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– Rompe la ventana.

Pemberton, frío y calmado, preparado para esto, rompió el cristal de una de las ventanas rectangulares con una llave de tuercas de coche. Rompió uno de los cristales del centro de la ventana, metió la mano por el espacio, apartó la cortina y abrió la ventana. Burden entró primero, agachándose, y Vine le siguió. Un material grueso y pesado les envolvió y ellos se lo apartaron de la cara, corriendo la cortina, cuyas anillas tintinearon suavemente al deslizarse por la barra.

Entraron en la habitación y vieron lo que habían ido a ver. Vine inspiró con fuerza. Nadie más hizo ningún ruido. Pemberton penetró por la ventana y con él Karen Malahyde. Burden se hizo a un lado para dejarles sitio, se apartó pero no dio un paso al frente, de momento. No pronunció ninguna exclamación. Miró. Pasó quince segundos mirando. Sus ojos tropezaron con la mirada fija de Vine, incluso volvió la cabeza, y observó, como en otro plano, en otro lugar, que las cortinas eran en verdad de terciopelo verde. Después volvió a mirar hacia la mesa del comedor.

Era una mesa grande, de casi tres metros de largo, con mantel, cristalería y cubertería de plata; había comida en ella, y el mantel era rojo. Parecía que la intención era que fuera rojo, un damasco escarlata, excepto que la zona más próxima a la ventana era blanca. La marea de color rojo no había llegado tan lejos.

Al otro lado de la parte más escarlata alguien yacía derrumbado hacia delante, una mujer que había estado sentada a la mesa o de pie junto a ella. Enfrente, echado hacia atrás en una silla, se hallaba desplomado el cuerpo de otra mujer, la cabeza colgando y el largo cabello negro cayendo como una cascada, su vestido rojo como el mantel, como si lo hubiera llevado para hacer juego,

Estas dos mujeres habían estado sentadas una frente a otra en el medio exacto de la mesa. Por los platos y demás enseres, era evidente que había habido alguien sentado a la cabecera y otra persona a los pies, pero entonces no había nadie allí, ni muerto ni vivo. Sólo los dos cuerpos y la extensión de color escarlata entre ellos.

No cabía duda de que las dos mujeres estaban muertas. La de más edad, cuya sangre había teñido el mantel de rojo, tenía una herida de bala en un costado de la cabeza. Se podía ver sin tocarla, y nadie la tocó. Tenía destrozada la mitad de la cabeza y un lado de la cara.

La otra había recibido un disparo en el cuello. Su rostro, curiosamente no lastimado, estaba blanco como la cera. Tenía los ojos abiertos de par en par, fijos en el techo donde una salpicadura de manchas oscuras podía ser una multitud de manchas de sangre. Ésta había salpicado las paredes cubiertas de papel verde oscuro, las pantallas de las lámparas verdes y doradas cuyas bombillas permanecían encendidas, y había manchado la alfombra verde oscuro con máculas negras. Una gota de sangre había ido a parar a un cuadro de la pared, resbalando por el pálido óleo y allí se había secado.

Sobre la mesa había tres fuentes con comida. En dos de ellas todavía estaba la comida, fría y coagulándose pero reconocible. La tercera estaba empapada de sangre, como si la hubieran regado generosamente, como si se hubiera vaciado sobre ella una botella de salsa para alguna comida de horror.

Había sin duda una cuarta fuente. La mujer cuyo cuerpo había caído hacia delante, cuya sangre había chorreado y se había filtrado por todas partes, había hundido su mutilada cabeza en ella, su pelo oscuro, con vetas grises, se había desatado y esparcido entre los restos de la cena, un salero, un vaso tumbado, una servilleta arrugada. Otra servilleta, empapada de sangre, había caído al suelo.

Cerca de donde se hallaba la mujer más joven, la mujer que tenía la cabeza echada hacia atrás, había un carrito con comida. Su sangre había salpicado los mantelitos blancos y los platos blancos, así como una panera. Las gotas de sangre espolvoreaban las rebanadas de pan francés formando unas manchas que parecían pasas. Había una especie de budín en una gran fuente de cristal, pero Burden, que había observado todo sin sentir náuseas, no pudo mirar lo que la sangre le había hecho a aquello.

Hacía mucho tiempo, siglos, que no había sentido auténticas náuseas ante semejantes panoramas. Pero ¿había visto jamás algo igual? Sintió un vacío, una sensación de atontamiento, de que todas las palabras eran inútiles. Y aunque la casa estaba caliente, sintió un repentino frío amargo. Se tomó los dedos de la mano izquierda con los dedos de la mano derecha y notó su frialdad.

Imaginó el ruido que debía de haberse producido, el enorme ruido de un tambor de pistola al vaciarse, ¿una escopeta, un rifle, algo más potente? El ruido que habría rugido a través del silencio, la paz, la calidez. Y aquella gente allí sentada, hablando, en mitad de su comida, perturbados de esta manera terrible e intempestiva… Pero había habido cuatro personas. Una a cada lado, otra en la cabecera y otra en los pies de la mesa. Se volvió e intercambió otra mirada vacía con Barry Vine. Los dos eran conscientes de que la mirada que cada uno ofrecía al otro era de desesperación, de malestar. Estaban aturdidos por lo que veían.

Burden se dio cuenta de que se movía con dificultad. Era como si tuviera plomo en los pies y las manos. La puerta del comedor estaba abierta y la cruzó para entrar en la casa, con un nudo en la garganta. Después, varias horas más tarde, recordó que entonces, durante esos minutos, se había olvidado de la mujer que había telefoneado. La visión de los muertos le había hecho olvidar a los vivos, al posiblemente único superviviente…

Se encontró no en el invernadero sino en un majestuoso vestíbulo, una habitación grande cuyo techo, con una cúpula de cristal en el centro del tejado de la casa, también estaba iluminado por numerosas lámparas, pero menos brillantemente. Había lámparas con base de plata y lámparas con base de cristal y cerámica, sus tonos del color del albaricoque y marfil oscuro. El suelo era de madera pulida, salpicada de alfombras que Burden comprendió eran orientales, alfombras con dibujos en lila, rojo, marrón y dorado. Una escalinata ascendía desde el vestíbulo, dividiéndose en el primer piso, donde la doble escalera salía de una galería, con una balaustrada de columnas jónicas. Al pie de la escalera, con los miembros extendidos sobre los peldaños inferiores, yacía el cuerpo de un hombre.

También a él le habían disparado. En el pecho. La alfombra de la escalera era roja y la sangre que había manado del cuerpo aparecía como oscuras manchas de vino. Burden aspiró hondo y, al darse cuenta de que se había llevado la mano a la boca para cubrírsela, la bajó con decisión. Miró a su alrededor con una lenta mirada y entonces percibió un movimiento en el rincón.

El desapacible estruendo que se oyó de pronto produjo el efecto de desbloquearle la voz. Esta vez exclamó:

– ¡Dios mío!

La voz le salió con esfuerzo, como si alguien le apretara la garganta con la mano.

Era un teléfono que había caído al suelo, había sido arrojado al suelo por algún movimiento involuntario que tiró de su cordón. Algo se arrastraba hacia Burden procedente de la parte más oscura, donde no había ninguna lámpara. Emitía un sonido quejumbroso. El cordón del teléfono lo rodeaba y el teléfono se arrastraba detrás, rebotando y resbalando sobre el roble pulido del suelo. Rebotaba y zangoloteaba como un juguete atado a una cuerda tirado por un niño.

Ella no era ningún niño, aunque no parecía mucho mayor, una muchacha joven que se arrastraba hacia él a gatas y se desplomó a sus pies, emitiendo los desconcertados gemidos ininteligibles de un animal herido. Estaba cubierta de sangre, que le apelmazaba el pelo, le manchaba la ropa, le resbalaba por los brazos desnudos. Levantó la cara y ésta estaba sucia de sangre, como si se la hubiera mojado y se hubiera pintado la piel con los dedos.