– Parece irlandés -dijo Pertwee.
– ¿No le resulta familiar?
– No, no conozco a ningún McCloy. Nunca he oído hablar de él.
– Es extraño, porque juraría que el viernes habló de ese tal McCloy con sus amigos en el Dragón. ¿Es un hombre de por aquí?
– Repito que no lo conozco. -Pertwee se mordió el labio y se miró las rodillas. Wexford observó que buscaba la mano de la muchacha, pero ésta estaba ocupada con la señora Hatton, acariciándole la cara y alisándole el cabello. Desamparada, la mano se alzó hasta la frente y mesó los mechones negros y grasientos-. ¿Le importaría dejarnos en paz? -suplicó, y Wexford advirtió, impotente, que el hombre se había escudado de nuevo en el impenetrable baluarte de la aflicción-. Nunca he sabido qué ocurre en el negocio de los camiones -dijo-. Yo no era el único amigo de Charlie. Tenía cientos de amigos. Pregunte a Jim Bardsley o a Cullam. -Pertwee tenía los ojos vidriosos y sombríos-. Búsquese a otro que ensucie su memoria.
Jim Bardsley llevaba un delantal atado a la cintura. Se movía con tiento por la cocina mientras guardaba la vajilla, como si temiera que sus manos dañaran o contaminaran su esplendor prístino. El piso de Hatton y la casa de Cullam tenían una cosa en común: la lavadora. La señora Hatton poseía muchos electrodomésticos, como licuadoras, abrelatas, una plancha de vapor, además de un enorme frigorífico escarlata y una cocina con parrilla.
– Usted transporta este tipo de aparatos, ¿verdad, señor Bardsley? -preguntó Burden-. Imagino que el señor Hatton los conseguía a precio de coste.
– Así es -respondió con prudencia Bardsley.
– Planchas, estufas… ¿Fue ésa la mercancía que perdió cuando el camión de Hatton fue robado? -Bardsley asintió con expresión de desdicha-. Supongo que estaba asegurada, ¿verdad?
– No lo estaba la segunda vez, en marzo, cuando le robaron en Stamford. Tuve que pagar la mercancía de mi bolsillo. -Bardsley se desató el delantal y colgó el paño de cocina que, acorde con el piso, era una imitación de un billete de una libra-. Una ruina, se lo aseguro. Creo que el pobre Charlie se alegró de que no le hubiese hecho socio. En ambas ocasiones encontraron el camión intacto, sólo faltaba el cargamento. La segunda vez Charlie se había detenido en un área de descanso para echar una cabeza sobre el volante. Por fortuna, los ladrones no le hicieron daño, únicamente lo ataron.
– Pero la primera vez sí le hirieron.
– Sufrió una ligera conmoción cerebral -explicó Bardsley-. Pero no le dejaron marcas, sólo una pequeña magulladura.
– ¿Le dice algo el nombre de McCloy?
– No, en absoluto -aseguró Bardsley, y Burden le creyó-. He visto con mis propios ojos cómo vendían mi mercancía en el mercado. Sabía que era mía pero no podía probarlo. Los dueños de esos puestos se conocen todos los trucos. -Se rascó la cabeza-. En aquella ocasión metí demasiado las narices y no he vuelto a ver ese puesto.
– Si lo ve, señor Bardsley, acuda a nosotros de inmediato. No discuta con ellos, venga directamente a nosotros.
– Así lo haré -dijo Bardsley sin un ápice de esperanza.
Burden lo dejó contemplando el paño de cocina, como si sólo necesitara transformarlo en papel, reducir su tamaño y multiplicarlo para ser un hombre feliz.
– En primer lugar -dijo Wexford-, me gustaría saber cuánto dinero hay en la cuenta.
El director del banco adoptó una actitud envarada.
– Exactamente seiscientas nueve libras con cuarenta y siete peniques.
– ¿Se trata de una cuenta corriente? ¿No tenía cuenta de ahorros?
– Desafortunadamente no. Cuando el señor Hatton comenzó a ingresar grandes sumas traté de convencerle de que abriera una cuenta con un interés nada despreciable del cinco por ciento, como usted bien sabrá. Pero el señor Hatton se negó. «Me gusta tener el dinero a mano, señor Cinco Por Ciento», me contestó. -El director suspiró-. Un hombre sumamente simpático y divertido, el señor Hatton.
Cuestión de opiniones, pensó Wexford.
– ¿A cuánto ascendían esas grandes sumas?
– Me parece poco ortodoxo revelar esa información, la verdad, pero si insiste. -El director abrió un libro mayor y colocó sobre su nariz unas gafas con montura de concha-. El señor Hatton abrió esta cuenta el pasado noviembre con cien libras. -La retribución por el primer robo de la mercancía, pensó Wexford, un buen pico para compensar el golpe en la cabeza-. En enero hizo dos ingresos de cincuenta libras cada uno. -¿Otros dos robos planeados por Hatton, consistentes en distraer a los camioneros con el juego del veintiuno en un café de carretera? Wexford estaba satisfecho. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar-. El quince de marzo hubo otro ingreso de cien libras, pero eso fue todo hasta el veintidós de mayo.
El director hizo una pausa y Wexford trató de recordar si durante la penúltima semana de mayo se había producido el robo de algún camión en la autopista A-I. Saltaba a la vista que Hatton recibía cien libras cuando intervenía personalmente y cincuenta cuando era otro quien recibía el golpe en la cabeza y era abandonado en la cuneta. ¡Qué hombre tan simpático y divertido!
– ¿A cuánto ascendía ese último ingreso? -preguntó Wexford.
El director se ajustó las gafas.
– Déjeme ver… ¡Dios santo! No, no se trata de ningún error. No tenía ni idea, en serio… El veintidós de mayo el señor Hatton ingresó en su cuenta corriente quinientas libras.
¿Y qué demonios, pensó estupefacto Wexford, tenía el poder de hacer Hatton que valiera quinientas libras? ¿Qué carga tan preciada podía transportar un camión para recompensar a Hatton de ese modo? Varios hombres tuvieron que participar en la estafa, el propio McCloy y un par o tres más para asaltar el camión y reducir al conductor y a Hatton. Sin duda, McCloy exigió la parte del león de lo que les dieran por la carga, y si Hatton, un simple señuelo, obtuvo quinientas libras, los tres secuaces valdrían otras tantas cada uno. Cuatro por quinientas… ¿Y para McCloy? ¿Mil, dos mil? Eso representaba una mercancía valorada en cuatro o cinco mil libras. Por lo menos, porque McCloy no obtendría ni por asomo su verdadero valor en el mercado negro.
En fin, averiguarlo había de ser tarea fácil. Seguro que la policía del distrito donde se produjo tan importante robo no había olvidado el suceso. Wexford no alcanzaba a comprender que él mismo lo hubiese olvidado. La noticia tuvo que aparecer en primera página. La penúltima semana de mayo, se dijo. Presumiblemente no habían arrestado a nadie. Por lo menos, era seguro que no habían arrestado a Hatton.
– ¿Y después de eso? -preguntó con calma.
– Ingresos regulares de cincuenta libras semanales durante las últimas seis semanas.
Wexford ocultó su sorpresa.
– ¿Nada de grandes sumas?
– Nada de grandes sumas -respondió el director del banco.
Estaba claro lo que había pasado. Hatton había hecho varios trabajos para McCloy, pero el último había sido espectacular. Tan espectacular que quizá incluyó una lesión de importancia o una muerte. ¿Cómo era posible que no lo recordara? Este Hatton, tras hallar un punto flaco en la armadura de McCloy, comenzó a hacerle chantaje. Una cantidad inicial el 22 de mayo y luego, cada semana, cincuenta libras.
Debió de estar bien mientras duró, pensó Wexford. ¿Qué podía resultar más estimulante para un hombre pobre que la súbita entrada de un dinero fácil que manaba de una fuente aparentemente inagotable? ¿Cómo podía alguien como Hatton resistirse a dar un gran golpe? Wexford recordó que las metáforas sobre dinero siempre están relacionadas con el agua, con torrentes o manantiales, y que los hombres de negocios hablan de liquidez y flujo de dinero.
Alcanzó el puente de Kingsbrook y se detuvo un instante en el parapeto para escuchar el suave discurrir de la corriente. Eterno, el Kingsbrook traqueteaba sobre sus piedras, entorpecido aquí y allá por ramas de árboles o masas de hierbajos, pero siempre vencedor, siempre en movimiento, fulgurante bajo el sol como si pepitas de oro yacieran bajo sus rizos.