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George Carter introdujo la mano en su bolsillo y extrajo un puñado de monedas.

– ¿Un último trago, Jack?

Charlie contempló las, monedas.

– ¿Qué es eso? ¿Los ahorros de la parienta?

George enrojeció. No estaba casado. Charlie sabía que no estaba casado, Es más, sabía que dos semanas antes había perdido su empleo. George tenía preparada la entrada para una casa y había desembolsado la primera letra, de los muebles del comedor.

– Cabrón -espetó.

Charlie se erizó como un gallo de riña.

– A mí nadie me llama cabrón.

– Caballeros, por favor -suplicó el camarero.

– Tiene razón -intervino el presidente ya dejen eso. Te quejas de que la gente se te ofende por nada Charlie, pero no me extraña, teniendo en cuenta que no paras de fastidiarla. -Sonrió despreocupadamente y adoptó la actitud de un orador-. La noche toca a su fin y creo que deberíamos aprovechar esta oportunidad para desear a Jack toda la felicidad del mundo, de parte de sus amigos del club de dardos de Kingsmarkham. Por una vez me gustaría…

– Muy bien, muy bien -le interrumpió Charlie-. Un aplauso para el presidente. -Colocó un billete de cinco libras sobre el mostrador. Consciente de que le subía el mismo rubor que a George, el presidente se encogió de hombros y dedicó a Jack un asentimiento de cabeza sincero y amistoso, que Jack ignoró. Después se marchó, llevándose a otro hombre con él.

El camarero limpió la barra en silencio. Charlie Hatton siempre había sido un engreído, pero últimamente estaba insoportable y la mayoría de las reuniones acababan de ese modo.

En la despedida de soltero ya sólo quedaban Jack, Charlie, George y otro. Se llamaba Maurice Cullam y era conductor de camiones, Como Charlie. Hasta ahora únicamente había abierto la boca para llenarla de alcohol. Tras presenciar la vergüenza y la fuga de sus compañeros, apuró el vaso y dijo:

– ¿Has visto a McCloy últimamente, Charlie?

Charlie no contestó y fue Jack quien habló:

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Lo has visto tú?

– No, Jack, yo tengo las manos limpias. El dinero no lo es todo. Me gusta dormir tranquilo.

En lugar de la previsible explosión, Charlie habló con suavidad:

– Ya era hora de que te dedicaras a dormir.

Maurice tenía cinco hijos nacidos en seis años. La chanza de Charlie podía interpretarse como un cumplido y, para alivio de George y Jack, así lo interpretó Maurice, que sonrió al elogio a su virilidad. Teniendo en cuenta que la esposa de Maurice era una mujer en extremo vulgar, eran muchas las réplicas que Charlie hubiese podido hacer, réplicas que hubiesen resultado claramente insultantes. Sin embargo, había optado por la adulación.

– Hora de cerrar, caballeros -anunció el camarero-. Le deseo lo mejor, señor Pertwee. -El hombre solía llamar a Jack por su nombre de pila, y éste sabía que «señor Pertwee» constituía una señal de respeto, de respeto hacia el novio, que nunca habría de repetirse.

– Gracias -replicó Jack-, y gracias por esta magnífica noche. Hasta pronto.

– Vámonos Jack -dijo Charlie, y se guardó el grueso billetero.

La noche estaba serena y el cielo aparecía salpicado de estrellas. Orión cabalgaba sobre las cabezas de los amigos, el cinturón atravesado por la estela de una nube de verano.

– Qué noche tan hermosa -dijo Charlie-. Mañana hará buen día, Jack.

– ¿Tú crees?

– Feliz es la novia a la que el sol ilumina. -El alcohol había puesto sentimental a George, que hizo una mueca cuando recordó el despido y la letra de los muebles.

– ¿Desahogando las penas, amigo? -dijo Charlie-. No hay nada como unas cuantas lágrimas para hacer sentir bien a una chica.

George dirigía un grupo de bailarines de Kingsmarkham, y en otros tiempos Charlie solía mofarse de él cuando aparecía con el traje de colores y el gorro. George se mordió el labio, apretando fuertemente los puños. Luego se encogió de hombros y dio media vuelta.

– ¡Iros al infierno! -murmuró.

Los demás le vieron cruzar la calle y descender con paso tambaleante por la calle York. Jack se despidió vagamente de él alzando una mano.

– No debiste decir eso, Charlie.

– Me pone enfermo. ¿Qué te parece si cantamos? -Colocó un brazo en torno a la cintura de Jack y, tras una vacilación, rodeó con el otro la cintura de Maurice.

– Canta una de tus viejas baladas de music-hall, Charlie.

Caminaban bajo las fachadas voladizas de las casas. Jack tuvo que agachar la cabeza para no chocar con un farolillo de hierro. Charlie se aclaró la garganta y cantó:

Mabel, querida escúchame.

Están robando en el parque.

Me hallaba solo en el hotel,

cantando como una alondra.

No hay nada cómo el hogar,

mas no podía volver en la oscuridad.

– ¡Yuuuhuuu! -gritó Jack imitando el acento del Oeste, pero su voz se apagó cuando el inspector Burden del Departamento de Investigación Criminal de Kingsmarkham asomó por la calle Queen y se acercó a ellos desde la explanada del Olive & Dove.

– Buenas noches, señor Burden.

– Buenas noches. -El inspector contempló al trío con frío desagrado-. No estarán pensando en perturbar la paz de los vecinos, ¿verdad? -Siguió andando y Charlie Hatton rió con disimulo.

– Poli de pacotilla -murmuró Seguro que tengo más dinero en mi bolsillo del que él gana en un mes.

– Buenas noches, Jack -se despidió fríamente Maurice.

Habían llegado al puente de Kingsbrook, donde comenzaba el sendero que conducía a Sewingbury bordeando las aguas del río. Maurice vivía en Sewingbury y Charlie en uno de los pisos nuevos de protección oficial situados al final de la avenida Kingsbrook. El sendero constituía un atajo para ambos.

– Espera a Charlie. Va en la misma dirección que tú.

– No, gracias. Prometí a mi mujer que llegaría a casa antes de las once. Charlie se volvió para dar a entender que no deseaba la compañía de Maurice-. Vaya colocón -se lamentó Maurice, con el semblante pálido iluminado por la luz de la farola. No debí mezclar. -Eructó y Charlie sonrió entre dientes-. Adiós Jack. Nos veremos en la iglesia.

– Adiós, amigo.

Maurice saltó los peldaños del muro y aterrizó milagrosamente sobre los dos pies. Pasó frente a los bancos de madera, sorteó los sauces y lo último que vieron de él fue su sombra ondulante.

Habían bebido mucho y la noche era cálida, pero de repente se sintieron completamente despejados. Ambos amaban a sus mujeres y acerca de ese amor, como ocurría con todas las demás emociones, eran incapaces de expresarse, mas en ningún otro impulso del corazón eran tan reservados como en la amistad grande y pura que les unía.

Al igual que los griegos, habían hallado en el otro una compatibilidad espiritual plena. Sus mujeres eran su orgullo y su tesoro en la cama, en el hogar y en la casa, mujeres que lucían y reafirmaban su virilidad. Pero sus vidas no estarían completas si no se tuviesen el uno al otro, como si les faltara la esencia y el fusible. Jamás habían oído hablar de los griegos, a menos que uno contase al hombre que dirigía el restaurante Acrópolis de Stowerton, y tampoco comprendía ahora la emoción que les embargaba y les mantenía callados, invadidos por una suerte de desesperación.

Si Charlie hubiese sido un hombre diferente, instruido o afeminado, o hubiese vivido en otra época, cuando las lenguas se soltaban con mayor facilidad, quizá hubiese abrazado a Jack y confesado que compartía su alegría y que era capaz de morir por su felicidad. Y si Jack hubiese sido otro hombre, habría agradecido a Charlie su amistad incondicional, sus generosos préstamos, su hospitalidad y el hecho de que le presentara a Marilyn Thompson. Pero Charlie era un simple camionero y Jack un electricista. El amor nacía entre un hombre y una mujer, el amor era para el matrimonio, y ambos habrían muerto antes que confesar algo más que el hecho de que se «llevaban bien». Se inclinaron sobre el río y arrojaron piedrecillas al agua. Entonces Charlie dijo: