Wexford dijo:
– Al menos sabemos que sólo se utilizó un arma. Sabemos que era un Colt Magnum calibre 38. El hombre al que Daisy vio efectuó todos los disparos. ¿No se repartieron el trabajo, disparó sólo él? ¿Eso es extraño?
– Sólo tenían un arma -dijo Burden-. O sólo un arma de verdad. El otro día leí en no recuerdo qué sitio que en una ciudad de Estados Unidos, donde había un asesino suelto, permitían a todos los estudiantes universitarios salir para comprarse armas para protegerse. Debían de ser muchachos de diecinueve o veinte años. Imagina. Gracias a Dios, en este país todavía es difícil hacerse con un arma.
– Eso dijimos cuando mataron al pobre Martin, ¿lo recuerdas?
– Aquello también fue con un Colt calibre 38 o calibre 357.
– Ya lo había observado -dijo Wexford con sequedad-. Pero los cartuchos utilizados en los dos casos, el asesinato de Martin y éste, no coinciden.
– Por desgracia. Si coincidieran, tendríamos algo. ¿Un cartucho utilizado y cinco abandonados? La historia de Michelle Weaver no parecería más fantástica.
– ¿Se te ha ocurrido que es extraño que utilizaran revólver?
– ¿Si se me ha ocurrido? Me sorprendió desde el primer momento. La mayoría utilizan una escopeta recortada.
– Sí. La gran respuesta británica a Dan Wesson. Te diré otra cosa que resulta extraña, Mike. Digamos que había seis cartuchos en el cilindro, estaba lleno. Había cuatro personas en la casa pero el asesino no disparó cuatro veces, disparó cinco. Harvey Copeland fue el primero en recibir el disparo; sin embargo, sabiendo que sólo disponía de seis cartuchos le disparó dos veces. ¿Por qué? Quizá no sabía que había otras tres personas en el comedor, quizá tuvo miedo. Entra en el comedor y dispara a Davina Flory, después a Naomi Jones, un cartucho a cada una, y después a Daisy. Queda un cartucho en el cilindro pero no dispara dos veces a Daisy para «rematarla», como diría Ken Harrison. ¿Por qué no lo hace?
– Al oír el gato en el piso de arriba se asustó. ¿Oyó el ruido y se marchó corriendo?
– Sí. Tal vez. O no había seis cartuchos en el cilindro, sólo cinco. Uno ya lo había utilizado antes de llegar a Tancred.
– Pero no con el pobre Martin -dijo Burden al instante-. ¿Sumner-Quist ha dicho algo ya?
Wexford meneó la cabeza.
– Supongo que es de esperar que se produzcan retrasos. He ordenado a Barry que compruebe dónde se encontraba John Gabbitas el martes, a qué hora se marchó y todo eso. Y después me gustaría que te lo llevaras a buscar a unos Griffin, un tal Terry Griffin y su esposa, que viven en la zona de Myringham. Eran los predecesores de Gabbitas en Tancred. Buscamos a alguien que conozca este lugar y a las personas que vivían aquí. Es posible que alguien les guardara rencor.
– ¿Un ex empleado?
– Posiblemente. Alguien que lo sabía todo de ellos y lo que poseían, sus costumbres y todo eso. Alguien que es una incógnita.
Cuando Burden se hubo ido, Wexford se sentó a mirar las fotografías del lugar del crimen. Fotogramas de una película de horror, pensó, de esas películas que nadie salvo él vería jamás, los resultados de la violencia real, de un crimen auténtico. Aquellas grandes manchas oscuras eran sangre de verdad. ¿Era él un ser privilegiado por poder verlas, o un ser desgraciado? ¿Llegaría un día en que los periódicos mostrarían fotografías como aquéllas? Era posible. Al fin y al cabo, no hacía tanto tiempo que ninguna publicación mostraba fotografías de los muertos.
Realizó el ajuste mental que le hacía pasar de ser un hombre sensible con sentimientos humanos a ser una máquina que funcionaba deprisa, un ojo que analizaba, una impresora de interrogantes. Así se sentía mientras miraba las fotografías. Por trágica, asombrosa y monstruosa que pudiera ser la escena del comedor, no había nada incongruente en ella. Así es como habrían caído las mujeres si una de ellas hubiera estado sentada a la mesa frente a la puerta, la otra enfrente de ella, de pie y mirando detrás de ella. La sangre del suelo del rincón vacío, cerca del pie de la mesa, era sangre de Daisy.
Wexford vio lo que había visto aquella noche. La servilleta ensangrentada en el suelo y la servilleta manchada de sangre en la mano de Davina Flory, agarrada por sus dedos contraídos, moribundos. Su rostro yacía sumergido en un plato de sangre, y la cabeza terriblemente destrozada… Naomi estaba recostada en su silla como desmayada, su largo cabello caído sobre la espalda desnuda hasta casi tocar el suelo. Lentejuelas de sangre en las pantallas de las lámparas, las paredes, negras manchas en la alfombra, oscuras salpicaduras en el pan, y el mantel, oscuro donde la sangre se había filtrado formando una densa y suave marea.
Por segunda vez en este caso -y posteriormente iba a experimentarlo otras veces-, percibió un orden reinante destruido, una belleza ultrajada, un caos. Sin pruebas para creerlo, pensó que detectaba en este asesino una alegre pasión por la destrucción. Pero no había nada incongruente en aquellas fotografías. Dados los terribles acontecimientos, es lo que cabía esperar. Por otra parte, las fotografías de Harvey Copeland, que le mostraban despatarrado de espaldas al pie de la escalinata, con los pies hacia el vestíbulo y la puerta, presentaba un problema. Un problema que quizá el testimonio de Daisy resolvería. Si el hombre hubiera bajado la escalera y se hubiera encontrado con él, que subía a ver qué pasaba, ¿por qué cuando el asesino le disparó no cayó de espaldas por la escalera?
Las cuatro era la hora en la que pensaba; a las cuatro la había ido a ver el día anterior, aunque entonces no había mencionado ninguna hora concreta. El tráfico no era denso y llegó al hospital bastante pronto. Eran las cuatro menos diez cuando bajó del ascensor y recorrió el corredor hacia la sala MacAlister.
Esta vez no le esperaba la doctora Leigh para verle. Wexford había indicado a Anne Lennox que abandonara su vigilancia. Al parecer no había nadie por allí. Quizás el personal se estaba tomando un descanso en la sala de las enfermeras. Llegó en silencio a la habitación de Daisy. A través de los cristales de vidrio glaseado vio que había alguien con ella, un hombre sentado en una silla a la izquierda de la cama.
Una visita. Al menos, no era Jason Sebright.
El cristal de la puerta aclaró la imagen del hombre. Era joven, de unos veintiséis años, más bien corpulento, y tenía un aspecto tal, que Wexford pudo situarle inmediatamente, o adivinarlo. La visita de Daisy pertenecía a la clase media superior, había asistido a una escuela pública distinguida pero probablemente no a la universidad, era «algo en la ciudad» donde trabajaba todos los días con un ordenador y un teléfono. Para este trabajo estaría -como Ken Harrison probablemente habría dicho- acabado antes de los treinta, así que estaba acumulando el máximo posible antes de llegar a esa edad. La ropa que llevaba era adecuada para un hombre que le doblara en edad: blazer azul marino, pantalones de franela gris oscuro, camisa blanca y corbata. La concesión que hacía a las ideas ambiguas de la moda y de lo adecuado era que llevaba el pelo bastante más largo de lo que la camisa y el blazer requerían. Era un pelo bastante rizado y por la manera en que lo llevaba peinado y la manera en que se le rizaba en torno a los lóbulos de las orejas, Wexford supuso que estaba orgulloso de él.
En cuanto a Daisy, estaba incorporada en la cama, los ojos puestos en su visitante, su expresión inescrutable. No sonreía; tampoco parecía particularmente triste. A Wexford le resultaba imposible saber si había empezado a recuperarse de la impresión que había recibido. El joven le había llevado flores, una docena de rosas rojas, y éstas estaban sobre la cama, entre los dos. La mano derecha de ella, la mano buena, descansaba entre los tallos y sobre el papel con dibujos rosa y dorados en el que estaban envueltas.