– ¿Relacionó la llamada con el hombre del coche?
– Sí -respondió Cullam-. Bueno, la relacioné después, cuando medité sobre el asunto. Entonces recordé que dos meses antes Charlie me había preguntado si quería ganarme un dinero bajo cuerda. Le dije que no estaba interesado y ahí quedó la cosa. Pero nunca olvidé el nombre de McCloy y cuando Charlie se puso tan gallito en el bar decidí pincharle un poco. Eso es todo.
– ¿Cuándo se produjo el incidente del café?
– ¿Cómo dice?
– ¿Cuándo oyó la conversación telefónica de Hatton?
– Ocurrió en enero, creo, poco después de que a Charlie le birlaran el camión y le golpearan en la cabeza.
– Bien, eso es todo de momento. Pero probablemente querré hablar de nuevo con usted.
Wexford regresó a la sala de estar. Los niños habían desaparecido. La señora Cullam seguía sentada frente al televisor, el bebé dormía sobre su regazo y el gato yacía a lo largo de sus zapatillas. Cuando Wexford cruzó la habitación en dirección al recibidor, la mujer movió la cabeza y por un momento le pareció que iba a decir algo. Luego comprendió que el movimiento no era más estiramiento de cuello porque el inspector se había interpuesto durante un instante entre ella y la pantalla.
Dominic, Barnabás, Samantha y Georgina estaban sentados en el bordillo de la acera, introduciendo palitos en los agujeros de la alcantarilla. Wexford no sentía compasión por los Cullam, pero le conmovió el hecho de que a pesar de su pobreza, hubiesen sido tan extravagantes e imaginativos al menos en un aspecto. Aunque nunca fueran a dar otra cosa a sus hijos, por lo menos los habían dotado de nombres generalmente reservados a las clases altas.
Al pasar frente a ellos, Dominic, que todavía llevaba la cara manchada de comida, le miró belicosamente y Wexford no pudo evitar preguntarle:
– ¿Cómo se llama el bebé?
– Jane -respondió con indiferencia el muchacho.
Cuando Wexford regresó a casa a la hora del té, Clitemnestra agitó su lanuda cola pero no se movió de la butaca. Wexford la miró arrugando la frente.
– ¿Dónde está Sheila? -preguntó a su esposa.
– En el dentista.
– Ignoraba que le dolieran las muelas.
– Hoy en día la gente no va al dentista por un dolor de muelas, sino para hacerse un reconocimiento. Le están haciendo una corona.
– Y supongo que mañana por la mañana no estará de humor para sacar de paseo a ese bicho. Pues que no se le ocurra pedírmelo. Como si no tuviera otra cosa que hacer.
Pero Sheila entró bailando alegremente por la puerta y sonrió a su padre para mostrarle los triunfos de la ortodoncia.
– ¿No es fantástico? -Wexford escudriñó la perfecta boca para satisfacer a su hija-. Estaba empezando a hartarme del empaste. Una inconveniencia para los primeros planos. Las actrices han de tener en cuenta esas cosas.
– Apuesto a que la Bernhardt jamás se preocupó de sus dientes -dijo Wexford para irritarla.
Sheila abrió los ojos de par en par y obsequió a su padre con una mirada de nostálgica adoración perfectamente estudiada.
– ¿Veías mucho a la Bernhardt cuando eras joven, papá? -preguntó.
Wexford respondió con un bufido. Empujó una taza de té hacia su hija, pero ésta prefirió un vaso de leche fría. Sheila bebió lentamente, consciente del efecto que desprendía con su vestido de lino color crema, el cabello claro atractivamente desordenado y las correas de las sandalias romanas ceñidas a las piernas hasta las rodillas. Wexford se preguntó sobre el futuro de su hija. ¿Triunfaría y conseguiría una serie de éxitos, de papeles principales, de giras mundiales y de creciente miedo a envejecer? ¿O se casaría con algún idiota como Sebastián y olvidaría todas sus aspiraciones con dos hijos en los brazos y otro en camino? Porque era su padre y viejo ya, reconoció que prefería lo segundo. Quería que su hija estuviera a salvo. Pero por nada del mundo se lo habría dicho.
Tales asuntos no preocupaban a Sheila, pensó Wexford. Siempre viviendo el momento, la joven se bebió la leche y comenzó a hablar de su cita con el dentista.
– Si alguna vez siento cabeza… -dijo con la misma incredulidad que si hubiera dicho «Si alguna vez me muero»-. Si alguna vez siento cabeza, no me importaría tener una casa como ésa. No en Kingsmarkham, desde luego, pero sí en Stratford, o cerca, en Cotswolds.
– ¿Cerca de la oficina? -preguntó con malicia Wexford.
Su hija ignoró el comentario.
– Es una de esas casas blancas y negras, terriblemente viejas pero llenas de encanto. Naturalmente, la zona de la consulta la han modernizado. Incluso tenía números recientes de Nova y Elle. Me pareció progresista.
– Y todo un detalle opinó Wexford, teniendo en cuenta que la mayoría de los habitantes de Kingsmarkham son bilingües.
– Tu generación recibió una educación pobre, papá pero te aseguro que apenas tengo conocidos que no sepan francés. En cualquier caso, los carcamales siempre pueden contemplar las antigüedades. -Sheila dejó el vaso sobre la mesa y sacudió la cabeza-. Tienen unas esculturas de vidrio y unos cuadros muy bonitos.
Como la comisaría, pensó Wexford.
– ¿Y dónde cae ese santuario de la cultura? -preguntó.
– En la calle Ploughman.
– ¿Tu dentista no se llamará Vigo por casualidad?
– Pues sí. -Sheila se sentó en el sofá y procedió a pintarse los párpados con líneas de un negro intenso. Ya es hora de que mamá y tú de dejen de ir a esa momia de Richardson y se pasen al doctor Vigo. -Finalizó en último retoque, se golpeó las pestañas con el bastoncillo del rímel-. Vigo es un sueño, uno de esos hombres rubios con las facciones muy marcadas. Terriblemente sexy. -Wexford hizo una mueca de dolor y confió en que su hija no hubiese reparado en ella. Para él, sus hijas seguían siendo unas niñas. ¿Quién demonios se creía que era ese rubiales para imponer su maravilloso atractivo sexual sobre su pequeña?-. Desde luego, no puede decirse que sea joven -prosiguió tranquilamente Sheila.
– Seguro que los treinta y cinco los tiene. Un pie en la tumba y el otro sobre una piel de plátano.
– Alrededor de treinta y cinco -corrigió Sheila con seriedad, y se apretó las pestañas con dos dedos para rizarlas-. Tiene un hijo de seis meses y el otro… en fin, un caso trágico. Su hijo mayor es mongólico. Horrible, ¿no te parece? Tiene ocho años y el señor Vigo hace siglos que no lo ve. Él y su esposa lucharon por tener otro hijo, y después de todos estos años lo consiguieron. Como es lógico, el señor Vigo adora al pequeño.
– ¿Cómo has averiguado todo eso? -preguntó Wexford. Indudablemente, era la hija de un detective-. ¿Pensaba que habías ido a que te arreglaran la muela, no a obtener información?
– Oh, tuvimos una larga conversación -replicó Sheila con aire satisfecho. Aunque te cueste entenderlo, a mí me interesa el género humano. Para ser una auténtica actriz necesito saber qué cosas mueven a la gente. Cada vez soy más receptiva.
– Me alegro por ti -repuso su padre con amargura-. Yo llevo cuarenta años intentándolo y mi margen de error sigue siendo del ochenta por ciento.
Sheila se miró en su espejo de mano.
– El doctor Vigo posee unos modales muy sofisticados y distinguidos. A veces pienso que los dentistas mantienen una relación muy interesante con sus pacientes. Han de ser agradables, poseer la psicología adecuada para que sus pacientes vuelvan. Es algo muy íntimo. ¿Puedes imaginar otra situación en la que un hombre esté tan cerca de una mujer salvo cuando le hace el amor?
– Espero que semejante cosa no haya ocurrido.