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– ¿Qué desea? -preguntó la mujer con la voz brusca y aguda característica de la burguesía local. Antes de que pudiera añadir algo más, como tenía intención de hacer, Wexford se apresuró a presentarse y le preguntó por su marido.

– Está en la consulta. Siga el camino entrelazado.

Maravillado de que alguien pudiera decir tal cosa sin un ápice de encogimiento o humor, Wexford miró a la mujer de arriba abajo. Delgada y morena, de aspecto insulso, tenía el rostro gastado. La mujer sentó al niño en un cochecito y echó a andar por el sendero. El bebé, robusto y guapo, tenía pelo rubio y ojos azules. Daba la impresión de que su nacimiento había minado las fuerzas de la madre, reduciéndola a una cáscara usada. La pareja hizo pensar a Wexford en una mariposa fresca y lozana escapada de una crisálida seca.

El inspector jefe no estaba muy seguro de lo que era un camino entrelazado, pero cuando lo tuvo delante supo que lo había encontrado y, sonriendo, bajó el peldaño enlosado y penetró en un túnel verde. Los árboles, cuyas ramas se encontraban y entrelazaban sobre la cabeza de Wexford, eran manzanos y perales y la verde fruta ya pendía en abundancia. El camino conducía a unos invernaderos, y lo que en otros tiempos fuera el establo hacía ahora de consulta. Entre tanto esplendor selvático, el cartel que informaba del horario de la consulta constituía una nota discordante. Wexford abrió una puerta corredera y entró en la sala de espera.

Una bonita muchacha de bata blanca salió a recibirle y él le recordó que tenía hora con el doctor Vigo. Luego, poco aficionado a Elle o Nova, tomó asiento y examinó la habitación.

Resultaba extraño imaginar a Charlie Hatton en ese lugar, y Wexford se preguntó por qué no había acudido al dentista de la ciudad. De las paredes no colgaban los clásicos carteles instando a las madres jóvenes a ingerir leche durante el embarazo y a traer a sus pequeños semestralmente para un reconocimiento. Tampoco había información sobre cómo obtener un tratamiento dental a través de la Seguridad Social. Era imposible imaginar a alguien sentado aquí presionando con un pañuelo una mandíbula hinchada.

Las paredes estaban forradas con papel rayado de estilo Regencia, y los dos muebles tapizados parecían realmente antiguos. Las cortinas eran de cretona oscura adornada con un diseño de medallones. Una discreta lámpara de araña absorbía la luz del sol y proyectaba lunares irisados en el techo. A Wexford el lugar le hizo pensar en una sala de estar de una persona con gusto. Había docenas de ellas en Kingsmarkham, y sin embargo ésta no era más que la sala de espera de un dentista. Se preguntó cómo sería el resto de la casa. Le esperaba una sorpresa. Estaba admirando la elegante disposición de un ramo de jazmines, astutamente colocado para que temblara sobre el borde del jarrón y se arrastrara por la consola, cuando la chica regresó para decirle que el señor Vigo le aguardaba.

Wexford la siguió hasta la consulta.

No había nada fuera de lo común, únicamente sillas, bandejas con instrumental y otros artilugios como tubos, abrazaderas y alambres. Las persianas, de un azul claro, estaban echadas para evitar el sol del mediodía.

Vigo estaba de pie junto a una de las ventanas, manipulando el instrumental de una bandeja, y no levantó la vista cuando Wexford entró. El inspector sonrió para sus adentros. Conocía ese aire de estar perpetuamente atareado, preocupado por cuestiones inextricables, tan propio de algunos médicos y dentistas. Formaba parte de la mística. En pocos instantes Vigo miraría alrededor, se mostraría sorprendido y ofrecería una rápida disculpa por estar enfrascado en asuntos que un policía no podía comprender.

La cabeza del dentista era leonina, de cabello rubio y abundante, mandíbula fuerte y prominente y labios delgados. Cuando llegara a viejo se le pondría cara de cascanueces, pero todavía faltaba mucho para eso. Se diría que estaba contando, y en cuanto hubo terminado se volvió y reaccionó tal como Wexford había previsto.

– Le ruego me disculpe, inspector jefe, pero no podía dejar este asunto inconcluso. Tengo entendido que desea hablar conmigo sobre el difunto señor Hatton. No tengo más pacientes hasta después del almuerzo, de modo que podemos entrar en la casa.

Se quitó la bata blanca y dejó al descubierto un traje de seda azul pizarra cuyo corte, tela y color no eran lo bastante masculinos para su altura y su musculoso tórax. Tenía la figura de un jugador de rugby y consiguió que Wexford, que medía metro ochenta, se sintiera pequeño a su lado.

El inspector le siguió por el camino entrelazado y entraron en la casa a través de una puerta cristalera. Fue como penetrar en un museo. Deslumbrado, Wexford vaciló. Había oído hablar de los salones chinos, del Chippendale chino, pero nunca había visto una sala decorada en ese estilo. La intensidad de los colores convertía el jardín en una estampa monocroma. Hundió los pies en una alfombra de tonos azulados y cremosos que evocaban el cielo en verano y, por orden de Vigo, se hundió, algo inquieto, en una butaca de raso amarillo cuyos apoyabrazos representaban unos dragones encabritados. El dentista caminó con aparente soltura entre las mesas y vitrinas repletas de objetos de porcelana y jade y se detuvo, con una leve sonrisa en los finos labios, bajo la imagen alargada de un pez rojo pintado sobre seda.

– No sé qué puede preguntarme acerca de los dientes del señor Hatton -comenzó-. Llevaba dientes postizos.

Wexford había ido a hablar del tema pero durante un instante no consiguió pronunciar palabra. ¿Hablar de dientes falsos en semejante escenario? Sus ojos tropezaron con unas fichas de ajedrez dispuestas sobre una mesa situada en un extremo de la sala. Había dos ejércitos, uno de marfil y otro de jade rojo, y los peones iban a caballo, los blancos armados con lanzas, los rojos con flechas. Uno de los caballeros rojos, erigido sobre un esplendoroso corcel, poseía un rostro contemporáneo y occidental, un rostro fuerte y afilado que, absurdamente, le recordó a Charlie Hatton. La figura le sonreía, como si intentara decirle algo.

– Lo sabemos, señor Vigo -dijo Wexford, desviando bruscamente la mirada para posarla sobre una vajilla de porcelana destinada al té de jazmín-. Pero nos parece extraño que un hombre de exiguos recursos tuviera una dentadura postiza tan espléndida.

Vigo poseía una risa atractiva, casi infantil, que refrenó con un movimiento de la cabeza.

– Una verdadera tragedia. ¿Tiene idea de quién pudo…? Lo lamento, no debí preguntarlo.

– No tengo inconveniente en responder, pero no, no tenemos ni idea. Estoy aquí porque quiero que me cuente cuanto sepa acerca del señor Hatton, y en especial acerca de sus fuentes de ingresos.

– Sólo sé que conducía un camión. -Vigo seguía disfrutando con orgullo y júbilo la fascinación de su visitante-. Pero comprendo a qué se refiere. También a mí me sorprendió, pero es poco lo que puedo decirle. -Se acercó a una vitrina con tiradores que representaban la cola larga y curvada de un dragón-. ¿Le apetece una copa de jerez?

– No, gracias.

– Qué lástima. -Vigo no insistió, pero se sirvió una copa de manzanilla y acto seguido tomó asiento junto a una ventana que daba a un patio sombreado, presidido por un planetario sobre un plinto de piedra-. El señor Hatton solicitó hora conmigo a finales de mayo. Era la primera vez que le visitaba.

Finales de mayo. El 22 de mayo Hatton había ingresado quinientas libras en su cuenta bancaria, su parte, sin duda, del misterioso y esquivo robo.

– Si lo desea, puedo decirle el día exacto. Lo comprobé antes de su llegada. Fue el martes veintiuno de mayo. Me telefoneó ese mismo día a la hora del almuerzo y pude atenderle casi enseguida porque un paciente había cancelado su cita. Llevaba dientes falsos desde los veinte años, y muy deficientes por cierto. No se sentía cómodo y quería una dentadura nueva. Le pregunté cómo había perdido sus dientes auténticos y dijo que por causa de la piorrea. A esas alturas yo ya conocía algo de su situación (por lo menos sabía a qué se dedicaba) y le pregunté si era consciente del elevado coste que representaba una dentadura nueva. Respondió que el dinero no era un problema (ésas fueron sus palabras exactas) y que quería la mejor dentadura que pudiera ofrecerle. Finalmente le hice un presupuesto de doscientas cincuenta libras que él aceptó sin rechistar.