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– ¿No le sorprendió?

Vigo bebió un sorbo de jerez con aire pensativo. Se acercó a una de las piezas del ajedrez, un castillo almenado, y la acarició con orgullo.

– Me quedé estupefacto y, para ser sincero, algo inquieto. -No se explayó en el objeto de su inquietud, pero Wexford dedujo que se debía a la posibilidad de que nunca llegara a cobrar las doscientas cincuenta libras-. Con todo, hice la dentadura y se la coloqué a principios de junio, hace aproximadamente un mes.

– ¿Cómo le pagó Hatton?

– Oh, al contado, y el mismo día. Me pagó con billetes de cinco libras que, si no recuerdo mal, ingresé en el banco. Inspector jefe, sé adónde quiere ir a parar, pero yo no podía preguntarle de dónde había sacado el dinero sólo porque fuera vestido con ropa de trabajo y condujera un camión.

– ¿Volvió a verle después?

– Regresó en una segunda ocasión para que le hiciera un reconocimiento. Oh, y otra vez para decirme que estaba encantado con la nueva dentadura.

Wexford se sintió nuevamente turbado por el seductor espectro de colores que atraía sus ojos allí donde miraba. Inclinó la cabeza y se concentró en sus feas y enormes manos.

– ¿Le mencionó alguna vez el nombre de McCloy? -preguntó imperturbable.

– No que yo recuerde. Me habló de su esposa y de un cuñado con el que trabajaba. -Hizo una pausa y trató de recordar-. Oh, también mencionó a un amigo que estaba a punto de casarse. Creyó que debía interesarme porque el muchacho había hecho algunas reparaciones eléctricas en mi casa. Hatton dijo que quería regalarle un tocadiscos por la boda. El pobre ha muerto y no sé si debería decir esto…

– Hable, doctor Vigo.

– En fin, creo que le gustaba alardear de lo mucho que gastaba. No quiero parecer esnob, pero lo encontré de mal gusto. Mencionó a su mujer únicamente para decirme que le había comprado un vestido y trató de darme la impresión de que su cuñado era un don nadie porque nunca conseguía llegar a fin de mes.

– Pero el cuñado trabajaba en lo mismo que él.

– Lo sé, por eso me sorprendió. Hatton dijo que tenía muchos asuntos entre manos y que de tanto en tanto le salía un buen negocio. Pero, francamente, imaginé que hacía trabajos suplementarios, como pintar casas o limpiar ventanas.

– La gente que limpia ventanas no habla de grandes negocios, doctor Vigo.

– Supongo que no. El caso es que no suelo tener mucho trato con gente de la… -Se detuvo. Wexford sabía que iba a decir «clase»-, del entorno del señor Hatton -concluyó el dentista-. Imagino que está sugiriendo que esas actividades suplementarias no eran legales, y ahora que lo pienso, es probable que Hatton adoptara un aire misterioso cuando hablaba de ellas. Pero era algo muy sutil.

– Bien, no le entretendré más. -Wexford se incorporó. Quizá fue su mente excesivamente suspicaz la que le hizo percibir una relajación en aquellos musculosos hombros.

Vigo le abrió la puerta de roble labrado.

– Le acompaño hasta la salida, inspector jefe.

El vestíbulo era una sala cuadrada y espaciosa, de suelo enlosado y cubierto de suaves alfombrillas. Cada centímetro de la anciana y bruñida madera atrapaba la luz del sol. De las paredes pendían grabados de Blake, las escenas del infierno, Nebuchadnezzar con sus garras de águila, el desnudo Newton con sus rizos dorados. Desprovisto de su traje de seda azul, Vigo habría ofrecido una imagen semejante, pensó Wexford.

– El otro día tuve el placer de atender a su hija -oyó decir al dentista-. Es una chica encantadora.

– He oído que tiene mucho éxito -repuso Wexford con sequedad.

El cumplido le había desagradado ligeramente. Lo juzgó de falso y zalamero. Por otro lado, había advertido cierto tono de incredulidad en Vigo, como si le asombrara que un viejo ganso como él pudiera engendrar un cisne.

El portal se abrió y la señora Vigo entró con el niño en los brazos. Por primera vez desde su llegada, Wexford recordó que había otro niño, mongólico, confinado en alguna institución.

El bebé, que Vigo procedió a tomar en sus brazos, tenía seis o siete meses. Nadie hubiera dudado de la paternidad. La criatura ya poseía la mandíbula y los miembros atléticos de su padre. Vigo alzó al niño, riéndole los gorgoteos, y en su rostro se adivinó una adoración bobalicona.

– Permítame que le presente a mi hijo, inspector Wexford. ¿No es una maravilla?

– Se parece mucho a usted.

– Eso dicen. Aparenta más de siete meses, ¿verdad?

– Será un tipo grande -dijo el inspector-. Y ahora que ya nos hemos felicitado por nuestros respectivos retoños, me marcho.

– Una sociedad de mutua admiración, ¿eh?

Vigo rió en tanto el rostro de su esposa permanecía grave. La mujer le arrebató el niño con brusquedad, como si tanta veneración la ofendiera. Wexford pensó de nuevo en el niño mongólico a quien ningún dinero podría cambiarle el destino. La aflicción por mi hijo ausente colma la habitación, descansa sobre su lecho, camina conmigo…

Wexford salió al enmarañado jardín bañado por el sol.

9

La llamada de Scotland Yard llegó media hora después de que Wexford regresara a la comisaría. Únicamente dos camiones habían sido robados en todo el país durante la segunda mitad de mayo y ninguno de ellos había seguido la ruta habitual de Hatton. Uno de los robos tuvo lugar en Cornualles y el otro en Monmouthshire. Los camiones transportaban margarina y melocotones en lata respectivamente.

Wexford leyó la nota que Burden le había dejado antes de salir hacia Deptford: «Stamford dice que no tiene expedientes de robos de camiones perpetrados en su área durante abril o mayo.»

Parecía improbable que Hatton hubiese tenido algo que ver con el asunto de Cornualles o Monmouthshire. ¡Margarina y melocotones en lata! Aun transportando toneladas de ellos, era imposible que una cuarta o quinta parte del botín ascendiese a quinientas libras. Por otro lado, ¿no estaría subestimando las ganancias de Hatton? El hombre había ingresado quinientas libras el 22 de mayo y extraído veinticinco para la lámpara. Otras sesenta se fueron con el vestido y el tocadiscos. Y todo, imaginó Wexford, mientras Hatton vivía a cuerpo de rey. El primer pago del chantaje, y puede que también el segundo, tuvo lugar a principios de junio, antes de que Hatton tuviera que pagar la dentadura, mas cuando llegó el momento el hombre abonó alegremente las doscientas cincuenta libras.

Eso significaba que aunque Hatton sólo ingresó quinientas libras el 22 de mayo, de hecho había recibido más, puede que incluso el doble. Se le había visto con la cartera llena de billetes, los cuales ascendían, como mínimo, a cien libras.

Supongamos que no se produjo ningún robo de importancia a finales de mayo. Eso significaba que Hatton había obtenido todo su dinero mediante chantaje, y el chantaje no parecía la consecuencia de un robo sino de algo más.

El asunto tenía su miga, pensó con frustración Wexford.

– El asunto tiene su miga -dijo indignado el sargento Camb-. La hermana de la señora Fanshawe identificó a la joven muerta como la señorita Nora Fanshawe.

– No obstante -dijo la muchacha-, yo soy Nora Fanshawe. -Tomó asiento en una de las sillas rojas con forma de cuchara del vestíbulo de la comisaría y juntó pulcramente los pies sobre las baldosas negras y blancas del suelo, mirándose los zapatos que la enfermera Rose tan efusivamente había alabado-. Probablemente mi tía estuviera aturdida, e imagino que la muchacha estaba carbonizada y muy desfigurada.