Una chica impertinente e irrecuperable, pensó. El tiempo lo dirá. Jerome ya no estaría para molestarla, para asediarla por los rincones y pellizcarle el trasero como hacía con la au pair danesa. Jerome estaba muerto. Ella salía decirle que un día se mataría con el coche y así había sido. ¿Por qué no había muerto ella también? ¿Qué buena estrella había decretado que se salvara y estuviera ahora sentada en su propia cama, en su piso?
Pero no era su cama ni su piso. Con cuidado, la señora Fanshawe ordenó sus pensamientos y recuerdos. Jerome estaba muerto, Nora estaba en Alemania y ella en algún hospital. Había sido todo un detalle que le buscaran una criada para el hospital.
A menos que esa Rose fuera una enfermera. Claro, debía de ser una enfermera. Qué tonta soy, pensó. Siento como si estuviera, en un sueño muy largo, pero cada vez, que lo abandono me noto tan cansada que me sumerjo de nuevo en él.
La imprecisa información facilitada por esos chismosos no había sido muy útil que digamos. Hoy día la gente era de lo más ineficiente. Primero su hermana había olvidado informar a Nora, después este policía dijo que Nora iba en el Jaguar con ella y con Jerome. ¿Acaso la tomaban, por loca? ¡Como si una madre no supiera dónde está su hija! Si hasta recordaba la dirección: Goethestrasse 14, Köln, Alemania Occidental. La señora Fanshawe estaba orgullosa de escribir Köln en lugar de Colonia. ¡Qué reservas de fuerza e intelecto debía de tener para recordar tales detalles! Y después de todo lo que había pasado. En ese momento, la enfermera regresó con el papel.
– Gracias, enfermera -dijo la señora Fanshawe para demostrar, que comprendía la situación. Trató de empuñar el bolígrafo, pero este zigzagueó por todo el papel como la plancheta que su padre solía utilizar.
– ¿Prefiere que escriba yo? -se ofreció la enfermera Rose.
– Sí, será lo mejor. Yo te dictaré. ¿Empezamos?
La enfermera tuvo que valerse de toda su capacidad de concentración para seleccionar de entre los murmullos y disgresiones justo aquello que la señora Fanshawe quería decir. Pero ella era una muchacha de buen corazón y, además, siempre salía a cuenta mostrarse atenta con los pacientes del ala privada. El año pasado, cuando uno de ellos abandonó el hospital después de una estancia de dos semanas, le regaló un reloj de viaje y un frasco de Rocha’s Femme casi lleno.
– «Querida Nora leyó la enfermera en voz alta. Ya casi estoy recuperada y creo que deberías venir a verme. Tu pobre padre así lo habría querido. Supongo que tu tía te lo habrá contado todo y que has estado demasiado atareada, pero ahora te ruego que vengas. Lo pasado, pasado está. Te quiere, mamá.» ¿Correcto, señora Fanshawe? Tengo sellos por valor de nueve peniques. Creo que la echaré al correo cuando salga a tomar el té.
A su regreso del buzón, situado al final de la calle Charteris, la enfermera Rose tropezó con la hermana del ala privada.
– Acabo de echar al buzón una carta de la pobre señora Fanshawe -dijo virtuosamente-. Me gusta ayudar a los pacientes. Haría cualquier cosa por animarles. La señora Fanshawe quería que la carta para su hija saliera esta misma noche.
– Su hija está muerta.
– ¡Oh, hermana! ¿No lo dirá en serio? ¡Qué horror! Jamás pensé… ¿cómo iba a imaginar?… ¡Oooh, hermana!
– Vuelva al trabajo, enfermera, y procure ser menos impulsiva.
6
El niño que le abrió la puerta era el mismo que había visto en el campo paseando con su padre. De unos siete años, grande para su edad, tenía un aspecto agresivo y la cara salpicada de churretones de comida rojos y marrones.
– ¿Quién es, Dominic? -dijo una voz surgida de las profundidades sórdidas de aquella pequeña vivienda de protección oficial.
– Un hombre -respondió Dominic.
– ¿Y qué quiere?
Deseoso de poner fin a tan absurdo coloquio, Wexford cruzó el vestíbulo y entró en la sala. Tres niños veían un programa de deportes en la televisión. Los restos del almuerzo todavía cubrían el mantel sucio y repleto de migas. Sentada a la mesa, una mujer daba el biberón a un bebé. Podía tener entre treinta y sesenta años, y Wexford había apurado el límite inferior únicamente a causa de la corta edad de las criaturas. Tenía el cabello largo, fino y rubio, recogido en la nuca con una goma, y una cara igualmente fina y alargada, marchita y chupada. El desgaste derivado del tedio cotidiano y el cansancio físico parecía el rasgo dominante de esa mujer. Sufría el sórdido agotamiento de la pobreza, del exceso de trabajo, del enclaustramiento casi perpetuo, de las continuas exigencias. El único deseo que le quedaba era que la dejaran sola cinco minutos para sentarse y sumirse en una apatía irreflexiva. Con tal objeto, no derrochaba palabras ni gestos, y cuando vio a Wexford ni siquiera se dignó a saludarle o levantarla cabeza. Simplemente dijo:
– Ve a buscar a papá, Samantha.
Samantha se sacudió del regazo un gato negro y atravesó lánguidamente la cocina en dirección al jardín trasero. Una mujer de clase media, una mujer con más dinero y menos hijos se habría disculpado por la suciedad y el olor a cien comidas rancias. La señora Cullam ni siquiera miró al inspector jefe y cuando éste le preguntó a qué hora había llegado su marido a casa el viernes por la noche, respondió sucintamente:
– A las once y cuarto.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Eran las once y cuarto. -La señora Cullam dejó al pequeño sobre la mesa, entre las migajas. Le quitó el pañal, lo tiró al suelo y con igual parsimonia, dijo-: Tráeme un pañal limpio, Georgina. -Un fuerte olor a amoniaco competía con la col. El bebé, una niña, empezó a llorar. La señora Cullam encendió un cigarrillo y se apoyó contra la mesa, las manos suspendidas en los costados y el cigarrillo pendiéndole de los labios. Georgina regresó con un trapo gris, recuperó su asiento y observó como su hermano introducía los dedos en las orejas del gato-. Deja en paz al gato, Barnabás -ordenó la señora Cullam.
El marido entró secándose las manos con un paño de cocina, en tanto el gato negro se refugiaba en sus talones. Saludó a Wexford con un movimiento de la cabeza y apagó el televisor.
– Levántate de ahí, Samantha, y deja sentar al caballero. -La niña no hizo caso, y tampoco abrió la boca cuando su padre le propinó un cachete con una mano mientras tiraba de su cuerpo con la otra. El hombre contempló la habitación con resignación, deteniéndose por un instante en el pañal sucio, pero su cara no denotaba aversión, tan sólo una aceptación vagamente teñida de resentimiento.
Wexford renunció al asiento y algo en su expresión debió de indicar a Cullam que deseaba hablarle a solas, porque éste dijo a su mujer:
– ¿Te importaría llevar a los niños?
La mujer se encogió de hombros y la ceniza del cigarrillo cayó en un plato de salsa coagulada. Se cargó el bebé a la cadera y tras arrastrar una silla hasta el televisor, se sentó y clavó la mirada en la pantalla vacía.
– Te he dicho que dejes en paz al gato -insistió con indiferencia.
– ¿Qué quiere? -preguntó Cullam.
– Vayamos a la cocina, si no le importa.
– Está hecha un desastre.
– No importa.
La señora Cullam no dijo nada. Encendió el televisor sin levantar la vista. Dos de sus hijos emprendieron una pelea en un sillón. Wexford siguió al padre hasta la cocina. Como no había dónde sentarse, apartó cuatro cacerolas llenas de comida incrustada y se apoyo contra la estufa de gas.
– Sólo quiero saber quién es McCloy -dijo.
Cullam le miró con una astucia ligeramente inquieta.
– ¿Quién le ha hablado de McCloy?
– Vamos hombre, sabe perfectamente que no puedo decírselo.
Los niños empezaron a gritar, superando los entusiastas comentarios del locutor de atletismo. Wexford cerró la puerta y oyó a la señora Cullam decir: