– Eso significa que ahora todo es mío, mío y de Nora.
Pensaron que deliraba y se marcharon. Ella se alegró de verles partir, con sus modales entrometidos y su falta de respeto. Sólo existía una persona a la que deseaba ver y por eso contempló con fijeza el joven rostro de la agente de policía. Había caído en coma, pero no estaba loca. Sabía perfectamente que ésa no era la cara que buscaba.
– ¿Estoy en Londres? -preguntó.
– No, señora Fanshawe respondió el sargento, pensando en lo trémula y débil que sonaba la voz de la mujer-. Está en el hospital de Stowerton, Sussex.
– Está usted muy bien informado -replicó ella, satisfecha de lo bien que había encajado el golpe-. Quizá pueda decirme por qué mi hija no ha venido a verme. ¿Nadie le ha comunicado que estoy aquí? Nora querría saberlo.
– Oh, señora Fanshawe… -La agente de policía parecía muy desdichada, casi abatida, y cuando desvió sus ojos hacia el sargento Camb, tropezó con una severa mirada de desaprobación. Más vale que lo dejes, decía la mirada. Quizá sea mejor así. Deja que se entere poco a poco. La mente posee sus propios mecanismos para suavizar los golpes, pensó el sargento.
– Y ahora, volviendo al… accidente -dijo Camb-, trate de contarme qué ocurrió dejaron atrás Eastover. Anochecía y había poco tráfico porque era lunes. Había llovido y la carretera estaba mojada. ¿Qué ocurrió, señora Fanshawe?
– Conducía mi marido -comenzó la mujer, y se preguntó por qué la cara de ese hombre tenía una expresión tan melosa. Tal vez había reparado en sus anillos. Los deslizó arriba y abajo de los dedos, recordando de súbito que los cinco juntos valían cerca de veinte mil libras-. Conducía Jerome… -Qué nombre tan ridículo, como en Tres hombres en una barca. La ocurrencia le provocó una risita sofocada que, no obstante, sonó como un crujido áspero-. Yo iba sentada a su lado haciendo punto. Seguro que estaba haciendo punto. Siempre lo hago cuando Jerome conduce. Lo hace demasiado rápido -dijo quejumbrosa-. Demasiado rápido, y jamás me hace caso cundo le digo que conduzca más despacio, así que hago punto, para evadirme, ya sabe.
Mezquino y egoísta, así era Jerome. Un hombre de cincuenta y cinco años no tenía derecho a conducir como un adolescente alocado. Así se lo había dicho, mas él la había ignorado, del mismo modo que ignoraba cuanto ella decía. Pero estaba acostumbrada a que la ignoraran. Nora tampoco la escuchaba. Pensándolo bien, lo único en lo que ella y Jerome coincidían era en la difícil, exasperante e irritante criatura que tenían por hija. Muy propio de ella eso de marcharse y no telefonear a sus padres. Jerome tendría algo que decir al respecto… Entonces, en su mente confusa giró apaciblemente el recuerdo de que Jerome ya nunca tendría nada que decir, ya nunca conduciría a ciento veinte kilómetros por hora ni fastidiaría a Nora ni haría esas otras cosas terribles y humillantes. Esta noche, cuando se sintiera mejor, escribiría a su hija y le diría que su padre había muerto. Con Jerome fuera del mapa y todo ese dinero para ellas dos, intuía que la relación con Nora iba a mejorar considerablemente…
– Estaba tejiendo un suéter para Nora -dijo. ¡Qué maravilloso temple debía de tener para recordar ese detalle después de lo que había sufrido!-. Aunque no se lo merecía, la muy díscola. -¿Por qué había dicho eso? Nora había estado díscola, más díscola que nunca, pero Dorothy Fanshawe no alcanzaba recordar el motivo de su desobediencia. Deseaba que el policía, o quienquiera que fuese, borrara de su cara esa expresión de corderito sensiblero. No había por qué compadecer a Dorothy Fanshawe de Astbury Mews, Upper Grosvenor Street, W. I. Ahora era una viuda feliz, rica por derecho propio, en fase de recuperación, madre de una hija atractiva e inteligente-. No recuerdo de qué estábamos hablando -prosiguió-, mi último marido y yo. De nada, probablemente. La carretera estaba mojada y yo no paraba de decirle que condujera más despacio.
– ¿Iba su hija en el asiento trasero, señora Fanshawe?
¡Dios santo, qué hombre tan tozudo!
– Le repito que Nora no iba en el coche. Nora había regresado a Alemania y seguro que sigue allí.
Para el sargento, las palabras atropelladas y nerviosas de la mujer sonaban a desvaríos de loca. Contrariamente a lo que afirmaban los médicos, él creía probable que el accidente le hubiese dañado irremediablemente el cerebro. No osó desvelarle la cruda realidad. Podía ser perjudicial para ella. Tarde o temprano, si algún día recuperaba la razón, recordaría que su hija había abandonado su empleo en Alemania seis semanas antes del accidente, y que no había mencionado una palabra a su tía o a sus amigos acerca de la posibilidad de regresar a Europa. La tía, la señora Browne, había identificado el cuerpo de la muchacha. Nora estaba muerta y enterrada.
– Por supuesto dijo el sargento con dulzura-. Seguro que está en Alemania. ¿Por qué se desvió su marido, señora Fanshawe?
– Yo estaba haciendo punto.
– ¿Chocaron con algo, reventó un neumático?
– Ya se lo he dicho, no estaba mirando, estaba haciendo punto.
– ¿Gritó o dijo algo su marido?
– Creo que dijo: «Dios mío» -respondió la señora Fanshawe. En realidad no recordaba nada, sólo que ella estaba haciendo punto y de repente despertó en aquella cama con su entrometida hermana al lado. Pero Jerome siempre decía «Dios mío» o incluso «Jesús». Tenía un vocabulario limitado y ella hacía veinte años que había dejado de rogarle que no blasfemara-. No recuerdo nada más. -Eso era cuanto iban a sonsacarle. No tenía intención de malgastar sus fuerzas. Las necesitaba para la carta que pensaba escribir a Nora.
Camb miró con compasión los labios febriles y trémulos de la mujer y las largas uñas sin limar que jugueteaban con los anillos. No había obtenido información alguna de la Fanshawe. Hubiera debido comprender que era demasiado pronto. Sino él, sus superiores. De todos modos, tenían que irse. La joven doctora había dicho diez minutos y ya llevaban veinte. Ahí llegaba la enfermera. Qué uniformes tan curiosos vestían hoy día, pensó el sargento mientras contemplaba la bata de nailon azul marino y esa especie de gorra blanca con visera. La pobre señora Fanshawe miró a la enfermera con desesperación. Normal, agotada como estaba y con el corazón destrozado.
No, no era Nora. Durante una fracción de segundo la señora Fanshawe creyó que lo era. Pero Nora nunca llevaba bata, detestaba el trabajo de la casa, y esa muchacha vestía una bata, no el elegante traje que la señora Fanshawe había creído ver al principio. También llevaba una gorra. ¿Era posible que su hermana hubiese contratado a una criada nueva para el piso de los Fanshawe sin consultarle? Desde luego que era posible, teniendo en cuenta lo entrometida que era su hermana. Entrometida e irresponsable. Una persona responsable ya habría avisado a Nora.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó la señora Fanshawe.
– Rose, señora Fanshawe. Enfermera Rose. He venido a ponerla cómoda y a servirle su té. Seguro que le apetece una taza, ¿verdad? Me temo que tendrán que marcharse, sargento. No puedo permitir que mi paciente sufra una recaída.
Muy locuaz, pensó la señora, Fanshawe, y se toma su trabajo muy en serio. Se incorporó sobre la cama.
– Rose -dijo-, me gustaría escribir una carta a mi hija. Está en Alemania. ¿Puedes traerme papel y bolígrafo?
La muchacha no lo sabe, pensó Camb, es nueva. Nadie se lo ha contado. Cruzó una mirada con la agente.
– ¿Así que ya se encuentra mejor? -dijo la enfermera-. ¡Quiere escribir! Estupendo, y como no tiene papel, le diré lo que voy a hacer: iré a la habitación de la señora Goodwin y le pediré unas hojas. Cuando acabe mi turno echaré su carta al buzón, ¿qué le parece?
– Es muy amable -dijo lacónicamente la señora Fanshawe-. Y luego podrías traerme el té.