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En el margen de estas aguas Hatton había encontrado la muerte. ¿Porque una fuente menos copiosa y generosa que este río se había secado?

8

Sólo hay tres McCloy en este distrito -dijo Burden al día siguiente-. He visitado a cada uno de ellos y los tres me han parecido ciudadanos normales y honrados. Los dos de Pomfret son hermanos. Uno es profesor en el instituto de enseñanza secundaria y el otro trabaja de ayudante en un laboratorio. El tercero, James McCloy, vive aquí y dirige un pequeño negocio de decoración no demasiado próspero.

– ¿Peces pequeños? -preguntó Wexford, que seguía obsesionado con sus metáforas acuáticas.

– Muy pequeños. No parece que tengan más dinero del necesario para no pasar hambre. Con todo, he repasado la guía telefónica y tropecé con algo esperanzador. Hay una compañía en Londres, concretamente en Deptford, llamada McCloy & Son Ltd. ¿Adivinas a qué se dedica?

– Etonne-moi -dijo Wexford, citando las palabras de Diaguilev a Cocteau. Percatándose de que Burden le miraba con suspicacia, añadió con divertida impaciencia-: Lo ignoro, Mike, y no estoy de humor para suspenses.

– Pintan las superficies laminadas de electrodomésticos pequeños.

– ¿En serio?

– He pedido informes a Londres y estoy esperando respuesta. Si surge algo prometedor iré a Deptford.

– Mientras esperas, podrías ponerte en contacto con la comisaría de Stamford, en Lincolnshire. Me gustaría saber qué ocurrió el quince de marzo, cuando el camión de Hatton fue robado, y si tienen algún McCloy en su distrito.

– ¿Stamford, señor? ¿No hay allí un puente donde el viejo Harold obtuvo una victoria antes de su fracaso en Hastings?

– Falso -replicó Wexford-. Es un antiguo y encantador pueblo de piedra gris que actualmente y por fortuna la A-I evita. Shakespeare lo menciona. «Una buena yunta de novillos castrados en la feria de Stamford.» Pregúntales también si tuvieron algún robo sonado a finales de mayo. Puede que no ocurriera por su zona, pero es probable que hayan oído hablar de él.

Para entonces, el pequeño ascensor ya había soportado estoicamente el peso de Wexford en cuatro ocasiones y ya no era tanta la turbación que él experimentaba al entrar. Mientras el aparato descendía a la planta baja, el inspector jefe meditó una vez más acerca de las misteriosas proezas de McCloy como salteador de caminos contemporáneo. Había consultado el archivo del período en cuestión pero no había encontrado nada. Ahora, también él esperaba una llamada prometida para la tarde. Los de Scotland Yard habían de iluminarle una vez hubiesen consultado sus expedientes. Mas ¿cómo era posible que se le hubiese escapado a él y a los periódicos?

Los sargentos Camb y Martin estaban cotilleando en el vestíbulo cuando Wexford salió del ascensor. Se acercó a ellos tosiendo suavemente.

– Hablábamos de la encuesta de la señora Fanshawe, señor -explicó Camb.

– Tenía entendido que la habían aplazado.

– El juez de instrucción quiere reanudarla, pero le he dicho que no tenemos nada nuevo para proseguirla. Estoy esperando a que la señora Fanshawe se reponga.

– ¿Tan mal está? -preguntó Martin.

Como una vieja en la cola del supermercado, pensó burlonamente Wexford.

– Me temo que el accidente la ha trastocado. Está tan mal para declarar como hace seis semanas. Dios sabe que la compadezco. Su marido y su única hija han fallecido. Te aseguro que no es fácil intentar explicar a una mujer enferma que su hija ha muerto cuando ella insiste en que está viva y en Alemania.

– Tal vez esté viva -dijo Wexford, más por el deseo malicioso de meter cizaña que por convicción. Estaba harto del apellido Fanshawe. Él no cargaba a la sección de uniformados con sus problemas y no veía por qué tenía que escuchar las lamentaciones de Camb-. Quizá la muchacha del coche fuera otra.

– Imposible, señor. La tía la identificó.

– En cualquier caso es su problema, sargento -dijo Wexford, irritado-. Usted es el agente del juez. Todos tenemos nuestros problemas y debemos afrontarlos como mejor podamos. -Empujó la puerta y, por encima del hombro, añadió-: Ignoro por qué se dedica a entorpecer la labor del agente del juez, Martin. Si quiere trabajo, suba y mencione a Burden el nombre de McCloy. Yo me voy al dentista.

– ¿Le duelen las muelas, señor?

– Está usted desfasado, sargento -dijo Wexford con una sonrisita-. Hoy día la gente no visita al dentista por un dolor de muelas, sino para hacerse un reconocimiento.

El día era demasiado hermoso para pasear en coche. Wexford cruzó la calzada hasta el kiosco de Grover y giró por la calle York. En el escaparate de Joy Jewels el sol inflamaba los hilos de diamantes falsos y las gargantillas doradas, y las hojas de los plátanos ensombrecían el asfalto con patrones de mantelerías de damasco. Una vez la gasolinera y las casas menudas, en una de las cuales vivía George Carter, quedaban atrás, la calle desembocaba en una senda. Era tal la inclinación de las colinas y la disposición de los árboles que, si se mantenía la mirada al frente, todo lo que podía verse era absolutamente bucólico. Quien no conocía el distrito, al alcanzar la cresta de la colina se habría asombrado y quizá enfadado al vislumbrar la calle Ploughman a sus pies.

Y no porque hubiese algo que pudiera consternar al más purista de los estéticos. A lo largo de los siglos se habían erigido en la calle Ploughman cerca de veinticinco casas destinadas, principalmente, a la pequeña aristocracia, las viudas y parientes del señor del feudo. De un tiempo a esta parte se habían levantado casas igualmente grandes y espaciadas para el estamento profesional.

Desde donde estaba, Wexford podía vislumbrar tejados, un parche amarillo de barda fresca, tejas rojas cincuenta metros más allá, y la pizarra gris de los pináculos y torreones tan apreciada por la burguesía victoriana. Más allá, perdida entre los brazos extendidos de un cedro negro, la estructura embreada, apuntalada en el suelo, que techaba una casa de tejado de dos aguas construida en dos niveles.

Wexford descendió enérgicamente agradeciendo la sombra que le brindaba el follaje de los árboles. Un Bentley surgió de detrás del seto de tamariscos de la casa, aceleró con arrogancia y, al pasar frente al inspector, lo impulsó contra el seto.

«Y si fuera a atropellar a un pillo -citó Wexford mentalmente-, podría pagar por el daño infligido. Qué maravilloso es tener dinero…»

Caramba, empezaba a parecerse a Maurice Cullam. Había anotado la matrícula del Bentley. La gente de allí tenía coches muy bonitos. Había otro Bentley frente a la casa gótica de pizarra gris, con un elegante Cortina amarillo acurrucado a su vera. La felicidad marital, pensó Wexford sonriendo para sus adentros. Hasta los coches de las esposas tenían un tamaño considerable. Nada de minis o cacharros de segunda o tercera mano. Pero las mujeres sólo alcanzarían la igualdad, reflexionó un Wexford satisfecho de la profundidad de su nueva idea, el día en que los hombres dejaran de considerar natural el hecho de que sus esposas tuvieran el coche más pequeño. Y siempre lo creían así, independientemente de su opulencia, independientemente de que las esposas fueran más ricas o más gruesas que los maridos. Trató en vano de acordarse de alguna esposa cuyo coche fuera más grande que el del marido. Y no porque tuviera especial interés en que las mujeres fueran iguales que los hombres. Por lo que a él respectaba, estaba satisfecho con el statu quo. Pero el hecho de haber dado con una verdad novedosa aunque universal le divertía, y siguió meditando sobre el tema hasta alcanzar la casa de Jolyon Vigo.