– Está claro que a Charlie le iban bien las cosas. No hay más que mirar alrededor.
– No armes cizaña, Jack -dijo la señora Hatton con su peculiar dominio de sí misma-. Los agentes están haciendo su trabajo. -Se acarició el broche de cristal con inquietud-. Charlie solía traer a casa algo más de veinte libras a la semana. ¿No es así, Jim?
A Jim Bardsley le disgustó la respuesta y esta vez su voz fue agresiva:
– Últimamente apenas he podido ganar esa cantidad yo mismo. Charlie era de los que saben sacar provecho de su dinero. Creo que era muy prudente.
Marilyn Thompson sacudió la cabeza y un mechón escapó de su elaborado peinado.
– Pero no era malo -dijo-, si a eso te refieres con lo de prudente. Nadie que no perteneciera a la familia de los novios regalaría un tocadiscos como obsequio de bodas.
– Nunca he dicho que fuera malo, Marilyn.
– Es indignante. Lo que tienen que hacer es averiguar quién le mató -espetó la muchacha con manos temblorosas. Finalmente las cerró-. Dame un cigarrillo, Jack. -Sus dedos rodearon la muñeca de Pertwee, que sostenía el mechero y temblaba tanto como su novia. Ustedes tienen muy mala opinión de un hombre trabajador -murmuró-. Si el obrero no tiene una casa bonita, lo llaman vago -la mujer miró a Wexford echándose el cabello hacia atrás-, pero si tiene las mismas cosas que los de su clase, seguro que piensan que las ha robado. Clase, clase, clase -dijo con lágrimas temblorosas sobre sus pestañas rizadas-. No piensan otras cosas.
– Pronto estallará la revolución -dijo con sarcasmo Bardsley.
– Callaos los dos -ordenó la señora Hatton. Se volvió hacia Wexford-. Mi marido hacía horas extras y tenía otros trabajos.
Otros trabajos, pensó Wexford. Hacía horas extras y sabía sacarles provecho. El hombre tenía televisor en color, una dentadura postiza de doscientas libras y había comprado un tocadiscos como regalo de bodas para su amigo. Wexford había visto esa lámpara de teca y cristal en una tienda de Kingsmarkham y sabía que cine costaba veinticinco libra un cuarto más de lo que Hatton ganaba en una semana. El día que fue asesinado llevaba consigo cien libras.
«Si tiene las mismas cosas que los de su clase había dicho la muchacha, seguro que piensan que las ha robado.» Realmente curioso, pensó Wexford, mientras advertía que Marilyn se aferraba al codo de Pertwee. Pero la muchacha era muy joven, probablemente hija de una boda sindical comunista, y era evidente que despreciaba a las personas mejor educadas que ella. Formaba parte de esa clase de gente agresiva que había alcanzado incluso a Kingsmarkham, gente que hablaba de paz, de derechos y amor fraternal, pero que carecía de la energía o el valor necesario para hacer algo que convirtiera en realidad tan deseables reivindicaciones.
Sin embargo, Wexford no había dicho nada para provocar su arranque. Y tampoco pudo provocarlo el comentario de Bardsley sobre la prudencia de Hatton. ¿Había saltado de ese modo porque sabía que el dinero de Hatton procedía de una fuente ilícita? Si ella lo sabía, inmadura e inculta como era, también debía de saberlo Pertwee. Puede que todos los presentes, salvo Burden y él, lo supieran. Wexford meditó una vez más sobre el poder de la aflicción. Un baluarte perfecto, inabordable. Pertwee ya había recurrido a él el día anterior para interrumpir el interrogatorio. La señora Hatton, con mayor pericia todavía, mantenía controlada la pena con tal desconsuelo que sólo un animal habría osado abrumarla. La mujer se paseaba ahora por la habitación, manteniendo el equilibrio sobre sus tacones con doloroso estoicismo, recogiendo las tazas y platos de sus invitados con un amable murmullo para cada uno. Wexford escudriñó las miradas que la mujer recibía de cada una de sus visitas, la de su madre simplemente solícita, la de Pertwee indicadora de un afecto profundo, la de Bardsley furtiva, mientras que la novia frustrada se inclinó, alzó el mentón y afirmó con un movimiento de la cabeza su lealtad incondicional.
– ¿Tenía su marido una cuenta bancaria, señora Hatton? -preguntó Burden cuando la mujer pasó frente a su silla.
El sol iluminaba de lleno el rostro de la viuda, desvelando cada pincelada y cada grano de maquillaje, pero privándolo, al mismo tiempo, de expresión. Ella asintió.
– En el Midland.
– Me gustaría ver su relación de ingresos.
– ¿Para qué? -La voz, agresiva y áspera, pertenecía a Pertwee.
Wexford lo ignoró y siguió a la viuda hasta el aparador, de cuyo cajón extrajo una libreta color crema. Wexford la entregó a Burden y dijo:
– ¿Cuándo encargó su marido la dentadura postiza, señora Hatton?
El «maldito fisgón» mascullado por Pertwee acobardó a la mujer, que proyectó una mirada de angustia por encima de su hombro.
– Llevaba dentadura postiza desde los veinte años -respondió.
– ¿Siempre la misma?
– Oh, no. Esta última era nueva. Se la hizo el doctor Vigo, hará aproximadamente un mes.
Asintiendo con la cabeza, Wexford hojeó la libreta por encima del hombro de Burden y lo que vio le sorprendió más que cualquiera de los dispendios de Hatton. Cerca de las tres cuartas partes de las hojas habían sido arrancadas, y lo mismo ocurría con los resguardos, de los que sólo quedaban tres.
El resguardo más reciente tenía fecha de abril, y en esa ocasión Hatton había ingresado en su cuenta la modesta suma de cinco libras con cuatro peniques.
– El cuarto dividendo del fondo -explicó la señora Hatton, tragando saliva.
Los otros dos resguardos correspondían a ingresos de doscientas libras cada uno.
– Señora Hatton -dijo Wexford, llevándola hacia un rincón-, los resguardos de los ingresos sirven para que el titular de la cuenta posea un comprobante del dinero que ha depositado en el banco. ¿Sabe por qué el señor Hatton los arrancó? El señor Hatton o bien el cajero que lo atendía tuvo que rellenarlo en el banco.
– Lo ignoro. Charlie nunca hablaba de dinero conmigo. Siempre decía… -Tragó saliva de nuevo y una lágrima le surcó el maquillaje-. Siempre decía: «No te preocupes. Cuando nos casemos te prometo que tendrás todo lo que desees. Sólo tendrás que nombrarlo y será tuyo.» -Inclinó la cabeza y rompió a llorar-. Era una joya, mi Charlie. Me habría conseguido la luna si se la hubiese pedido. -Marilyn se levantó y abrazó a su amiga-. Oh, Charlie, Charlie…!
El cajón estaba abierto y el talonario de Hatton a la vista. Wexford lo hojeó y descubrió que Hatton había pagado veinticinco libras por la lámpara el 22 de mayo, y a la siguiente semana, la última de mayo, treinta libras a Lucrece Ltd., High Street, Kingsmarkham (¿el vestido de su esposa?) y otras treinta a Excelsior Electrics, Stowerton (¿el tocadiscos de Pertwee?).
Luego aparecían tres resguardos en blanco y, por último, uno correspondiente a la extracción de cincuenta libras en efectivo. Ni un solo resguardo mostraba el nombre de Vigo. Hatton debió de pagar la dentadura al contado.
Devolvió la libreta al cajón y esperó a que la señora Hatton se tranquilizara. Su madre y su hermano se habían retirado a la cocina, desde donde llegaban sordos cuchicheos y un tintineo de tazas.
El maquillaje de la viuda se había trasladado al pañuelo de Marilyn Thompson.
– No paro de llorar. No puedo evitarlo.
– Es lógico, cariño, teniendo en cuenta todo lo que has pasado.
– No sé qué haría sin vosotros dos.
Pertwee no dijo nada, pero su mirada ceñuda y belicosa era absurdamente intensa y estuvo a punto de violentar a Wexford.
– ¿Le dice algo el nombre de McCloy, señora Pertwee? -preguntó suavemente.
Wexford tuvo la certeza de que ese nombre no significaba nada, absolutamente nada, para la señora Hatton. En cuanto a Pertwee y la chica, no estaba tan seguro. Marilyn asomó el labio inferior y sus ojos parpadearon. Por un instante adquirió el aspecto de una criatura salvaje en busca de un agujero donde refugiarse. Pertwee había enrojecido, probablemente por la irritación que le provocaba la insistencia de Wexford.