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»Tengo la impresión de que caí al suelo. Me agazapé en el suelo. Sé que oí que se ponía en marcha un coche. Ése, el otro, había estado en el piso de arriba, creo que era el que oímos. El que me disparó estuvo abajo todo el rato, y cuando nos disparó, el otro salió deprisa y puso el coche en marcha. Eso es lo que creo.

– ¿Puedes describir al que te disparó?

Wexford contenía el aliento, esperando que ella dijera, temiendo que ella dijera que no podía recordarlo, que también esto había sido absorbido y destruido por la impresión. Su rostro se había contraído, casi deformado, con el esfuerzo por concentrarse, el recuerdo de sucesos casi intolerablemente dolorosos. Pareció desaparecer, como si se hubiera aliviado un poco. El alivio la calmó, como cuando se suspira.

– Puedo describirle. Puedo hacerlo. Me he obligado a mí misma a hacerlo. Lo que pude ver de él. Era… bueno, no demasiado alto pero corpulento, de complexión fuerte, muy rubio. Quiero decir que tenía el pelo rubio. No pude verle la cara, llevaba una máscara.

– ¿Una máscara? ¿Te refieres a una capucha? ¿Una media en la cabeza?

– No sé. No sé. He intentado recordarlo porque sabía que me lo preguntaría pero no lo sé. Pude verle el pelo. Sé que lo tenía rubio, corto y espeso, pelo rubio bastante espeso. Pero no habría podido verle el pelo si hubiera llevado una capucha, ¿no? ¿Sabe cuál es la impresión que tengo?

Él negó con la cabeza.

– Que era una máscara como la que la gente lleva cuando hay contaminación. O incluso una de esas máscaras que llevan los leñadores cuando están utilizando una sierra de cadena. Pude verle el pelo y la barbilla. Pude verle las orejas, pero eran orejas corrientes, ni grandes ni de soplillo ni nada parecido. Y su barbilla también era corriente, tal vez tuviera un hoyuelo en ella, una especie de pequeño hoyuelo.

– Daisy, hiciste muy bien. Hiciste muy bien fijándote en todo esto antes de que te disparara.

Al oír estas palabras la muchacha cerró los ojos y contrajo el rostro. Wexford comprendió que era demasiado pronto para hablar del disparo, del ataque a ella. Comprendió el terror que debía de evocar en ella, que ella también habría podido morir en aquella habitación de muerte.

Una enfermera asomó la cabeza por la puerta.

– Estoy bien -dijo Daisy-. No estoy cansada, no me estoy excediendo. De veras.

La cabeza se retiró. Daisy tomó otro sorbo del vaso de la mesilla de noche.

– Vamos a hacer un retrato del hombre basándonos en lo que has podido decirme -dijo Wexford-. Y cuando estés mejor y hayas salido de aquí, te pediré si quieres volver a contar todo esto en forma de declaración. También, con tu permiso, lo grabaremos en cinta. Sé que será duro para ti, pero no digas que no ahora, piénsalo.

– No tengo que pensar -replicó ella-. Haré la declaración.

– Entretanto, me gustaría volver y hablar contigo otra vez mañana. Pero antes, me gustaría que me dijeras una cosa. ¿Joanne Garland llegó a ir a tu casa?

Daisy pareció reflexionar. Se quedó muy quieta.

– No lo sé -respondió por fin-. Quiero decir, no la oí llamar a la puerta ni nada. Pero después de que me dispararan pudieron ocurrir toda clase de cosas sin que yo me enterara. Estaba sangrando, quería llegar al teléfono, me concentré en la tarea de arrastrarme hasta el teléfono y llamarles a ustedes, la policía, a una ambulancia, antes de morir desangrada; realmente pensé que iba a morir desangrada.

– Sí -dijo él-, sí.

– Ella pudo haber ido después de que ellos, los hombres, se marcharan. No lo sé, es inútil que me pregunte a mí porque no lo sé. -Vaciló, y luego dijo con voz baja-: ¿Señor Wexford?

– ¿Sí?

Por un momento Daisy no dijo nada. Bajó la cabeza y el abundante cabello castaño oscuro cayó hacia delante, cubriéndole la cara, el cuello y los hombros como un velo. Levantó la mano derecha, aquella mano delgada, blanca y de largos dedos, y se peinó el pelo, tomó un mechón y lo apartó. Alzó la mirada hacia Wexford, con expresión tensa, intensa, el labio superior curvado de dolor o incredulidad.

– ¿Qué será de mí? -le preguntó-. ¿Adonde iré? ¿Qué haré? Lo he perdido todo. Todo lo que importa.

No era el momento de recordarle que sería rica, que no todo había desaparecido. Lo que para muchos significa que la vida vale la pena le quedaba en abundancia. Jamás había visto a nadie creer ciegamente en el adagio que dice que el dinero no hace la felicidad. Pero permaneció callado.

– Debería haber muerto. Habría sido mejor para mí morirme. Tenía un miedo horrible a morirme. Creí que moría cuando la sangre me salía a borbotones y estaba aterrada… oh, estaba tan asustada… Lo curioso es que no me dolía. Me duele más ahora que entonces. Se diría que algo que te entra en la carne tiene que doler terriblemente, sin embargo no sentía ningún dolor. Pero habría sido mejor que me muriera, ahora lo sé.

– Sé que me arriesgo a que me consideres de esos que reparten los viejos placebos. Pero no te sentirás así siempre. Pasará -dijo Wexford.

Ella le miró fijamente, y dijo con voz bastante imperiosa:

– Entonces, le veré mañana.

– Sí.

Ella le tendió la mano y él se la estrechó. Sus dedos estaban fríos y muy secos.

9

Wexford se fue pronto a casa. Tenía la sensación de que ésa podía ser la última vez que llegara a casa a las seis en mucho tiempo.

Dora estaba en el vestíbulo, colgando el teléfono, cuando él entró.

Ella dijo:

– Era Sheila. Si hubieras llegado un segundo antes habrías podido hablar con ella.

Una réplica sardónica acudió a sus labios pero se contuvo. No había motivo para mostrarse desagradable con su esposa. Ella no tenía la culpa de nada. En realidad, en aquella cena del martes, ella había hecho todo lo posible para facilitar las cosas, para apagar el tono de rencor y suavizar el sarcasmo.

– Van a venir -dijo Dora en tono neutro.

– ¿Quién va a venir?

– Sheila y… y Gus. A pasar el fin de semana. Ya sabes que el martes Sheila dijo que quizá vendrían.

– Desde el martes han pasado muchas cosas.

En cualquier caso, probablemente él no estaría mucho tiempo en casa durante el fin de semana. Pero el día siguiente era el fin de semana, el día siguiente era viernes, y ellos llegarían a última hora de la tarde. Se sirvió una cerveza, una Adnam que una tienda de licores local había empezado a vender, y sirvió un jerez seco para Dora. Ella posó una mano en el brazo de él, lo movió para introducir su mano. A él le recordó el helado roce de Daisy. Pero el de Dora era cálido.

Explotó:

– ¿Tengo que tener aquí a ese sinvergüenza todo el fin de semana?

– Reg, no empieces así. Sólo le hemos visto dos veces.

– La primera vez que le trajo -dijo Wexford-, se quedó de pie en esta habitación, frente a mis libros, y los fue sacando uno por uno. Los miró con una sonrisa un poco desdeñosa. Sacó el Trollope y lo miró así. Sacó las narraciones cortas de M. R. James y sacudió la cabeza. Todavía puedo verle, allí de pie con James en la mano y meneando la cabeza despacio, muy despacio de lado a lado. Pensé que iba a bajar los pulgares. Pensé que haría lo que hacía la Primera Vestal cuando el gladiador tenía a su contrincante a su merced en la arena. Muerte. Ése es el veredicto del juez supremo, muerte.

– Tiene derecho a tener su opinión.

– No tiene derecho a despreciar la mía y demostrar que la desprecia. Además, Dora, eso no es lo único y tú lo sabes. ¿Has conocido alguna vez a un hombre con una actitud más arrogante? ¿Alguna vez… bueno, en tu círculo familiar o entre gente que conoces bien… alguna vez te has tropezado con alguien que te haga sentir tan claramente que te desprecia? A ti y a mí. Todo lo que decía estaba pensado para demostrar su altura, su talento, su ingenio. ¿Qué ve Sheila en él? ¿Qué ve en él? Es bajito y delgado, es feo, es miope, no puede ver más allá de sus narices…