– Oh, papi… sólo estaba comparando. -Sheila soltó una risita sofocada y su dedo jugueteó con un mechón de pelo-. No obstante, cuando me iba me dio una especie de abrazo y dijo que tenía la boca más bonita que había visto en su vida.
– ¡Dios santo! -exclamó Wexford, levantándose de la silla-. Vigila lo que le cuentas a tu padre, no olvides que es inspector de policía. -Hizo una pausa y luego añadió, sin reparar en el efecto de sus palabras-: Tendré que hacer una visita a ese Vigo.
– ¡Papá! -gimoteó Sheila.
– No por tu preciosa boca, cariño, sino por una investigación que estoy realizando.
– No te atreverás…
Durante todo ese rato la señora Wexford había estado comiendo plácidamente galletas de jengibre, pero ahora levantó la vista y dijo sin alterarse:
– Pero qué boba eres, hija. A veces pienso que es una suerte que el arte de la interpretación no requiera inteligencia. Si ya has terminado con tu cara, será mejor que saques a pasear a la perra.
Al oír la palabra perra, Clitemnestra se desovilló.
– De acuerdo -dijo sumisamente Sheila.
7
Estaban bajo los sauces, contemplando el río. Quienes no los conocían los habrían tomado por dos hombres de negocios disfrutando de su paseo vespertino de los domingos.
Pero casi todos los habitantes de Kingsmarkham conocían a la pareja y para entonces ya sabían que ése era el lugar donde Charlie Hatton había sido asesinado.
– Dije que tendríamos que hablar con todos los miembros del club de dardos -comentó Burden, deteniéndose en el margen del río-, y eso hemos hecho. ¿No te parece extraño? Pertwee era el único que soportaba a Hatton más de un minuto, pero ninguno de ellos está dispuesto a admitirlo. Siempre son los otros los qué odiaban a muerte a la víctima. El interrogado es todo tolerancia y paciencia. Como mucho, admitirá cierto resentimiento. ¿Puede un hombre matar a un compañero porque le sulfure en un bar o tenga más dinero que él?
– Puede, si tiene intención de quedarse con ese dinero -respondió Wexford-. Cien libras son muchas libras para un hombre como Cullam. Tendremos que vigilarle, comprobar si efectúa alguna compra importante durante los próximos días, No me hace ninguna gracia que haya lavado la ropa que vestía el viernes por la noche.
En ese momento Burden estaba cruzando el río con tiento, tratando de no mojarse los pies mientras pisaba las piedras saledizas que el agua lamía sin llegar a cubrir. De repente se inclinó y dijo:
– He aquí el arma que buscabas.
Desde la orilla, Wexford siguió la dirección del dedo de Burden. Todas las piedras salvo una aparecían cubiertas con una capa de moho en el perímetro y parte de la superficie. Burden apuntaba a la única que estaba pelada, como si recientemente hubiese estado reposando con la zona expuesta empotrada en el fondo areno del río. Burden se agachó precariamente y alzó la piedra con ambas manos. Luego se incorporó y llegó a trompicones hasta donde estaba Wexford.
Era una piedra grande, alargada y con forma de mandolina. La parte que había reposado en contacto con el lecho del río estaba verde y cubierta de musgo, y nada en ella, salvo su forma y lo anómalo de su posición en el agua, indicaba que hubiese sido utilizada como arma mortal. Wexford la cogió y, tras elevarla al cielo, la bajó con fuerza cortando el aire. Aquella noche, Hatton había caminado en medio de la penumbra mientras alguien le esperaba entre los sauces y las zarzas empuñando piedra. Obnubilado de whisky, la mente espesa y distante, Hatton había avisado de su proximidad. Estaba silbando y probablemente no se molestó en caminar con cautela. La piedra se elevó del mismo modo que Wexford la elevaba ahora, pero en aquella ocasión se desplomó sobre el cráneo de Hatton. ¿Una, dos, tres veces? Tantas como hizo falta para matarlo. Luego Hatton rodó hasta el agua. Su asesino le cogió la cartera antes de lanzarla piedra al agua.
Wexford pensaba todas esas cosas sabiendo que Burden seguía sus pensamientos, de modo que no se molestó en hablar. Tiró la piedra y ésta rodó ligeramente antes de caer en el agua con un suave chasquido.
Al otro lado de los prados se divisaban las viviendas de protección oficial. El sol encendía el vidrio cilindrado de las ventanas, haciéndolas refulgir como si todo, el lugar estuviera en llamas.
– Ya que hemos llegado hasta aquí propuso el inspector jefe, podríamos tener otra charla con la señora Hatton.
Le acompañaban la madre y tres personas más. Jack Pertwee estaba sentado en el elegante sofá de cuadros, sosteniendo la mano de una muchacha que lucía una impresionante mata de pelo negro y gruesas pestañas. La señora Hatton y su madre vestían de negro; un negro distinguido impropio de la estación, pero aligerado con una selección de joyas vistosas. El traje de la viuda parecía nuevo y Wexford se preguntó si la mujer había salido a la calle el día antes para comprarlo. Debajo de la chaqueta asomaba una blusa blanca de ostentosas chorreras y en la solapa lucia un colosal ramaje de cristal. Las medias eran oscuras y los zapatos, aunque también parecían nuevos, eran un modelo anticuado de charol negro, con tacón de aguja y acabado en punta. A juzgar por el aspecto de la mujer, se diría que se disponía a acudir a una fiesta de provincias para mujeres ejecutivas.
Al principio Wexford sintió una extraña aversión, pero luego pensó en el difunto y en lo que sabía de él. Así era cómo a Charlie le hubiera gustado que se mostrara su viuda, valiente, desafiante, emperejilada. Lo último que un gallito engreído como Hatton hubiese deseado era una viuda hindú.
Examinó a los demás invitados. Era evidente que habían interrumpido una merienda de luto. La muchacha del sofá debía de ser la novia cuya boda había sido postergada a causa de la muerte de Hatton. ¿Y el otro hombre?
– Mi hermano, el señor Bardsley dijo la señora Hatton. Ha venido con mamá para hacerme compañía. Este caballero es el señor Pertwee.
– Nos conocemos dijo Wexford.
– Y ésta es la señorita Thompson -prosiguió la señora Hatton con voz queda y sumisa. Bajo la gruesa capa de maquillaje verde y negro se adivinaban unos ojos hinchados-. Todos querían mucho a Charlie. ¿Les apetece una taza de té? Son ustedes bienvenidos.
– No, gracias, señora Hatton.
– Entonces siéntense, hay sitio de sobras. -Le dijo con orgullo, señalando las sillas vacías.
Eran sillas buenas, tapizadas y bien cuidadas, nada que ver con las incómodas sillas de respaldo duro que una anfitriona menos acaudalada se habría visto obligada a ofrecer a los invitados rezagados. Mientras observaba la lámpara de brazos que colgaba del techo, de madera de teca y cristal ahumado, las cortinas de terciopelo y el enorme televisor en color, Wexford decidió que Hatton había tenido a su mujer a cuerpo de reina. Cullam y él eran camioneros, ambos vivían en pisos de protección oficial, mas eso era cuanto tenían en común. Miró a Bardsley, el hermano, un hombre de pelo rubio y cara de conejo como su hermana, aunque menos agraciado, y reparó en su traje. Probablemente su mejor traje no hallaría un día más adecuado para vestirlo, pero de confección barata.
– Lo lamento, señora Hatton, pero debo hacerles algunas preguntas de rutina -comenzó Wexford. La mujer asintió con un movimiento de la cabeza-. Señor Bardsley, si no me equivoco el señor Hatton y usted tenían un negocio en común.
– Así es.
– ¿Eran socios?
Bardsley dejó su taza sobre la mesa y con voz melancólica dijo:
– Quería hacerle mi socio, pero últimamente el negocio no iba demasiado bien. En realidad, trabajaba para mí.
– ¿Le importaría decirme a cuánto ascendía su sueldo?
– Pues no sé… Preferiría no hacerlo.
– Claro que no -espetó belicosamente Jack Pertwee-. ¿Qué tiene eso que ver con lo ocurrido el viernes?
– Muy bien, Jack -murmuró la muchacha, y le apretó la mano.