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– Deja en paz al maldito gato, Barnabás. -Había empleado una palabra de más.

– Usted le conoce -dijo Wexford-. Hábleme de él.

– Yo no lo conozco, de veras que no.

– No sabe quién es pero la otra noche preguntó al señor Hatton si había visto últimamente a McCloy. No quiere hablarme de McCloy porque le gusta dormir tranquilo.

– Ya se lo he dicho, no sé quién es, nunca le he visto.

Wexford retiró el codo de la peligrosa proximidad de un plato de patatas fritas.

– El señor Hatton no era santo de su devoción, ¿verdad? No quiso volver a casa con él a pesar de que iban en la misma dirección. De modo que se adelantó y hasta es posible que se demorara un rato bajo los árboles. -Sin abandonar su actitud, Wexford advirtió que el rostro fornido de Cullam palidecía-. Creo que eso es lo que hizo, Cullam Un tipo fuerte como usted no puede tardar treinta y cinco minutos en llegar hasta aquí desde el puente de Kingsbrook.

Con voz queda y resentida, Cullam repuso:

– Estaba mareado. Antes de llegar a casa me encontré indispuesto. No estoy acostumbrado al whisky y entré en los lavabos de la estación para vomitar.

– Permítame que le felicite por su capacidad de recuperación. Esta mañana, a las siete y media, se encontraba lo bastante bien para dar un paseo por el campo. ¿O acaso volvió para asegurarse de que había dejado a Hatton bien rematado? Muéstreme ropas que llevaba anoche.

– Están tendidas en el jardín.

Wexford miró al hombre con ceño, y las implicaciones de su mirada fueron inequívocas. Cullam se agitó nervioso, caminó hasta el fregadero repleto de cacharros y se inclinó sobre el mismo apretando los labios.

– Las lavé -explicó-. El jersey, los pantalones y la camisa. No tenían… bueno, no tenían muy buen aspecto. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Enternecedor -dijo cruelmente Wexford-. Las lavó. ¿Para qué tiene una mujer? -Fue entonces cuando reparó en un enorme y lustroso electrodoméstico, la lavadora, el único objeto de la cocina que no estaba manchado o desportillado o cubierto de restos de comida. Abrió la puerta del jardín y divisó la cuerda del tendedero de la que pendían, entre una hilera de pañales, las tres prendas mencionadas por Cullam-. Las ventajas de los avances tecnológicos -dijo-. Y me parece muy bien. Últimamente siempre hablo de cómo están invirtiéndose los papeles entre los sexos. Su voz devino engañosamente amable y Cullam se humedeció los gruesos labios. Ahora un hombre puede llegar agotado a casa después de toda una semana de trabajo y echar una mano a su mujer. Con sólo apretar un botón la colada de la familia sale más blanca que la nieve. De hecho, podría decirse que estos chismes convierten las tareas domésticas en un placer. Los hombres, en el fondo, son como niños, y al igual que las mujeres les gusta rodearse de juguetes como éste para romper con la rutina diaria. Además, con lo caros que son lo menos que puede pedirse es que resulten divertidos. Apuesto a que este juguetito le ha costado más de ciento veinte libras.

– Ciento veinticinco puntualizó Cullam con modesto orgullo. Desarmado, avanzó hasta la máquina y abrió la lustrosa portezuela-. Eliges el programa… -una última mirada nerviosa al inspector jefe le confirmó que su interlocutor estaba interesado en el tema y sólo se trataba de una visita de rutina-, pones el detergente y listo.

– Yo conocía a un tipo -mintió Wexford con aire pensativo-, camionero como usted y con una familia numerosa como la suya. Todos sabemos el gasto que eso supone. Lamentablemente, comenzó a frecuentar malas compañías. Su mujer no paraba de pedirle cacharros para la casa. Había hecho la vista gorda en dos ocasiones mientras le robaban el camión. Pero mirar hacia otro lado en un café mientras alguien te birla el camión no puede considerarse un delito, ¿o sí? -Cullam cerró la portezuela sin volver la cabeza-. Esas mala compañías pagaban bien. Cuando le ofrecieron doscientas libras por cargarse a otro tipo que no quería seguirles el juego, él se negó a hacerlo, pero no por mucho tiempo. Creía que tenía tanto derecho como esas malas compañías a disfrutar de las cosas agradables de la vida. ¿Y por qué no? Hoy día todos somos iguales. A partes iguales, dijo. Así que una noche esperó en un lugar solitario por donde tenía que pasar el otro tipo y, como usted dijo, listo. Por cierto, le cayeron doce años.

Cullam miró al inspector con una decepción agresiva.

– Trabajé horas extras para comprar la lavadora dijo.

– ¿Seguro que no lo hizo con la propina que McCloy le dio por los servicios prestados? ¿Acaso la vida de un hombre no vale ciento veinte libras, Cullam? Esa máquina tiene un sumidero y no dejo de preguntarme si no habrá sangre, pelo y sesos en él. Oh, no ponga esa cara. Es fácil averiguarlo, sólo tenemos que desmontar el aparato y el desaguadero. Un Consejo extraño el de Sewingbury. Conocía a una familia, en este caso de seis hijos, a la que pusieron de patitas en la calle por romper un tubo de desagüe. Vandalismo, lo llamó el Consejo. Le levantaremos el sumidero, Cullam, pero ahora estamos demasiado ocupados y no encontraríamos a nadie que pudiera montarlo de nuevo.

– Cabrón -dijo Cullam:

– ¿Cómo dice? Mi oído ya no es lo que era, pero todavía no tengo un pie en la tumba. Me gustaría sentarme. ¿Le importaría limpiar esa silla?

Cullam se sentó encima de la lavadora con las piernas colgando. Al otro lado de la puerta el programa de televisión había pasado del atletismo a la lucha libre y el bebé lloraba de nuevo.

– Le repito que no conozco a ningún McCloy -dijo el padre-. Sólo lo dije para picar a Charlie. Siempre está fanfarroneando. Me sacó de mis casillas.

Wexford no necesitaba absorber más miseria para comprender las palabras de Cullam. La casa era la viva imagen de la incomodidad puerca y ruidosa. Una incomodidad que sólo descansaba cuando los habitantes de la casa dormían y que iba del mayor al menor de los niveles. Cullam y su esposa estaban abrumados por casi todas las cargas que el artesano, el filoprogenitor mal pagado, podía imaginar. Sus hijos eran desdichados, estaban malcriados y puede que incluso fueran maltratados. La casa estaba congestionada. Hasta los animales sufrían horriblemente. Los padres carecían del carácter o el amor necesario para salir adelante. Recordó el apartamento nuevo de Charlie Hatton, su joven y bonita esposa con su elegante vestido. Esos dos hombres trabajaban en lo mismo. ¿O no?

– Si le cuento lo que pasó -dijo Cullam- no me creerá.

– Puede. Póngame a prueba.

Cullam apoya los codos en las rodillas y se inclinó.

– Ocurrió en uno de esos cafés que tienen habitaciones para camioneros de la A-I, entre Stamford y Grantham. Llevaba casi once horas conduciendo y como no debemos conducir más de once, entré en el café y me encontré a Charlie Hatton. Había visto su camión en el área de descanso. Cominos algo y empezamos a hablar.

– ¿Qué cosas transporta usted?

– Neumáticos. Mientras comíamos, miré por la ventana y vi a un tipo dentro de un coche negro en el área de descanso. Se lo comenté a Charlie y éste me dijo que parecía una vieja chismosa. Siempre decía cosas así a los colegas. Luego nos invitó a mí y otros dos compañeros a su habitación para jugar al veintiuno. Dijo que estaríamos más tranquilos allí, pero desde su ventana no se veía el área de descanso y al cabo de un rato me fui. El tipo del coche seguía allí.

– ¿Anotó el número de la matrícula? ¿Puede describir al hombre?

– No. -Cullam miró fugazmente a Wexford-. Tampoco anoté la matricula. Estuve sentado en el camión durante media hora hasta que el tipo se fue. Charlie dijo que quería telefonear a Lilian y cuando fui a retomar la carretera vi que estaba en una cabina de teléfonos. Quería encenderme un cigarrillo pero me había quedado sin cerillas, así que abrí la puerta de la cabina y le pedí fuego. Creo que no me oyó acercarme. «Dile al señor McCloy que de eso nada», le oí decir, y fue entonces cuando le pregunté si tenía cerillas. Se llevó un susto de muerte «¿Qué demonios quieres?», me gritó. «¿Escuchar mis conversaciones privadas?» Estaba blanco como la leche.