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– Sí. ¿Qué más?

– Davina, mi abuela, dijo que era la gata.

– ¿La gata?

– Es una gata grande que se llama Queenie, persa. A veces, por la noche, alborota por toda la casa. Es asombroso el ruido que puede meter.

Daisy Flory sonrió. Fue una hermosa y amplia sonrisa, la sonrisa de una joven, y la mantuvo un momento antes de que le temblaran los labios. A Wexford le habría gustado tomarle la mano pero, por supuesto, no podía hacerlo.

– ¿Oíste algún coche?

Ella meneó la cabeza.

– Yo no oí nada más que el ruido del piso de arriba. Un ruido como golpes y pasos. Harvey, el marido de mi abuela, salió de la habitación. Oímos un disparo y luego otro. Fue un ruido terrible, realmente terrible. Mi madre chilló. Las tres nos levantamos de un salto. No, yo me levanté de un salto y mi madre también y yo… iba a salir y mi madre gritó: «No, no salgas» y entonces él entró. Entró en la habitación.

– ¿Él? ¿Sólo era uno?

– Yo sólo vi a uno. Oí al otro, pero no le vi.

Recordarlo le hizo volver a quedarse callada. Wexford vio que las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos. La chica se frotó los ojos con la mano derecha.

– Sólo vi a uno -dijo con voz ahogada-. Tenía una pistola, entró.

– Tranquilízate -dijo Wexford-. Tengo que hacerte preguntas. Pronto habrá terminado todo. Piénsalo así, es algo que debe hacerse. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Él entró… -habló con tono automático-. Davina seguía allí sentada. Ella no se levantó, se quedó sentada pero con la cabeza vuelta hacia la puerta. Él le disparó en la cabeza, creo. Disparó a mi madre. Yo no sabía qué hacía. Era tan terrible, que no es posible imaginarlo: locura, horror, no era real, sólo era… oh, no lo sé… Intenté tirarme al suelo. Oí que el otro ponía un coche en marcha fuera. El que estaba allí dentro, el que iba armado, me disparó y no sé, no recuerdo…

– Daisy, lo estás haciendo muy bien. Muy bien, de veras. No supongo que puedas recordar lo que ocurrió después de que te dispararan. Pero ¿puedes recordar qué aspecto tenía él? ¿Puedes describirle?

Ella negó con la cabeza, se llevó la mano derecha a la cara. Él tuvo la impresión de que no era que la muchacha no supiera describir al hombre de la pistola, sino que de momento era incapaz de reunir las fuerzas necesarias para ello. Daisy murmuró:

– No le oí hablar. No habló. -Aunque no se lo habían preguntado, susurró-: Eran las ocho cuando les oímos y las ocho y diez cuando se fueron. Diez minutos, nada más…

Se abrió la puerta y entró una enfermera.

– Sus diez minutos han terminado. Me temo que es todo por hoy.

Wexford se puso en pie. Aunque no les hubieran interrumpido, no se habría atrevido a proseguir. La capacidad de responder de la chica casi se había agotado.

Con una voz como un susurro, ella dijo:

– No me importa que vuelva mañana. Sé que tengo que hablar de ello. Mañana hablaré un poco más.

Apartó sus ojos de los de él y se quedó mirando fijamente la ventana, levantando despacio los hombros, el que tenía herido y el otro, y se llevó la mano derecha a la boca.

El artículo del Independent on Sunday estaba empapado de una especie de hábil malicia. Siempre que era posible ser sarcástico, Win Carver lo era. No dejaba pasar ninguna oportunidad de mostrarse despectiva. Sin embargo, era un buen artículo. Así era la naturaleza humana, admitió Wexford para sus adentros; era mejor su tono irónico y ligeramente malicioso que un artículo más blando.

Un periodista del Kmgsmarkham Courier habría adoptado un estilo adulatorio al descubrir la repoblación forestal, los estudios de dendrología de Davina Flory, su jardinería y su coleccionismo de ejemplares de árboles raros. Carver trataba el tema como si fuera ligeramente divertido y un caso de leve hipocresía. «Plantar» un bosque, daba a entender, no era una manera muy exacta de referirse a un ejercicio que otros hacían por uno mientras uno lo único que hacía era desembolsar el dinero. La jardinería podía ser una manera muy agradable de pasar el tiempo si sólo se estaba obligado a hacerlo cuando no se tenía nada que hacer o los días de buen tiempo. Los hombres jóvenes y fuertes se ocupaban de cavar.

Davina Flory, proseguía la periodista en la misma línea, había sido una mujer aclamada y de gran éxito, pero no había tenido exactamente que luchar, ¿no? Asistir a Oxford había sido un paso evidente, dado que era inteligente, su padre era profesor y no carecían de dinero. Podía ser una gran jardinera, pero los terrenos y los recursos cayeron en sus manos cuando se casó con Desmond Flory. Quedarse viuda hacia el final de la guerra había sido un hecho triste, pero sin duda el dolor quedó mitigado al heredar de su primer marido muerto una enorme casa de campo y una fortuna inmensa.

También se mostraba un poco mordaz acerca de lo poco que le duró el segundo matrimonio. Sin embargo, al hablar de los viajes y los libros, la singularidad de la comprensión de Davina Flory de la Europa occidental y sus investigaciones políticas y sociológicas al respecto, en una época sumamente difícil y peligrosa, Win Carver no tenía más que alabanzas para ella. Hablaba de los libros «antropológicos» que estos viajes habían producido. Recordaba con una encantadora nostalgia aduladora sus propios días de estudiante unos veinte años atrás y su lectura de las dos únicas novelas de Davina Flory: Los anfitriones de Midian y Un hombre particular en Atenas. Comparaba su apreciación con el sentimiento de Keats por el Homero de Chapman, incluso decía que había sido silenciada «en una cima de Darien».

Finalmente, pero no brevemente, aludía al primer volumen de la autobiografía: La menor de nueve. Wexford, que había supuesto que este título era una cita de La duodécima noche, se alegró de ver confirmada su suposición. A continuación se daba un resumen de la infancia y la juventud de Davina Flory, tal como se describía en estas memorias, una referencia de pasada a su encuentro con Harvey Copeland, y la periodista terminaba con unas palabras -muy pocas- acerca de la hija de la señorita Flory, Naomi Jones, que tenía participación en una galería de artesanía de Kingsmarkham, y la nieta y homónima de la señorita Flory.

En las últimas líneas del artículo, Win Carver especulaba acerca de las probabilidades de recibir el título de Dame Commander of the British Empire en una futura lista de honores y los juzgaba bastante elevados. Debían pasar sólo uno o dos años, daba a entender, para que la señorita Flory se convirtiera en Dame Davina. Casi siempre (escribía Carver), «esperan hasta que ha pasado el octogésimo cumpleaños y así no se vive mucho más».

La vida de Davina Flory no había sido suficientemente prolongada. La muerte le había sobrevenido de una manera no natural y con la máxima violencia. Wexford, que se hallaba quieto en la sala de coordinación, dejó los periódicos a un lado y examinó la lista impresa que Gerry Hinde le había hecho de las joyas que faltaban. No había muchas, pero las que había parecían valiosas. Después cruzó el patio para dirigirse a la casa.

Habían limpiado el vestíbulo. Apestaba al tipo de desinfectante que huele como una combinación de lisol y jugo de lima. Brenda Harrison estaba recolocando los adornos que habían sido situados en lugares incorrectos. Su rostro prematuramente arrugado tenía una expresión de intensa concentración, la causa sin duda de las arrugas. En la escalinata, tres escalones más arriba, donde la alfombra, quizá manchada para siempre, estaba cubierta con una lona, se hallaba sentada la gata persa llamada Queenie.

– Se alegrará de saber que Daisy se está recuperando -anunció Wexford.

Ella ya lo sabía.

– Uno de los policías me lo ha dicho -dijo sin entusiasmo.