La muchacha morena y delgada bajó del tren procedente de Londres y al cruzar la barrera de la estación de Stowerton preguntó a la mujer que recogía los billetes dónde podía encontrar un taxi.
– Sólo hay uno, pero es probable que a esta hora esté libre. Mire, allí lo tiene, esperando en la parada.
La mujer observó a la muchacha mientras ésta descendía vigorosamente los escalones. Pocas mujeres tan elegantes y presuntuosas como aquélla se detenían alguna vez en la estación de Stowerton, ni siquiera procedentes de Londres, ni siquiera en pleno verano. La recolectora de billetes, que acababa de hacerse la permanente, consideró horroroso el corte de pelo geométrico y excesivamente corto de la chica. Parecía un muchacho, o por lo menos un muchacho de los tiempos en que los hombres aún conservaban cierta dignidad y acudían al barbero. Flaca y sin pecho, un palo tieso de los pies a la cabeza. Había que reconocer, no obstante, que esa clase de figura era ideal como percha. El traje que vestía tenía el color y la textura de la arpillera, un traje de bolsillos abotonados, con un toque extranjero, pero la mujer estaba dispuesta a apostar a que no le había costado menos de cuarenta guineas. No era justo que una criatura tan joven -¿cuántos años tendría? ¿veintitrés, veinticuatro? -dispusiera de cuarenta guineas para malgastarlas en un trozo de arpillera. Poderoso caballero es don Dinero, pensó la mujer. También el dinero era el culpable de esa altiva elevación del mentón, de esa postura y esos andares dominantes y de esa voz engreída.
La muchacha se acercó al taxi y dijo al conductor:
– ¿Puede llevarme al hospital de Stowerton, por favor?
Cuando llegaron, abrió su bolso de cuero marrón para pagar al taxista y éste observó que, además de dinero inglés, la muchacha llevaba algunos billetes extranjeros muy raros. En cierto modo, deseó que le tendiera uno por error para así poder armarle un escándalo, pero no lo hizo. El taxista decidió que la muchacha era una criatura astuta con la cabeza bien puesta sobre los hombros. Aunque forastera en el lugar, sabía adónde iba. Mientras el hombre daba marcha atrás, la vio entrar con aplomo en el despacho del conserje.
– ¿Puede indicarme cómo llegar a la sección privada?
– Siga por este pasillo, señora, y al final verá una señal con una flecha.
El conserje la llamó señora porque preguntó por la sección privada. Si hubiese preguntado por la sección quinta, habría contestado que las visitas matutinas en las secciones públicas no estaban permitidas y puede que hasta la hubiera llamado cariño, porque hoy se sentía benévolo. Por otro lado, era inimaginable que alguien como ella buscara la sección pública. Ella era una dama, una damita auténtica.
La enfermera Rose iba retrasada con las camas ese martes por la mañana. Había atendido a la señora Goodwin a las nueve, y se había quedado un rato charlando y dándole coba. Con los pacientes privados estabas a un paso de convertirte en su doncella particular, y si querían que les hicieras la manicura mientras te contaban la historia de su vida, no tenías más remedio que obedecer. Pero en cualquier caso no se habría retrasado si esos policías no hubiesen aparecido de nuevo para bombardear con más preguntas a la pobre señora Fanshawe. Evidentemente, no podía hacer la cama de la señora Fanshawe con los agentes fisgoneando alrededor, y ya eran cerca de las doce cuando consiguió sentar a la pobre mujer en una silla y retirar las sábanas.
– ¿Cuánto puede tardar una carta en llegar a Alemania? ¿Una semana? -preguntó la señora Fanshawe, quitándose los anillos y apuntando el reflejo que el sol creaba en ellos hacia los ojos de la enfermera Rose.
– Varias semanas -aseguró la enfermera parpadeando-. No le dé más vueltas.
– Debí enviarle un telegrama. Creo que te encargaré uno.
Gato escaldado del agua fría huye, pensó la enfermera Rose. No tenía la menor intención de complacer a la señora Fanshawe. Si se arriesgaba a echarle otra mano, su vida se convertiría en una sucesión de recados, en un ir y venir por toda la ciudad enviando mensajes absurdos a una muchacha que no existía.
– ¿Quiere que le cepille el pelo? -preguntó, ahuecando las almohadas.
– Gracias, querida. Eres una buena chica.
– Bien, volvamos a la cama. ¡Ooh! Es usted ligera como una pluma. No debería dejar esos anillos encima de la mesa.
La enfermera Rose había sido una gran ayuda, pensó la señora Fanshawe. No parecía muy inteligente, pero debía de serlo, pues era la única que no sostenía esa estupidez de que Nora estaba muerta. Y ahora envidiaba sus anillos. Qué criatura tan extraña… Cuando Nora llegara la enviaría al piso a desenterrar aquella cosa de imitación que se le había antojado en Selfridges. No valía más de treinta chelines, pero la enfermera Rose lo ignoraba, y decidió que se lo daría a ella.
Se recostó cómodamente mientras le cepillaban el cabello.
– Cuando vaya a buscar mi almuerzo -dijo-, pensaré en cómo redactar el telegrama. Ah, y quita de mi vista esa tarjeta de mi hermana. Me pone enferma.
Rose se alegró de poder escapar. Salió de la habitación arrastrando la bolsa de ropa sucia y, puesto que no miraba por dónde iba, cerca estuvo de chocar con una muchacha alta y morena.
– ¿Puede decirme dónde está la señora Fanshawe?
– Justamente aquí -respondió la enfermera Rose. En su vida había visto unos zapatos como los de esa joven. De piel de becerro marrón, tenía una hoja de haya cobriza en el empeine, y una forma tan extraña y extravagante que la enfermera Rose decidió que se trataba de la última moda. Nada parecido se había visto antes en Stowerton y, ya puestos, la enfermera Rose decidió que tampoco en Londres-. Es la hora de su almuerzo -añadió.
– Supongo que no pasará nada si lo retrasa diez minutos.
A ti no, pensó indignada la enfermera Rose, quienquiera que seas. Mas no podía permitir que tan apetecibles zapatos desaparecieran de su vista sin un comentario, e impulsivamente dijo:
– Disculpe la pregunta, pero sus zapatos son muy elegantes. ¿Dónde los compró?
– A nadie le hace daño un cumplido -respondió la chica con frialdad-. Están fabricados en Florencia pero los compré en Bonn.
– ¡Bonn! Eso está en Alemania, ¿no? ¡Ooh, no puede ser! Usted no puede ser Nora. ¡Nora está muerta!
En algún momento de la mañana Wexford había citado a Justice Shallow y ahora, mientras contemplaba la casa de Jolyon Vigo, pensó que era la clase de paraje en el que Shallow hubiera vivido. Hubiese resultado una casa madura incluso en tiempos de Shakespeare, una casa «blanca y negra», enmaderada, sólida, un lugar tan idóneo para vivir que ya de antemano parecía conferir distinción, buen gusto y superioridad a su dueño. Un rosal trepador con flores de un amarillo terso se extendía por los gabletes a bandas negras, arrimándose contra las rosas tudor labradas antaño por algún artesano en cada centímetro de roble. A ambos lados del camino principal habían plantado un enmarañado jardín de setos bajos y matas de flores minúsculas. Estaba tan cuidado, parecía tan artificial, que Wexford tuvo la sensación de que las flores habían sido bordadas en la tierra.
Una cochera algo más moderna hacía de garaje. Debajo del frontón descansaba un pequeño mirador y un reloj de sol vertical. Las puertas del garaje estaban abiertas -el único atisbo de descuido- y Wexford divisó dos automóviles en su interior. De nuevo le divirtió observar la aplicación general de lo que empezaba a considerar como la ley de Wexford. Una mujer estaba abriendo la puerta de un Minor azul claro. Portando un niño en los brazos, la cerró de un golpe seco y se escurrió entre el pequeño vehículo y el enorme Plymouth aleteado de color azul que descansaba a treinta centímetros de aquél.
La frase «mujer con niño» sugería, en cierto modo, una campesina con un bebé envuelto en un chal. En este caso, Wexford consideró más oportuno la frase «dama con infante».