Wexford esperó unos segundos; luego, llamó a la puerta levemente, la abrió y entró en la habitación.
El joven se volvió, ofreciendo a Wexford precisamente la mirada que éste había esperado. En ciertas escuelas, a menudo había pensado, les enseñaban a mirar así, con confianza, desdén, un poco de indignación, igual que les enseñaban a hablar con una ciruela en la boca.
Daisy no sonrió. Logró mostrarse educada y cordial sin sonreír, algo raro.
– Ah, hola -dijo. Su voz aquel día era baja pero mesurada, el tono de histeria había desaparecido-. Nicholas, éste es el inspector… el inspector jefe Wexford. Señor Wexford, le presento a Nicholas Virson, un amigo de mi familia.
Lo dijo con calma, sin la más mínima vacilación, aunque no le quedaba familia.
Los dos hombres se saludaron con un movimiento de cabeza. Wexford dijo:
– Buenas tardes.
Virson sólo hizo un segundo gesto de asentimiento. En su idea de una jerarquía, su gran Cadena del Ser, los policías ocupaban el último rango.
– Espero que te encuentres mejor.
Daisy bajó la mirada.
– Estoy bien.
– ¿Te encuentras lo bastante bien para que hablemos un poco? ¿Para profundizar un poco en algunas cosas?
– Tengo que hacerlo -respondió ella. Se rascó el cuello, levantó la barbilla-. Usted lo dijo todo ayer, cuando dijo que teníamos que hacerlo, que no podíamos elegir.
La vio cerrar los dedos en torno al papel que envolvía las rosas, la vio apretar con fuerza los tallos, y tuvo la extraña idea de que lo hacía para que la mano le sangrara. Pero quizá no tenían espinas.
– Tendrás que irte, Nicholas. -Los hombres que se llaman así casi siempre son conocidos por uno de sus diminutivos, Nick o Nicky, pero ella le llamó Nicholas-. Has sido muy amable al venir. Adoro las flores -dijo ella, apretando los tallos sin mirarlas.
Wexford sabía que Virson lo diría, eso o algo parecido, sólo era cuestión de tiempo.
– Bueno, espero que no someta a Daisy a ningún interrogatorio. Quiero decir, al fin y al cabo, ¿qué puede decirle ella en realidad? ¿Qué puede recordar? Está muy confusa, ¿verdad, cariño?
– No estoy confusa. -Hablaba en un sereno tono bajo y sin inflexión, dando a cada palabra el mismo peso-. No estoy nada confusa.
– Ahora me lo decía. -Virson logró soltar una sana carcajada. Se levantó, se quedó de pie, sin estar seguro, de repente, de sí mismo. Por encima del hombro lanzó a Wexford-: Es posible que Daisy pueda darle una descripción del criminal al que vio, pero ni siquiera vislumbró el vehículo.
¿Por qué lo dijo? ¿Era sencillamente que necesitaba decir algo para llenar el tiempo mientras consideraba la posibilidad de intentar darle un beso? Daisy levantó la cara hacia él, algo que Wexford no había esperado, y Virson, inclinándose rápidamente, le puso los labios sobre la mejilla. El beso le estimuló a utilizar una palabra cariñosa.
– ¿Puedo hacer algo por ti, cariño?
– Una cosa -dijo ella-. Cuando salgas, ¿puedes buscar un jarrón y poner estas flores en él?
Esto, evidentemente, no era a lo que Virson se refería. No le quedó más remedio que acceder.
– Encontrarás uno en un sitio que ellos llaman la esclusa. No sé dónde está, a la izquierda, en algún sitio. Las pobres enfermeras están siempre tan ocupadas.,.
Virson se marchó con las rosas que le había llevado a Daisy.
Aquel día Daisy llevaba un camisón de hospital atado con cintas en la espalda. Le cubría el brazo izquierdo vendado y el cabestrillo. Todavía llevaba la aguja para el suero. Ella le siguió la mirada.
– Es más fácil para inyectar los medicamentos. Por eso no me lo han quitado. Hoy me lo quitarán. Ya estoy mejor.
– ¿Y no estás confusa?
Utilizó la frase de ella.
– En absoluto. -Por un momento habló como alguien mucho mayor-. He estado pensando en ello -dijo-. La gente me dice que no piense en ello pero tengo que hacerlo. ¿Qué otra cosa me queda? Sabía que tendría que contárselo todo a usted lo mejor posible, así que he estado pensando en ello para aclararme. ¿No dijo algún escritor que la muerte violenta concentra la mente de una manera maravillosa?
Wexford se sorprendió pero no lo demostró.
– Samuel Johnson, pero era sabiendo que uno iba a ser colgado al día siguiente.
Ella esbozó una leve sonrisa, muy leve, y dijo:
– No se parece usted mucho a la idea que tengo de un policía.
– Me atrevería a decir que no has conocido a muchos.
De pronto pensó que se parecía a Sheila. Se parece a mi hija. Ella era morena y Sheila rubia, pero no eran esas cosas, dijera lo que dijera la gente, lo que hacía que una persona se pareciera a otra. Era la similitud de las facciones, de la forma del rostro. A él le molestaba un poco que la gente dijera que Sheila era como él porque tenían el mismo pelo. O lo habían tenido, antes de que el suyo se volviera gris y la mitad se le cayera. Sheila era guapa. Daisy era guapa y sus facciones eran como las de Sheila. Ella le miraba con una tristeza cercana a la desesperación.
– Has dicho que has estado pensando en ello, Daisy. Dime lo que has pensado.
Ella asintió sin cambiar de expresión. Alargó el brazo para agarrar un vaso de algo que tenía en la mesilla de noche -zumo de limón, agua de cebada- y bebió un poco.
– Le diré lo que sucedió, todo lo que recuerdo. Es lo que quiere, ¿no?
– Sí, sí, por favor.
– Interrúmpame si algo no queda suficientemente claro. Lo hará, ¿eh?
Su tono, de pronto, era el de alguien acostumbrado a decir a los criados, y no sólo a los criados, lo que quería, y a que le obedecieran. Estaba acostumbrada, pensó Wexford, a decir a alguien «Ven» y que viniera, a otro «Vete» y que se fuera y a un tercero «Haz esto» y que lo hiciera. Wexford ahogó una sonrisa.
– Por supuesto.
– Es difícil saber por dónde empezar. Davina solía decir eso cuando escribía un libro. ¿Dónele empezar? Se podía empezar por lo que uno creía que era el principio y después darse cuenta de que empezaba mucho antes. Pero en este caso… ¿empiezo por la tarde?
Él asintió.
– Yo había estado en clase. Estudio de día en Crelands. En realidad, me habría encantado estar interna pero Davina no me dejaba. -Pareció recordar algo, quizá sólo que su abuela estaba muerta. De mortuis…-. Bueno, en realidad habría sido una tontería. Crelands sólo está al otro lado de Myfleet, como supongo que sabe.
Él lo sabía. Al parecer también era el alma mater de Sebright. Una escuela privada menor que, no obstante, pertenecía a la Headmaster's Conference, como Eton y Harrow. Los honorarios eran similares. Cuando fue fundada por Alberto el Bueno [2] en 1856 era exclusivamente un colegio masculino, pero había abierto sus puertas a las muchachas unos siete u ocho años atrás.
– La escuela termina a las cuatro. Llegué a las cuatro y media.
– ¿Alguien te fue a recoger en coche?
Ella le miró auténticamente asombrada.
– Yo conduzco.
La gran revolución británica del automóvil no le había pasado por alto a Wexford, pero aún podía recordar con claridad los días en que una familia con tres o cuatro coches era algo que él consideraba una anomalía norteamericana, cuando una gran cantidad de mujeres no sabían conducir, cuando pocas personas poseían un coche hasta que se casaban. Su propia madre se habría quedado atónita, sospechando que se burlaban de ella, si le hubieran preguntado si sabía conducir. Daisy se dio cuenta de su leve sorpresa.
– Davina me regaló el coche por mi cumpleaños cuando cumplí diecisiete. Al día siguiente aprobé el examen. Fue un gran alivio, se lo aseguro, no tener que depender de nadie ni que Ken tuviera que acompañarme. Bueno, como decía, llegué a casa hacia las cuatro y media y me fui a mi santuario. Probablemente lo ha visto. Yo lo llamo así. Antes eran los establos. Allí aparco mi coche y es una habitación mía, privada.