– ¿Señor?
Wexford alzó las cejas.
– ¿Qué es una tienda de cursilerías? -Vine recalcó la segunda palabra-. Estoy seguro de que debería saberlo, pero no me viene a la cabeza.
Por alguna razón, esto recordó a Wexford los días lejanos en que su abuelo, que tenía una quincallería en Stowerton, ordenaba a un aprendiz perezoso que saliera a comprar una libra de grasa para codos [3] y el muchacho obedecía e iba. Pero Vine no era ni perezoso ni estúpido; Vine -aunque no hay que hablar mal de los muertos- era muy superior a Martin. En lugar de contarle esta historia, Wexford le explicó la palabra que había utilizado.
Wexford encontró a Burden almorzando en su escritorio. Éste se hallaba tras unos biombos donde los muebles de Daisy, librerías, sillas, cojines, estaban cuidadosamente cubiertos con sábanas. Burden comía pizza y ensalada de col, comidas ambas que no figuraban entre las favoritas de Wexford, ni separadas ni juntas, pero de todos modos le preguntó de dónde lo había sacado.
– Nuestro camión de suministros. Está fuera y lo estará cada día de doce y media a dos. ¿No lo encargaste tú?
– Es la primera noticia que tengo -dijo Wexford.
– Dile a Karen que vaya a buscarte algo. Tienen un buen surtido.
Wexford dijo que Karen Malahyde había ido a Kingsmarkham con Barry Vine, pero le pediría a Davidson que fuera a buscarle su almuerzo. Davidson sabía lo que le gustaba. Se sentó frente a Burden con un café del color del barro procedente de la máquina.
– ¿Qué hay de esos Griffin?
– El hijo está sin empleo, vive del paro… bueno, no, de la Ayuda Familiar, hace demasiado tiempo que está sin empleo para cobrar del paro. Vive en casa con sus padres. Se llama Andrew o Andy. Los padres son Terry y Margaret, mayores tirando a ancianos.
– Como yo -dijo Wexford-. Qué frases tan eficaces utilizas, Mike.
Burden no le hizo caso.
– Son gente retirada que no tienen suficientes cosas que hacer; me pareció que no tenían nada que hacer. Y también son paranoicos totales. Todo está mal y todo el mundo está contra ellos. Cuando llegamos allí estaban esperando que los de la telefónica les arreglaran el teléfono; pensaron que éramos ellos y los dos nos metieron una bronca antes de darnos oportunidad de explicarnos. Entonces, en cuanto se mencionó el nombre de Tancred, empezaron a quejarse de que habían dedicado a ese lugar los mejores años de su vida y a contar las iniquidades de Davina Flory como dueña, ya puedes imaginar. Lo curioso fue que aunque debían de saber, quiero decir, era evidente que sabían, lo que había sucedido el martes por la noche -incluso tenían el periódico de ayer con las fotos-, no dijeron una sola palabra al respecto hasta que nosotros lo hicimos. Quiero decir, ni siquiera hicieron un comentario referente a lo terrible que era. Sólo intercambiaron una mirada cuando yo dije que creía que ellos habían trabajado allí, y Griffin dijo un poco ceñudo que sí habían trabajado allí, nunca lo olvidarían, y después se fueron, los dos, hasta que tuvimos que… bueno, frenar la marea.
Wexford citó:
– «Se ha producido un acontecimiento del que es difícil hablar e imposible permanecer callado.» -Recibió a cambio una mirada suspicaz-. ¿Los de teléfonos llegaron?
– Sí, al final sí. Yo estaba que me subía por las paredes, porque la mujer iba a la puerta delantera cada cinco minutos a mirar arriba y abajo la calle a ver si venía. Por cierto, Andy Griffin no estaba, llegó más tarde. Su madre dijo que había ido a hacer jogging.
Davidson les interrumpió; apareció tras los biombos con un envase de papel encerado que contenía pollo, arroz pilaf y salsa de mango para Wexford.
– Ojalá yo hubiera tomado eso -dijo Burden.
– Ahora es demasiado tarde. No te lo cambio, detesto la pizza. ¿Averiguaste por qué se pelearon con los Harrison?
Burden pareció sorprendido.
– No lo pregunté.
– No, pero si son tan paranoicos podían haber ofrecido esa información sin que se les preguntara.
– No mencionaron a los Harrison. Quizás eso es importante. Margaret Griffin siguió hablando del estado inmaculado en que había dejado el cottage y que una vez que se encontraron con Gabbitas él llevaba alquitrán en las botas y se lo limpió en la alfombra. Pronto convertiría aquel lugar en un vertedero, estaba segura.
»Llegó Andy Griffin. Supongo que podía haber estado haciendo jogging. Tiene exceso de peso, por no decir que está gordo. Llevaba chándal pero no todo el mundo que lleva chándal corre. Tiene aspecto de no poder correr tras un autobús que vaya a ocho kilómetros por hora. Es más bien bajo y rubio, pero no hay manera de que encaje con la descripción que hizo Daisy Flory.
– No habría sido necesario que le describiera. Le habría conocido -dijo Wexford-. Le habría conocido aunque hubiera llevado una máscara.
– Cierto. El martes por la noche estaba fuera, dice que con unos amigos, y sus padres confirman que salió hacia las seis. Lo estoy comprobando con sus amigos. Se supone que fueron de pubs en Myringham y a tomar comida china en un lugar llamado Panda Cottage.
– ¡Qué nombres! Suena a guarida de especies en peligro. ¿Vive del paro?
– Más o menos. Hay algo curioso en él, Reg, aunque no sé decirte qué. Sé que no sirve de ayuda, pero lo que realmente estoy diciendo es que no hemos de perder de vista a Andrew Griffin. Sus padres dan la impresión de sentir desagrado por todo el mundo y han acumulado mucho resentimiento por alguna razón, o por ninguna, contra Harvey Copeland y Davina Flory, pero Andy… Andy les odia. Su actitud y su voz cambian cuando habla de ellos. Incluso dijo que se alegraba de que hubieran muerto… «Escoria» y «mierda» son palabras que utiliza al hablar de ellos.
– El Príncipe Azul.
– Sabremos algo más cuando averigüemos si realmente estuvo de pubs y en este Panda Cottage el martes.
Wexford consultó su reloj.
– Es hora de que vaya al hospital. ¿Quieres venir? Podrías hacer tú mismo algunas preguntas sobre Griffin a Daisy.
En cuanto hubo dicho estas palabras lo lamentó. Daisy se había acostumbrado a él, pero casi seguro que no querría que otro policía llegara con él y que lo hiciera sin habérselo anunciado. Pero no tenía que preocuparse. Burden no tenía intención de ir. Burden tenía una cita para efectuar otra entrevista a Brenda Harrison.
– Resistirá -dijo de Daisy-. Se sentirá mejor para hablar cuando haya salido de allí. Por cierto, ¿adonde irá cuando salga de allí?
– No lo sé -respondió Wexford despacio-. Realmente no lo sé. No se me había ocurrido.
– Bueno, no puede ir a casa, ¿no? Si es que es su casa; supongo que lo es. No puede volver al lugar donde ocurrió todo. Quizás algún día, pero no ahora.
– Volveré -dijo Wexford cuando se iba- para ver lo que las cadenas de televisión hacen por nosotros. Llegaré a tiempo para ver las noticias de las cinco cuarenta.
Una vez más, en el hospital, no se anunció sino que entró discretamente, casi en secreto. La doctora Leigh no estaba ni había ninguna enfermera. Llamó a la puerta de la habitación de Daisy, sin poder ver mucho a través del cristal esmerilado, sólo la forma de la cama, suficiente para saber que no tenía visitas.
Nadie respondió a su llamada. Claro que llegaba más temprano que en las ocasiones anteriores. Solo, sin acompañantes, no le gustaba abrir la puerta. Volvió a llamar, ahora seguro, sin ninguna prueba para ello, de que la habitación estaba vacía. Debía de haber una sala de estar y tal vez Daisy estuviera en ella. Se volvió y se tropezó con un hombre que llevaba una bata corta blanca. ¿El enfermero de turno?