– Estoy buscando a la señorita Flory.
– Daisy se ha ido a casa hoy.
– ¿Se ha ido a casa?
– ¿Es usted el inspector jefe Wexford? Ha dejado el recado de que le había telefoneado. Sus amigos han venido a por ella. Puedo darle el nombre, lo tengo en algún sitio.
Daisy había ido a casa de Nicholas Virson y su madre en Myfleet. Ésa era, entonces, la respuesta a la pregunta de Burden. Había ido a casa de sus amigos, quizá sus amigos más íntimos. Wexford se preguntó por qué no se lo había dicho el día anterior, pero quizá no lo sabía. Sin duda, habían estado en contacto con ella, la habían invitado y ella había accedido para escapar. Casi todos los pacientes desean escapar del hospital.
– Seguirá en observación -dijo el enfermero de turno-. Tiene que venir a hacerse un reconocimiento el lunes.
De nuevo en los establos, Wexford miró la televisión, las noticias de una cadena tras las de otra. Apareció en la pantalla la impresión que el artista había sacado del aspecto que tenía el asesino de Tancred. Al verlo de aquel modo, ampliado, de alguna manera más convincente que un dibujo en un papel, Wexford se dio cuenta de a quién le recordaba.
A Nicholas Virson.
El rostro que aparecía en la pantalla era exactamente tal como él recordaba el rostro de Virson junto a la cama de Daisy. ¿Coincidencia, casualidad y algo fortuito por parte del artista? ¿O alguna deformación inconsciente por parte de Daisy? Eso restaba valor al dibujo, que ahora había desaparecido de la pantalla para dejar paso a la boda de una estrella de cine. ¡La máscara que el asesino llevaba había servido para su propósito si el resultado era que hacía que se pareciera al amigo de la testigo!
Wexford estaba sentado frente al televisor, sin ver nada. Eran casi las seis y media, la hora en que Sheila y Augustine Casey habían dicho que llegarían. No tenía ganas de ir a casa.
Volvió a su escritorio, donde le esperaban una docena de mensajes. El de encima le indicó lo que ya sabía, que Daisy Flory podía ser localizada en casa de la señora Joyce Virson en Thatched House, Castle Lañe, Myfleet. Esto también le indicó algo que no sabía, un número de teléfono. Wexford se sacó su teléfono portátil del bolsillo y marcó el número.
Respondió una voz de mujer, superior, arrolladora, imperiosa.
– ¿Diga?
Wexford dijo quién era y que le gustaría hablar con la señorita Flory el día siguiente, por la tarde, hacia las cuatro.
– ¡Pero si es sábado!
Él dijo que ya lo sabía. No se podía negar.
– Bueno, supongo que sí. Si es necesario. ¿Sabrá encontrar esta casa? ¿Cómo vendrá? No se puede fiar del servicio de autobuses…
Él dijo que estaría allí a las cuatro y oprimió el botón de colgar. La puerta se abrió, una fuerte corriente de frío aire del atardecer barrió la habitación y apareció Barry Vine.
– ¿De dónde sales? -preguntó Wexford un poco agrio.
– Parece ridículo, pero ha desaparecido. La señora Garland. Joanne Garland. Ha desaparecido.
– ¿Qué significa que ha desaparecido? ¿Quieres decir que no está allí? No es lo mismo.
– Ha desaparecido. No dijo a nadie que se iba, no dejó ningún mensaje ni instrucciones a nadie. Nadie sabe adonde ha ido. No ha estado en su domicilio ni en la tienda desde el martes por la tarde.
10
Los viejos estaban mirando la televisión. Habían terminado su última comida del día; la habían servido a las cinco, y para ellos ya era la noche, pues no faltaba mucho para la hora de acostarse, que era a las ocho y media.
Sofás y sillas de ruedas estaban colocados formando un semicírculo frente al aparato. Los ancianos telespectadores se vieron ante una cara de bruto, la idea que tenía del asesino de Tancred el que había hecho el retrato robot. Era el tipo de rostro que en otro tiempo, mucho tiempo atrás, se definía con la frase «una bestia rubia». Y ésta es la expresión que uno de ellos, una mujer, utilizó para describirle, pronunciándolo con un alto susurro al hombre que tenía a su lado:
– ¡Mírale, una auténtica bestia rubia!
Ella parecía una de las residentes más animadas de la residencia de jubilados de Caenbrook, y Burden sintió alivio cuando fue a su silla hacia donde les acompañó, a él y al sargento Vine, la delgada muchacha de aspecto preocupado que les había recibido. La mujer se volvió, sonrió, y la sorpresa pronto dio lugar a un auténtico placer cuando comprendió que las visitas, quienesquiera que fueran, eran para ella.
– Edie, alguien quiere verte. Son policías.
La sonrisa prosiguió. Se ensanchó.
– Eh, Edie -dijo el anciano a quien ella había hablado en susurros-, ¿qué has estado haciendo?
– ¿Yo? Ojalá hubiera tenido oportunidad de hacer algo.
– Señora Chowney, soy el inspector Burden y éste es el sargento detective Vine. Me pregunto si podríamos hablar con usted. Deseamos conocer el paradero de su hija.
– ¿Cuál? Tengo seis.
Como Burden dijo a Wexford más tarde, eso casi le sorprendió. Sin duda le dejó mudo, aunque brevemente. Edie Chowney arregló la situación anunciando con orgullo -a un público que, evidentemente, lo había oído ya muchas veces- que también tenía cinco hijos. Todos vivos, todos se ganaban la vida, todos vivían en aquel país. A Burden le pareció espantoso, algo que en otras muchas sociedades sería incomprensible, que de esos once hijos ninguno se hubiera llevado a su madre a vivir con él, bajo su ala. En realidad, para evitarlo, habían preferido reunir el dinero, entre todos, probablemente, para mantenerla en este sin duda costoso callejón sin salida para los viejos a quienes nadie quería.
Mientras recorrían el corredor para ir a la habitación de la señora Chowney, plan propuesto por la delgada cuidadora, lo que provocó más obscenidades por parte del anciano, Burden reflexionó que uno de esos diez hermanos de Joanne Garland habría podido ser una mejor fuente para la información que buscaba. Pero en eso se equivocaba, pues Edie Chowney, al caminar hacia su habitación sin ayuda, acompañándoles y quejándose a la cuidadora de que la calefacción no era ni mucho menos adecuada, demostró tener perfecto dominio de sus facultades mentales y una manera de hablar como de alguien treinta años más joven.
Parecía estar llegando a los ochenta, ser una mujer animada, delgada pero ancha. Era un cuerpo fuerte que había dado a luz a muchos hijos. Llevaba su fino pelo teñido castaño oscuro. Sólo sus manos, como raíces de árboles y con los nudillos protuberantes, revelaban que una artritis debía de haberla traicionado y enviado a Caenbrook.
La habitación contenía el mobiliario básico y las posesiones de Edie Chowney. La mayoría, fotografías enmarcadas. Estas llenaban el antepecho de la ventana y la mesa, la mesilla de noche y la pequeña librería, gente retratada con su propia posteridad, sus esposas, sus perros, sus hogares al fondo, todos ellos entre cuarenta y cincuenta y cinco años. Uno probablemente era Joanne Garland, pero no había manera de saber cuál.
– Tengo veintiún nietos -dijo la señora Chowney cuando le vio que miraba-. Tengo cuatro biznietos y con un poco de suerte, si el mayor de Maureen lo consigue, tendré un tataranieto un día de éstos. ¿Qué quieren saber de Joanne?
– Adonde ha ido, señora Chowney -dijo Barry Vine-. Nos gustaría conocer la dirección de donde está. Sus vecinos no lo saben.
– Joanne no tuvo hijos. Se casó dos veces pero no tuvo hijos. Las mujeres de mi familia no son estériles, así que imagino que fue por elección. En mi época no podíamos elegir mucho, pero los tiempos cambian. Joanne es demasiado egoísta, no habría soportado el ruido y el alboroto que arman los niños. Siempre hay alboroto cuando hay niños. Yo lo sé, he tenido once. Hay que tener en cuenta que ella era la mayor de las chicas, así que lo sabía.