinosos brotes de hoja, sobresalían por encima de hileras de árboles más pequeños, más cuidados, en forma de florero como por un proceso natural del arte de recortar arbustos. Wexford pensó que podrían ser carpes. Entonces observó una placa de metal clavada en el tronco de uno de ellos. Sí, carpe común, Carpinus bétulus. Los ejemplares más altos que había un poco más allá eran fresnos de monte, leyó: Sorbus aucupana. Identificar los árboles cuando están desprovistos de hojas debe de constituir toda una prueba para el experto.

Los bosquecillos dieron paso a una plantación de arces de Noruega (Acer plantanoides) con troncos como piel de cocodrilo. Aquí no había coníferas, ni un solo pino o abeto que proporcionara una forma verde oscura entre las relucientes ramas sin hojas. Ésta era la parte más bella del bosque de hoja caduca, construido por el hombre, pero copia de la naturaleza, ordenado de manera prístina pero con la nitidez de la propia naturaleza.

Unos troncos caídos habían sido dejados cuando cayeron y estaban cubiertos de brillantes hongos y adornos naturales y tallos protuberantes amarillos o de color bronce. Los árboles muertos todavía constituían, con sus troncos putrefactos plateados, cobijo de lechuzas o alimento para los pájaros carpinteros.

Wexford siguió a pie, esperando que cada curva del estrecho camino hiciera aparecer ante él el ala este de la casa. Pero cada nueva curva sólo le proporcionaba otra vista de árboles en pie y árboles caídos, árboles nuevos y maleza. Una ardilla, marrón azulado y plata, ascendió por el tronco de un roble, saltó de tallo en tallo, dio un salto hasta la rama de un haya próxima. El camino hizo una elipse final, se ensanchó y despejó y allí, ante él, estaba la casa, como un sueño entre los velos de la neblina.

El ala este se elevaba majestuosa. Desde allí podía verse la terraza y los jardines de la parte posterior. En lugar de los narcisos, que llenaban los jardines públicos de Kingsmarkham y los macizos de flores del ayuntamiento, diminutas flores centelleaban como joyas azules agrupadas bajo los árboles. Pero los jardines de Tancred House todavía no habían despertado de su sueño invernal. Bordes herbáceos, rosaledas, senderos, setos, paseos entrecruzados, céspedes, todo tenía aún el aspecto de haber sido recortado y arreglado, y en algunos casos empaquetado, y dejado aparte para la hibernación. Altos setos de tejos y cipreses formaban muros para ocultar a todos los edificios anexos la vista de la casa, oscuras pantallas plantadas con astucia para gozar de una intimidad privilegiada.

Se quedó mirando unos momentos, después siguió el camino hacia donde pudiera ver los vehículos policiales aparcados. El centro de coordinación había sido instalado en lo que aparentemente eran unos establos, aunque unos establos en los que hacía medio siglo que no había vivido ningún caballo. Era demasiado elegante para ello y había persianas en las ventanas. Un reloj de esfera azul y manecillas doradas bajo un frontón central le indicó que eran las once menos veinte.